I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Molina, Enrique - ”Prólogo” a Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Calcomanías. Losada, Buenos Aires, 1968 (varias ediciones posteriores).


En unas líneas dirigidas a Evar Méndez acompañando la carta incluida luego en Veinte Poemas -carta, por otra parte, que pareciera haber sido escrita hoy mismo- dice Girondo: “Un libro, -y sobre todo un libro de poemas- debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen”. La poesía, es verdad, no puede “explicarse”, dada la inmanencia con que usa el lenguaje. Sólo es posible exponer el sentido de un poema, según la sensibilidad del lector, seguir algunas de las significaciones contenidas en la obra de un poeta, y que de ningún modo la agotan, pues cada lector establecerá con ella una relación propia, descubrirá nuevos ecos en nuevas direcciones.

La poesía de Girondo, dijimos, tiene un impulso unánime hacia esa pendiente vertiginosa, donde se desploma a manera de catarata: su último libro, en el que todos los elementos se transfiguran a la temperatura del fuego central. Pero en esa corriente ininterrumpida pueden señalarse, sin embargo, tres momentos bien definidos. Uno inicial, que incluye sus dos primeras obras: Veinte poemas para leer en el tranvía y Calcomanías, recorrido de las formas más concretas y donde se instaura el diálogo con lo inmediato, la relación instantánea con las cosas, la experiencia de los sentidos y el mundo exterior. Otro, intermedio, situado ya a mitad de camino entre la tierra y el sueño, entre la realidad y el deseo. Han desaparecido los medios de transporte -ya innecesarios-, las cosas se someten a un conjuro, se sobrepasan o circulan irisadas por el delirio. Situamos aquí a Espantapájaros (también el único relato de Girondo, Interlunio, se ubica en esa dimensión). Y por último, la plena asunción de esa terrible intemperie del espíritu, esbozada primero en Persuasión de los días para culminar En la masmédula. Un dinamismo ascendente, en el que se irá desprendiendo como de un lastre del orden utilitario de las cosas, hasta que estas adquieren una transparencia calcinada fundidas en un único reverbero.

Los dos primeros libros de Girondo, en efecto, son dos libros de viaje, en un sentido literal: el poeta recorre el mundo, toca el nervio de los lugares, anota vivencias. En cierto sentido son realistas. Pero hay en ellos una manera particular de sacar a la realidad de sus moldes, de sorprenderla en gestos imprevistos, a tal punto que lo cotidiano adquiere una sorprendente novedad, una exaltación.

Ambos libros son el círculo invisible de un gran gesto de saludo a su alrededor, y a la vez, un espectáculo donde las cosas actúan como protagonistas. Avanzan hacia el lector con una impetuosidad desbordante, en medio de ese vasto escenario donde todo gesticula, se humaniza, se agita: “los edificios saltan unos arriba de otros” (V. 62), “las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire” (V. 65), hay góndolas “con ritmo de cadera” (V. 66), el “campanile” de San Marcos exhibe sus “falos llamativos” (V. 67), los moños ”liban las nalgas” de las chicas de Flores (V. 69), el sol “apergamina la epidermis de las camisas” (V. 73). Incluso la esencia misma de la inmovilidad, la montaña, adquiere una calidad errante: “Caravanas de montañas acampan en los alrededores” (V. 61).

Ese sentimiento de la acción y el tránsito de las cosas: “calles que suben, / titubean, / … se agachan bajo las casas” (C. 107), o “muerden los pies” (C. 107), una hélice se detiene “así las casas no se vuelan” (C. 106), nos revelará más adelante el significado latente de esa realidad: la fuga. Ese mundo del gesto y las apariencias acabará por desaparecer para dejar al desnudo la nada que ocultaba. Mientras tanto la intuición de la misma crea una óptica grotesca, de la que salta, como de un brusco cortocircuito de la corriente emotiva, la chispa ambivalente del humor, entre la agonía y el orgullo. Es este uno de los rasgos permanentes de la poesía de Girondo.

El humor es una paradójica manifestación del deseo de absoluto. Nace de una diferencia de niveles, de una desproporción. La conciencia de las posibilidades infinitas del ser en pugna con los limites de la condición humana, hace brotar ese orgullo resplandeciente, como un desafío. En Girondo el humor tiene un acento particularísimo. Un humor al que no vacilo en llamar negro -ese grado supremo del humor poético- pese a su contenido de voracidad sensual. Justamente, esa exigencia desmesurada desemboca en la fatalidad de amar sin remedio algo que jamás responde a la totalidad deseada. El humor se abre entonces como una salida de fuego de la realidad mediocre. No es una evasión, sino una puesta en juicio de esa realidad, un estado de supervigilia donde, sin embargo, el delirio circula con los ojos abiertos, en un combate sin fin con las formas impenetrables del mundo. En la obra de Girondo ese resplandor no deja de iluminar con una plenitud jocunda la insuficiencia del contorno.

Ese déficit entre el deseo y su objeto, del que nace el humor, se traduce por el sentido de lo grotesco en la poesía girondiana. Su pasión hambrienta de la existencia revela constantemente ese contenido de corrupción, de descomposición que la misma oculta en todas sus formas, y que aparece desde el primer texto de Veinte poemas:

Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas como dados,
un pedazo de mar …

A la imagen, de un dinamismo lúdico, del pueblo que juega a los dados con sus casas, responde instantáneamente la negación del mar convertido en pantano, degradado de su pureza y su inmensidad. Ese mismo tema de la exuberancia que se corrompe, como si la intensidad misma de la vida fermentara en un proceso de eterna descomposición, es una nota insistente en todo el libro: “unos ojos pantanosos, con mal olor”, “unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas” (V. 55). La mirada del público -por exceso- “apergamina la piel de las artistas” (V. 55) o el sol “ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres” (V. 62), (siempre efectos de dete-