En la carta a sus amigos de La Cruz del Sur menciona Figari el siguiente artículo.
Les Revues/Les Livres, Le Temps, 15 September 1927, p. 3
LE TEMPS, 15 de Setiembre de 1927. Sección Les Revues.
El Sr. Serge de Chessin plantea, en Le Revue des Deux Mondes, una cuestión que puede parecer algo descabellada: ¿existe una poesía proletaria? El partido comunista ruso decretó que existía. Su famoso comité central ha “creado” la poesía proletaria, como ha creado la Tcheka y la armada roja, por una decisión del 1º de Julio de 1925. Constatando la entrada de Rusia en un pleno periodo de revolución cultural, el comité central del partido comunista ruso proclamó que “la literatura nueva, proletaria y campesina, desde sus manifestaciones embrionarias hasta sus producciones superiores e ideológicamente conscientes, caracterizan de la mejor manera el progreso de este movimiento cultural de masas obreras”. El comité añadió que “la lucha de clases debe continuar en la literatura como en todas partes”, que no existe ni puede existir el arte neutro en una sociedad de clases, y que “el deber del proletariado consiste en apoderarse de sectores cada vez más numerosos en el frente ideológico”.
El Sr. Serge de Chessin señala que este galimatías pretencioso se reduce, en definitiva, a desencadenar la guerra civil en literatura, para someterla a la dictadura del proletariado. En efecto, el comité central comunista considera que “la alta dirección del dominio literario corresponde solamente a la clase obrera”. Es en virtud de este principio que el bolchevismo se ha asegurado una falange de rimadores mediocres, novelistas y publicistas encargados de “sovietizar” la literatura para el uso de la clientela revolucionaria. Es “proletario” todo escritor afiliado a la asociación de escritores proletarios, es decir, a la Vapp. ¡Cómo sorprenderse, bajo estas condiciones, de que la poesía proletaria –poesía de Estado- sea intocable!
Por haberse permitido criticar Los misterios bufos de Maiakovsky, el Sr. A. Livinsson fue obligado a abandonar en el acto Vie de l’art [La vida del arte], bajo la inculpación de “minar las bases del poder soviético y comprometer la producción revolucionaria”. Por otra parte, toda obra que no sea decididamente bolchevique es denunciada en seguida como subversiva por parte de la crítica, la cual en el régimen soviético depende de la Seguridad General y del Ministerio Fiscal. Como el Sr. Aichenwald, en su libro Poetas y Poetisas, había osado deshojar algunas flores sobre las tumbas de Fet y Toutchef, el Sr. Sosnovsky, miembro todopoderoso del comité central, escribió en Pravda: “Dictadura proletaria, ¿dónde está tu látigo? Debemos lapidar a los escritores con orejas de asno de la reacción, que se permiten practicar el arte por el arte”.
El resultado de todo esto es la pululación de escuelas y pléyades disputándose el monopolio de la estética comunista: los “presentistas”, los “construccionistas”, los “centristas”, los “bespredmetniki”, negadores de los temas literarios, los “nitchevoki”, que proclaman simplemente la abolición de toda poesía, y un poco por encima de estos histéricos, los “napostovtzy”, que se agotan en dar ritmo a los versículos de Carlos Marx, el grupo de la “Kouznitza”, que es la “fragua” poética del bolchevismo, los “imagistas” y los “futuristas”. Esto ha hecho decir a un humorista rojo: “En lugar de la poesía de las fábricas, tenemos fábricas de poesía”. Al principio, fue el grupo futurista el que, a los ojos de los soviéticos, pareció realizar mejor las aspiraciones del comunismo artístico, ya que el futurismo fue, en el dominio literario, una especie de bolchevismo anticipado. Sin embargo, se produjo una reacción contra este movimiento, ejecutada por el Sr. Trotsky en una serie de artículos de gran repercusión donde calificó al futurismo como “producto de la burguesía en el ocaso de su carrera” y a los futuristas como “bohemia artística extraviada en la revolución”.
