I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Figari, Pedro: "Recuerdos añejos", en Suplemento de “Imparcial”. Montevideo, 3 de setiembre de 1927 y reimpreso en Revista Histórica. Publicación del Museo Histórico Nacional, año LXIX (2ª época), tomo XLVI, nº 136-138, Montevideo, febrero de 1975, pp. 453-460.

La reedición en la mencionada Revista Histórica, bajo el título “Analectas. Pedro Figari, memorialista”, incluye una nota de LA DIRECCIÓN, en pie de página, que se transcribe aquí al final.




Recuerdos Añejos

Hará próximamente un medio siglo, ya, que ingresaba a la Universidad Mayor de la República, según se llamaba a esta institución pomposamente. Si bien llevaba mis matrículas en el bolsillo, no me hubiese sorprendido de que alguien me hubiese dicho: “¡Cómo se atreve Ud. chiquilín, a entrar a la Universidad Mayor de la República!” Dado que era yo el más sorprendido, quizá hubiese dicho: “Disculpe, señor; me equivoqué. Yo iba a casa de un vecino”, y de ahí me hubiese ido a consultar el punto, a fin de saber a qué atenerme.

Claro que uno se va acostumbrando a todo, se familiariza y hasta “se pasa al patio”, según la frase criolla, fácilmente. Es así que en pocos días entraba yo ahí como en mi casa, y en vez de asistir a las clases, más de una vez, me iba a jugar un partido de carambola, a una sala de billar que habíase instalado alevosamente en la esquina de Maciel y Wáshington, esto es, a dos pasos de la gran escuela. No era raro, que, poco a poco, nos hubiésemos ido familiarizando también con la sala de billar, y que, de entrada, sin antes palpar los bolsillos, pidiésemos un “guindao con limonada”.

Algunos llegaban a quedarse a almorzar en el barrio, pretextando a la familia la perentoria necesidad de asistir a las clases de la tarde, y a la imposibilidad física de hacer un viaje para tomar el almuerzo en la casa propia. Cuando no era el padre, era la mamá que tomaba el pleito como cosa suya, y llegaba a conseguir de su cónyuge que se le pasaran dos o tres reales al alumno para que pudiera hacer sus estudios en regla, temeroso, el menos malicioso de ambos, de que una omisión así pudiese cortar la carrera al muchacho, al pobre muchacho. Uno de ellos iba a un fondín, después de haber perdido al billar y en guindado sus realitos, y se hacía servir un par de huevos fritos como almuerzo. No se atrevía a pedir más, porque el fondero, un italiano encantador, de una bondad insuperable, si bien estaba dispuesto a darle ese almuerzo a crédito, acaso no hubiese llegado a más. Había que ser discretos.

Este cliente, –el cual me lo ha contado–, al salir, después de ingerido su almuerzo espartano, decía:

-¡Apunte! …

Con eso se marchaba, y quedaba sonriendo el fondero, informado de la verdadera situación que le creaba el cliente, pues no era tonto.

Después de muchos almuerzos, al dar la orden de “apunte” militarmente, ya iba marchando el muchacho rumbo a la puerta, y nota que el italiano lo interpela, saca la pipa de la boca, riendo alegremente, y le dice:

-Ma don Ricardo: ¡apunte! ¡apunte! ¡apunte! ¡Mande hacer fuego de una vez! …

Y quedó riendo de la gracia.

Yo estaba matriculado en Latín, Matemáticas y Geografía. Aquello era deliciosamente patriarcal. Las clases daban la impresión de algo que se pasa en familia. Los profesores eran excelentes de todo punto de vista, y de una gran tolerancia, como si se dijesen que la primera cosa a cuidar era el encanto de la juventud y la alegría.

El doctor Garzón, y Giralt, eran los profesores de Latín. El primero, con quien me tocó estudiar y trabajar después en la Fiscalía de Hacienda, el doctor Ezequiel Garzón, es una de las personalidades más conspicuas por su preparación, su rectitud y bonhomía, que me ha sido dado encontrar. Don Adolfo Pedralbes y D. Eduardo Olascoaga eran los profesores de Matemáticas, ambos bondadosos, si bien más severos, y el de Geografía era alguien que por desgracia de familia habíase dado a la bebida. No recuerdo su nombre, pero sí que debimos ir más de una vez a buscarlo a un almacén de las proximidades, para que nos diese la clase. Él exigía que no lo acompañásemos, por temor de un tumulto, y el infeliz llegaba tristón, a darnos su clase.

