Un pintor uruguayo: Pedro Figari. En Marcha, n° 296, Montevideo, 24 de agosto de 1945.

Este breve artículo de Jules Supervielle fue publicado en “La Revista de Occidente” (Madrid), en febrero de 1924. Constituye una de las primeras presentaciones de Figari al público español.



Es justamente el pintor que necesitaba la América del Sur, la de una época que está desapareciendo. Figari ha venido a dar una juventud póstuma a los gauchos, a las “chinas”, a la aristocracia de “medio pelo”, a los negros, mulatos y cuarterones, todos esos tipos tan curiosos que han estado a punto de no tener nadie que recomiende su físico y sus segundas intenciones a la posteridad, olvidadiza por naturaleza. Cuando se piensa que Figari hubiera podido no existir, se tiembla retrospectivamente por la historia y la geografía, por el estilo de las costumbres, por el HUMOUR; se tiembla sobre todo por la pintura puesto que se trata de un pintor que, siendo original, ha podido ser comparado a Constantino Guys, a Daumier, a Vuillard. Ha hecho pensar asimismo en Anglada.

Este pintor nos ha venido de Montevideo, la ciudad a quien debemos escritores tan diferentes como Herrera y Reissig, Rodó, Florencio Sánchez, Javier de Viana, y también los franceses Laforgue y el Conde de Lautréamont. Figari es uno de esos “jóvenes” que han tardado más de cincuenta y cinco años en conquistar su verdadera juventud, después de mil batallas íntimas. La profesión de abogado, la falta de fortuna, ocho hijos, la ausencia de museos y de ambiente no son obstáculos ligeros para el desarrollo de una personalidad de artista. Pero nadie hay tan tenaz como Figari, tenaz como el sol en el desierto.

No habiendo podido reducir la indiferencia de sus compatriotas (hizo sin éxito ninguno una exposición en Montevideo hace algunos años), Figari tuvo que emigrar a Buenos Aires, en donde, abandonando su profesión de abogado, se puso a pintar con pasión. Entonces nacieron centenares de obras, homenajes emocionantes a recuerdos de infancia y de juventud que esperaban con una impaciencia mucho tiempo rechazada el momento de ser exteriorizados. Si Figari pareció encontrar al punto su maestría, es que a lo largo de toda su vida había hecho lentos y ciegos progresos en lo oscuro de su alma, y esto sin haber tocado casi a los pinceles.

Figari ha hecho salir de la leyenda, en la cual se agotaban, a los gauchos, con sus caballos y su melancolía, más inmensa que la pampa. Nada revela mejor las interminables distancias de América que esos cuadros de Figari en dónde las diligencias, ebrias de soledad, se hunden en las pistas desesperadas. Y a él le debemos una idea muy exacta del cielo sobre las llanuras del Sur, a las que no estorban su desarrollo árboles, colinas, rocas, aldeas, todas estas molestias. Allí, el cielo puede hacer ancha y profundamente su deber, no escuchando más que su genio. (¡Lejos estamos de los cielos de Europa, de un modelo reducido y bueno, a lo más, para hacer ilusión!).

Pero no quisiera dar una idea demasiado grave del talento de Figari. Hay también en este pintor un maravilloso humorismo. Nos ha mostrado el hombre de color sudamericano, la vida criolla, gestos, actitudes, sonrisas imperecederas…

Escuchemos a Paul Fierens, el poeta, el profundo comentador de Valéry, que ha definido también en PARIS - JOURNAL el arte de Pedro Figari, diciendo:

“Algunos franceses: Dufy, Laboureur, vuelven a dar a la “pintura de género” un brillo primaveral. Pedro Figari, de un golpe, la eleva a ese punto de perfección en que llega a ser una poesía viva y pura. Con una voz fresca se puede decir todo. Y las palabras cambian de sentido. Si decimos que el arte de Figari parece excesivamente pintoresco, bonito, encantador, champanizado, es hacerle otros tantos elogios”.

JULES SUPERVIELLE