Si se quiere un ejemplo de esta poesía proletaria, he aquí un poema de Maiakovski, la gloria de la escuela futurista rusa:
Aquí se eleva Desde las profundidades marinas Un comité revolucionario acuático. La guardia de gotas Los guerrilleros de las aguas Trepan Sobre la cresta De la trinchera húmeda Hasta el cielo Se lanzan hacia delante Y vuelven a caer Las olas juran Al comité central panacuático Que no abandonarán La espada de las tormentas Hasta la victoria Y así han vencido En pleno Ecuador Las gotas soviéticas El poder ilimitado
Y aquí, del mismo “poeta” Maiakovsky, impresiones de París:
El agua arde La tierra arde El asfalto Arde… Las linternas repiten La tabla de multiplicación… Si yo fuera la columna Vendôme Me habría casado Con la plaza de la Concordia
En el grupo “Kouznitza” hay dos hombres a quienes los críticos comunistas tienen por los grandes y auténticos poetas proletarios: Philiptchenko y Bezymensky. El primero se presentó a sí mismo en estos términos, a través de un poema: “Yo no soy solamente Philiptchenko; soy el proletariado, soy la alarma audaz de una santa demencia… Soy vuestro bardo y soy herrero”. Con un lirismo que no carece de acento, describe al proletariado de esta manera: “Somos la cabeza viva y clara – De toda la humanidad, de todos los milenios – Somos los pensamientos de una única frente prominente - Somos las letras del alfabeto mundial – Estamos encastrados, estamos entrelazados uno dentro del otro…”. Por otro lado Bezymensky, proclamado por Isvestia como un verdadero “poeta de clase”, exalta sobre todo al partido comunista. Una de sus estrofas dice: “el cosmos se encuentra en estos términos: el congreso del partido”. Él no duda en glorificar la Tcheka y sus crímenes:
La Tcheka, para mí, es un faro… Soy el primero en gritar: despedacemos a los enemigos Todas las balas de la Tcheka son mías… He tomado parte en la ejecución de todas sus víctimas
En el fondo, todos estos poetas proletarios, a fuerza de mentirse a sí mismos, terminan disgustados y avergonzados de vivir bajo tal régimen. Fue Essenine, agonizando, quien tuvo este último grito: “Rusia, querida mía, perdóname…”. Y fue Sobol, que había servido con toda su fe a la revolución, que había encontrado lo sublime incluso en el terror, quien escribió, antes de terminar con una bala en pleno corazón: “He tenido suficiente, ya no puedo vivir más. Tengo ganas de dormir, dormir eternamente. He arrancado de mi pecho a jirones esta revolución que poseía toda mi fe. Tal vez sea contrario a los principios del marxismo, pero creo que es conveniente entrar en el otro mundo con la ropa interior limpia…”.
Roland de Marais
(Traducción de Mariana Payssé Ojeda)
LE TEMPS, 15 de Setiembre de 1927. Sección Les Livres.
Conde de Lautrèaumont (Isidore Ducasse): Obras completas (Los cantos de Maldoror, Poesías, Correspondencia), con un estudio, comentarios y notas de Philippe Soupault, 1 volumen. […]
Isidoro Ducasse, que tomó el nombre de conde de Lautrèamont, es el héroe de la escuela surrealista, a la que hace un tiempo Philippe Soupault pertenecía, antes de ser excomulgado por Louis Aragon y por André Breton, su antiguo colaborador en los Campos magnéticos. “Nos reuniremos en escisión ordinaria”, decía Gérault-Richard, pero solo se trataba de un congreso socialista. Las escisiones, diatribas y anatemas ofrecen a las escuelas literarias un excelente medio para recordarle al público su existencia, incluso de revelársela. ¡Cuántas personas que ignoraban al surrealismo supieron que ese grupo había pisoteado el cadáver todavía tibio de Anatole France, en un hecho muy innoble, y que Louis Aragón, quien no carece empero de talento, había arrojado, desde el tercer piso de las galerías del teatro Sarah Bernhardt, una noche dedicada al ballet ruso, torrentes de interjecciones insultantes sobre los oscuros blasfemadores! Hasta ahora la excomunión de Philippe Soupalt ha causado menos ruido y la víctima goza de buena salud. Por otra parte me fue imposible comprender cual apostasía había cometido Soupault publicando esta edición. Quizá no tenga yo la fibra surrealista. Tan poco de ella tengo que, habiendo leído hace alrededor de un cuarto de siglo los Cantos de Maldoror y habiéndolos releído en estos días, nunca creí y todavía sigo sin creer en el genio de este Lautrèamont, que solo parece capaz de entusiasmar (o de indignar) a lectores muy jóvenes y solo interesar seriamente a los psiquiatras.
