I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Figari, Pedro: "Montevideo antiguo", en La Mañana. Suplemento semanal. Montevideo, setiembre 25 de 1927 y reimpreso en Revista Histórica. Publicación del Museo Histórico Nacional, año LXIX (2ª época), tomo XLVI, nº 136-138, Montevideo, febrero de 1975, pp. 460-465.



Montevideo Antiguo

Para LA MAÑANA. París, Agosto de 1927.

No es razón válida el alardear los progresos modernos, aun cuando nos fuesen importados de cuajo y a destiempo, escogidos con mala mano y caros todavía, para desdeñar las cosas nuestras pasadas, que fueron su origen, y que son respetables por lo menos en cuanto no hayan ido a parar tan mal, según suele ocurrir, respetables como todo cimiento. Eso es en todas partes el encanto del pasado, el mismo que nos place considerar, conmovidos, si es griego o romano, y que hace menear la cabeza en un gesto de ridículo menosprecio apenas se advierte que es nuestro.

Nuestro pasado, tan hermoso como cualquier otro, sin excluir el más pintado y esculpido, repleto de luchas e incertidumbres, como de romanticismos deliciosos; de convulsiones hondas y prolongadas, como de elegancias y de gracias; saturado de civismo y de heroísmos genuinamente másculos, basta y sobra para poner en figurillas a cualquier necio rastachero que se permite sonreír, o mirarlo según se mira una caja de baratijas de turco, ni ese mismo, por cuanto a ellos les gustan las baratijas a condición de ser importadas y de refinado mal gusto; nuestro pasado es bien digno de considerarlo, por nosotros al menos, como honroso y glorioso, antes de que esto se apliquen a descubrirlo y proclamarlo los demás. No ha desaparecido aún la racha chirle del mal gusto entre nosotros.

Mientras ellos miran extasiados el rascacielo de la Plaza Independencia, el que por fortuna no vi yo; mientras se pavonean con la estatua, el Palacio Legislativo y los demás “monumentos nuestros” -digamos así para ser monumentales-, creyendo que al mirarlos detenidamente alguien los infla por la espalda y los agigantan así que miran; mientras pasan de largo en sus autos como lores, dejando penachos de humo de bencina para los peatones, según se da una limosna de paso, nosotros, más modestos y pedestres, tratemos de construir algo de aquel semblante viejo.

Al hacer memoria, las propias visiones que nos fueron más familiares en años lejanos, una serie de imágenes se agolpan en desorden, de tal modo que se nos hace imposible ordenarlas, librados, según estamos aquí, al recuerdo más aparente.

Es en ese mismo barrio donde hoy se yergue sin saber por qué el rascacielo neoyorquino, donde nací y pasé mi primer cuarto de siglo. Ahí cerquita, en la vereda, jugaba a los trompos, a los “carozos”, y “rescates”, para lo cual nos instalábamos en la calzada, donde el tráfico, por cierto, no nos molestaba mayormente.

Dicho barrio, que se llamaba ciudad nueva, por oposición a la ciudad vieja que se contenía en el recinto de la ciudadela, era ya una avanzada de las expansiones que fueron poco a poco convirtiendo la pequeña ciudad colonial en la gran ciudad, hermosa, hermosísima, y tanto más dispuesta a verlo cuanto más se vive y se viaja. Era el Hotel Malakoff lo que ocupaba ese solar que hoy se disputa con las nubes, bien que ellas le digan: ¡Y a mí qué! … Y estaba ahí la parada de diligencias que se utilizaban para ambular por la República, comenzando por la Unión, antes de que los tranvías y el ferrocarril, que son de ayer nomás, tomasen a su cargo ese cuidado.

Frente al hotel estaba, del mismo lado en la otra esquina, la famosa Confitería de la Buena Moza, –que lo era su dueña, y no poco– enfrente el Almacén del Salvador, la Botica de Ray, según creo, la Armería del Cazador, el almacén por mayor de los Guillot, de los Rublos, de los Etchegaray, el registro de mi padre, la casa de los Trillo, de los Fernández, etc., etc.

Aquélla, según mis recuerdos, era una vida patriarcal y era difícil predecir entonces tantos cambios y rarezas. Demolido el Mercado Viejo, lo que ya cambió por completo la fisonomía urbana, quedó la Plaza Independencia como algo que parecía enorme. Se le pusieron palmeras, como si se quisiera acentuar la impresión de soledad arábiga que ya tenía, y dar la sugestión del desierto, que tampoco le faltaba, y al pasar por ahí le parecía al viandante que iba a ver camellos y caravanas, lo que por fortuna no se llegó a ver, dado que la municipalidad paró la obra.