Dilema que se plantea
Los últimos sucesos políticos, todos convulsivos, graves y congruentes: la revuelta; la abstención nacionalista; la renuncia colectiva de los miembros nacionalistas del cuerpo legislativo; la no aceptación de las proclamaciones ofrecidas á algunas conspicuas personalidades ajenas á los partidos tradicionales; el veto que opone la colectividad nacionalista al candidato de la mayoría, todo esto acusa desorganización democrática.
No es menester que examinemos muy analíticamente estos fenómenos: la revolución en instantes en que el país marcha en vías de una prosperidad innegable, y cuando las propias autoridades del partido que se yergue así, proclamaron la necesidad de ir á la lucha comicial; la abstención, á raiz de haberse dictado una ley electoral avanzada con el asentimiento y el voto de los mismos representantes de aquella colectividad; la renuncia de éstos antes de haber dejado bien establecido qué ideales perseguían y qué decepciones han sufrido, en el alto cuerpo en que actuaban; la negativa á aceptar el ofrecimiento hecho á algunos conciudadanos ajenos á las disidencias actuales de partido, por las autoridades de la colectividad que asume el poder; el veto del partido nacionalista y la propia forma en que cada una de estas colectividades, fracciones y núcleos de opinión se han producido, sin orden, ni armonía, llegándose al extremo de no encontrar una fórmula aceptable por los que iban á asumir una misma actitud, no es necesario, digo, que acudamos al detalle — que na haría más que robustecer las conclusiones que emergen de los lineamientos generales — para ver con toda claridad que, á pesar de nuestras ampulosas proclamas, no estamos aún preparados para vivir plenamente la vida de las instituciones que nos rigen. Y se presenta así, de inmediato, este problema previo: ¿Es el caso de insistir en nuestro propósito de tomar una senda francamente institucional, ó debemos volver al régimen de los acuerdos y demás convenios extralegales, para asegurar la tranquilidad y la paz pública?
He ahí el dilema que de nuevo nos plantea este momento.
No puede negarse que la más alta aspiración patriótica de hoy día, es la paz. Por demás rudos y desalentadores y estériles han sido nuestros largos experimentos a base de sangre, y por demás claros y aleccionadores son los ejemplos que nos ofrecen todos los pueblos de la tierra, para que pueda cuestionarse al respecto. Los mismos caudillos que se levantaron en armas, formularon de inmediato excusas sobre su actitud guerrera, expresando que el movimiento en que estaban empeñados debía efectuarse sin derramamientos de sangre, y sin quebrantos materiales.
La paz, empero, no depende exclusivamente del partido que ejerce el poder. La paz efectiva, la verdadera paz tampoco es ni puede ser obra de la imposición de la fuerza. Se requiere también el concurso de todas las agrupaciones, porque demasiado sabido es entre nosotros, por lo menos, que en nuestra despoblada campaña puede siempre alterarse el orden, con mayor ó menor intensidad y duración, y basta cualquier convulsionamiento, para causar graves daños al país. Este sumo bien, pues, tiene que ser el resultado de un convencimiento unánime; más aún, de esta conciencia íntima: La paz es una común necesidad imperiosa; es un tesoro insuperable, como el honor y la dignidad nacional.
Sólo así podrá ser positiva y fecunda.
Hasta que este postulado no pueda penetrar en lo íntimo de las conciencias todas, siquiera sea en la de todos los dirigentes; hasta que la cultura del pueblo no haya eliminado radicalmente la violencia de entre los factores normales de acción, no seremos dignos del nombre de republicanos que tanto nos enorgullece, y la paz será un bien precario.