Había nacido, bajo el nombre más simple de Isidoro Ducasse, en 1846 en Montevideo, donde su padre, originario de Tarbes, era canciller del Consulado de Francia. Su madre también era de nacionalidad francesa. Ningún mestizaje explica, por tanto, sus extravagancias. Ducasse padre, dado a los placeres, poseía una considerable fortuna, que despilfarró. Se equivocó, pero nada indica que haya maltratado especialmente a su hijo, a pesar de la severa condena que Philippe Soupault le endilga por ello. Ya se sabe que los padres siempre se portan de una manera abominable con los hijos que nacieron marcados por una señal, y sabemos por el autor de Las flores del mal que, al nacer un poeta, su madre lo maldice. Nada se dice de la madre de Isidoro Ducasse, que quizá no tuviera el don de ver más allá y no adivinó el futuro del chiquilín mientras le cambiaba los pañales. Su padre lo hizo educar por los jesuitas españoles, de los que Isidoro guardó un mal recuerdo, pero quizá no tenía una gran posibilidad de elección de establecimientos de enseñanza secundaria en el Montevideo de esa época. Luego, habiendo el muchacho mostrado aptitudes para las matemáticas, el señor Ducasse lo envió a París, para prepararse en la Escuela Politécnica, donde no ingresó, y lo dejó vivir a su antojo en la capital, dándole bastante dinero, de manera que pudiera contribuir a los gastos de imprenta de sus primeros ensayos. Isidoro vivía como estudiante, o aspirante a escritor, en hoteles amoblados y sin lujo, pero no parece haber pasado miseria. Según Philippe Soupault habría desembarcado en Francia en 1867, con veintiún años: para la Politécnica era un poco tarde. Pero se encontraron sus partidas de nacimiento y de defunción. Murió en París, en el suburbio de Montmartre, con veinticuatro años, el 24 de noviembre de 1870.
Soupault conjeturó que habría sido asesinado subrepticiamente por la policía del Segundo Imperio. Observemos, sin embargo, que el Imperio ya no existía desde el 4 de setiembre y que esa suposición es puramente gratuita. ¿Por qué Isidoro Ducasse habría aumentado la lista de asesinatos policiales? Porque pronunciaba discursos revolucionarios en las reuniones públicas. No era el único, y no es esta una razón suficiente pero el hecho es exacto. Philippe Soupault tiene por testigos a Jules Vallès y, dice, a “alguien llamado Vitu”. Se trata de Augusto Vitu, muerto hace una treintena de años, y que se había convertido en crítico teatral y musical de Le Figaro, bajo la dirección de Francis Magnard. Albert Wolff lo sucedió y lo sobrevivió por poco tiempo. En 1869 Vitu había publicado, en Dentu, un librito sobre las Reuniones públicas en París, destinado a combatir la libertad de reunión y a ilustrar al emperador, que la había autorizado en 1868. Philippe Soupault supone que fue escrito a pedido del ministerio del interior, donde no se apreciaba al imperio liberal. Pero Vitu habría podido ser sincero partidario del imperio autoritario. En todo caso, entre los oradores más violentos señalaba a Ducasse, al lado de Raoul Rigault, quien fue más tarde jefe de policía de la Comuna.
Philippe Soupault presenta una pequeña antología con las frases más incendiarias atribuidas a Ducasse: “Dios y la libertad, estas palabras son antagónicas, y protesto contra su alianza…”. Sin embargo algunos las han conciliado, y Robespierre estimaba, al contrario, que el ateísmo es aristocrático. El filósofo no se inquieta por estos corolarios políticos, contradictorios además. Ducasse aparentemente era blanquista y suscribía la fórmula: ¡Ni Dios ni amo! ¿Era acaso tan patriota como Blanqui? Quisiéramos creerlo, pero no lo explica… Anticlerical, exclama: “En las ciudades es peor (que en el campo) porque la opresión está mejor organizada. Hay escuelas en todas partes, ¿pero qué se enseña? Historia santa y catecismo. (Risas)”. Esto ha cambiado… Favorable a la unión libre, declara: “El divorcio es un expediente orleanista”. Otro día manifiesta su desprecio por las medidas moderadas, reclamando “el comunismo y la supresión de la propiedad”. O hace la apología de las admirables masacres de setiembre, como había dicho Pierre Laffite, el papa del positivismo (pero no estoy seguro que este papa fuera siempre serio). Ducasse fulmina muchas veces a Garnier-Pagés como traidor de la democracia, según parece (¡qué lejos se está!), y menciona al pasar a “nuestro querido amigo Gambetta”. Es lo que más sorprende porque, en fin, aunque sostuvo en su juventud opiniones bastante avanzadas, Gambetta jamás fue comunista, que yo sepa, y no lo imagino fraternizando con Cachin. En suma, solo hay en estas palabras de Isidoro Ducasse, más allá de algunos términos graciosos, lugares comunes.
Más divertido es el retrato que hace Jules Vallès en El insurgente y que Philippe Soupault cita en su curioso estudio. Un “muchacho con pelo zanahoria, que representa a Marat con las muecas torpes de Lassouche, que predica la guillotina con gestos de marioneta, que imita el acento de Grassot para hablar de los principios inmortales y que dice: ¡Gayola, gayola! entre dos parrafadas sobre la Convención”. Practicaba un método muy conocido en esos asuntos, encareciendo violencia contra los camaradas que le eran sospechosos de moderación. Sus oyentes, encantados, observaban: “¡No es de los que dudaría en hacer caer cabezas!… Lo dicen por mí, agrega Vallès…, por mí, que dudaría, según parece”. Y el famoso redactor de El grito del pueblo completa así su estampa, muy exagerada, de Isidoro Ducasse: “Lame el cuchillo de la guillotina con su lengua; repasa el filo contra la navaja de una elocuencia sanguinaria y grotesca; se cuelga, riendo, de la cuerda, como un mono que engancha en su cuello el cordón de la campanilla del verdugo”.
La pregunta que se nos impone ante las obras de Isidoro Ducasse es la de saber si estamos ante un simulador o si realmente tenía el cerebro perturbado. Los Cantos de Maldoror, su obra capital, nos inclinarían, más bien, a favor de la segunda hipótesis. Destaquemos esta confesión: “¿Quién, entonces, me da golpes con un fierro en la cabeza, como un martillo que golpeara el yunque?” Por un tropo osado, pero usual en la actualidad, la buena gente consideraría que el pobre diablo era un poco chiflado… Más adelante: “Es imposible que un escorpión haya fijado su residencia y sus agudas pinzas en el fondo de mi órbita picada; creo, más bien, que son tenazas vigorosas que trituran los nervios ópticos”. Trastornos visuales: mal síntoma. En una carta de mayo de 1869 se queja de su “dolor de cabeza” pero, sobre todo, sus Cantos de Maldoror solo expresan, de un extremo al otro, sadismo y megalomanía.
Desde el principio escribe: “¡Yo pongo mi genio al servicio de pintar las delicias de la crueldad!… ¿Acaso por ser cruel no se puede tener genio? Se verá la prueba en mis palabras…”. Este primer canto fue impreso, por separado, en 1868; la obra completa en 1869. Este debutante de veintidós años ya se consideraba un genio y tenía tan poco control de sí mismo que confiesa sin vueltas: “Es algo del género de Manfred de Byron”, le escribe a su banquero. Siempre en ese mismo primer canto, en el que alaba la “santidad del crimen”, recomienda dejarse crecer sus uñas durante quince días para hundirlas en el tierno pecho de un niño, pero de modo que no muera a fin de prolongar la fiesta. “Después, se bebe la sangre… Nada es tan sabroso como su sangre”. En el canto segundo cuenta que, desde la orilla, asistió al naufragio de un velero: “¡Cielos!, ¿cómo se puede vivir después de haber sentido tanta voluptuosidad?” Agarra un fusil, dispara contra los náufragos que intentan salvarse a nado y mata uno, pero se decepciona: “No sentí tanto placer con ese asesinato como ustedes pueden creer”. Aquí, lo acepto, la hipótesis del impostor retoma la delantera. Pero llega la historia de la violación de una niñita, entregada luego a un buldog, y por último descuartizada con una navaja, todo delante de su madre. Y después aquella de una madre y una esposa, que su hijo y marido cuelgan, no oso precisar con motivo de qué venganza, y destrozan salvajemente a correazos. El marqués de Sade parece tímido en comparación y Lautrèamont, evidentemente, queda encantado con estos horrores. Se siente la inconfesable delectación y no el desafío de escandalizar al burgués.
Ataca a Dios, al que le guarda rencor desde los jesuitas españoles. Le llama: “El horrible Eterno con cara de víbora”. Le grita: “Te odio”, y pretende tratar con él de potencia a potencia, lo que es un caso bien caracterizado de delirio de grandeza. Porque, si Dios existe, como aparenta aquí Lautrèamont creerlo, es aún más desatinado considerarse su igual que hacerlo respecto a Byron. Maldoror, esto es Lautrèamont, que no se distingue de su héroe, se convierte en un pulpo que devora al Creador. Nos muestra a este mismo Creador acostado en el camino, “con los dientes mal lavados”, y completamente borracho, entreverándose después en los más innombrables excesos, luego caníbal, por último reblandecido. ¡Mucho antes que el Ubu rey de Alfred Jarry había fabricado Lautrèamont un Ubu Dios! En rigor se podría considerar, evidentemente, que se ha propuesto horrorizar a los creyentes con la enormidad de sus blasfemias y disgustar también a los ateos con sus mugrientas groserías. Pero uno responde en primer término: “Mi amigo, no nos convence”. Porque, cabe preguntarse, ¿hay que admitir una mistificación tan prolongada y tan insistente? Un simple farsante se divierte y trata de divertirse a nuestras expensas, pero no con esa perseverancia ni esa continuidad en el paroxismo. Él mismo se fatigaría muy pronto y sentiría náuseas. Sin contar que el más hiperbólico de los marselleses no se jactaría de sus amores con la hembra de un tiburón, ni de su victoria sobre un arcángel disfrazado de cangrejo tortuga, ni de la hazaña consistente en lanzar el cuerpo de un joven, con una honda, desde la columna Vandome hasta la cúpula del Panteón. O me equivoco mucho o todo esto no es más que locura, así como ese perpetuo bullicio de pulpos, focas, larvas y otros animales o productos inmundos. Estos Cantos de Maldoror son un caldero de brujas.
¿Según la teoría de Lombroso, y por esta misma razón, era Lautrèamont un genio? No me parece. Algunos fragmentos truculentos, algunos hallazgos de expresión, entre muchísima pobreza, no son suficientes para ser un gran escritor. Este Lautrèamont tan audaz es, a menudo, banal. Descubre que el océano es la “imagen del infinito” y se pregunta si hay abismos más profundos en el mar o en el corazón humano. Rivaliza a veces con los galimatías del señor Patin, a veces con las metáforas de Prudhomme: “La constancia no fijó en tus huesos el arpón de su residencia eterna, y muy a menudo recaes, tú y tus pensamientos, recubiertos por la negra lepra del error, en el lago fúnebre de oscuras maldiciones”. Casi vale la célebre fórmula: “Opongo al chaparrón de tus injurias el paraguas de mi indiferencia”.
Se experimenta una sorpresa, al menos de orden psicológico, al llegar a las Poesías de Lautrèamont, que solo son un prefacio a poesías que quedaron en estado de proyecto, o al menos que no fueron encontradas. Reniega en voz alta de los Cantos de Maldoror y de sus furores obscenos o sacrílegos. Ahora afirma su respeto por el Creador, que antes arrastró en el lodo más fétido. Proclama su fe en la bondad divina y en la inmortalidad del alma, él que escribía, un año antes: “No se me verá en mi última hora rodeado de curas… Sé que mi aniquilación será completa”. Es verdad que, en el mismo canto, una docena de páginas más adelante, hablaba de: “El problema horroroso que la humanidad todavía no resolvió: la mortalidad o la inmortalidad del alma”. No estaba bien definido… En las mismas Poesías protesta contra la anarquía literaria, defiende el gusto y la razón, la vuelta a Corneille y a Racine, etc… Pero este fragmento, impreso en pocos ejemplares, en dos libritos, lo había destinado a su padre, al que trata de engatusar para obtener subsidios suplementarios. Son este arrepentimiento y esta sensatez de buen alumno de los buenos Padres los simulados.
Sin embargo, insistirán ustedes, ¿si él es capaz de simular, en qué momento simula? Creo que es cuando se hace el Eliacin. Porque, al mismo tiempo que se esforzaba de esa manera para conquistar la generosidad paterna, peroraba en las reuniones de una manera que habría desalentado al señor Ducasse, siempre canciller en Montevideo. Y hasta en este escrito lenitivo y propiciatorio por momentos se olvida y recae en la insanía, provocador, citando a Napoleón entre Troppmann y Papaboine, o censurando a dos “carroñas”, que no son otros que Pascal y Byron…
No afirmo nada, ya que la psiquiatría no es mi oficio, pero me gustaría conocer el diagnóstico de uno o varios especialistas eminentes. Desde el punto de vista literario Lautrèamont es solo un transeúnte muy extraño, pero no demasiado considerable.
[…]
Paul Souday