Declaro que si al ingresar en la Universidad sentí no sin cierta aprehensión lo que podría llamarse un presentimiento de formal hombría, poco después iba comprendiendo que era tal cosa demasiado prematura, y cada día he ido afirmando más y más esta impresión, a fuerza de vivir. Cada vez creo más en que hay que guardar cuanto nos sea posible la juventud, la del alma por lo menos.

El edificio, rectangular, ubicado en la esquina de Sarandí y Maciel, fue un convento, y es de la época colonial. Estaba unido a la Iglesia de los Ejercicios, los que, según me dijeron, consistían en aplicarse ortigazos a la espalda, en una ronda de frailes que se desnudaban hasta la cintura: esa era la penitencia o ejercicio que había de propinarles entrada al paraíso celeste. Yo no puedo hacer una afirmación precisa y me limito a referir lo que se me dijo.

Como una consecuencia de aquel destino conventual, ofrecía el edificio un gran patio, amplios corredores, grandes salas y pequeñas celdas. Hasta no ha mucho podía verse un gran ciprés secular, dentro de su jardín. Se narraba también que estando la entrada del púlpito de la iglesia como la de los corredores de la Universidad, los muchachos habían dado bromas al cura, sacándole la escalera de acceso, mientras pronunciaba el sermón, bromas asaz pesadas.

Había un gran caudillo entre la muchachada, a la época de mis estudios: se llamaba Prudencio Vázquez y Vega, al que se escuchaba como a un hermano mayor. No sólo era muy inteligente sino de muy pobre estructura, y se había hecho querer por su gran bondad. Todos, hasta las autoridades, no ya los profesores, lo consideraban como una respetable entidad universitaria, y como una gran esperanza para el país. Era criollo, muy criollo, y recuerdo entre otros detalles, que, en la época de Latorre, cuando los representantes de la autoridad habían logrado un ascendiente extraordinario por su rigor, viendo que un celador sacaba el machete para imponerse a los muchachos, en una discusión con un naranjero, se dirigió como un tigre hacia aquél, le arrebató el machete y le dio unos planchazos que hubo de guardar el celador con el machete, así que se lo devolvió con elegancia, y hasta con sonriente cortesía, después de haber castigado su brutalidad. ¡Cómo no tomarle simpatía! Era el ídolo de la muchachada.

Había números bien pintorescos en aquella vieja Universidad. Recuerdo entre otras cosas que un estudiante imitaba de tal modo el sonido del pistón, haciendo de la mano como si fuese el instrumento, que hasta los profesores más circunspectos se detenían a escucharlo. Se comprende que tal cosa lo iba preparando para los exámenes, aunque no fuesen de música, puesto que formaba así, a su favor, una predisposición considerable a la benevolencia. Parecía hacer este cálculo: “Una de dos: o toco el pistón, y esto me quita tiempo para mis estudios, –circunstancia eximente– o dejo de tocarlo y Udes. deberán privarse de dicho solaz, a fin de poder usar de severidad para conmigo”. Claro que todos preferían oír el pistón, puesto que lo otro tanto da. Que haya uno más o uno menos, poco cuenta; lo sensible es que haya algunos que nada saben, ni el pistón y asimismo van adelante.

El Rector gozaba de un prestigio extraordinario en los claustros universitarios. Al entrar, todos quedaban como en misa, y sólo los más destacados se atrevían a dirigirle la palabra. La tertulia del Rector era constituida ordinariamente por los profesores y el secretario, doctor Enrique Azarola, que sucedió al doctor Perelló, y a veces por alguno de los estudiantes que brillaban por una u otra razón. Era la época de Batlle, Soca, Campisteguy, Domínguez, Acevedo, Martín C. Martínez, Williman, Terra (Arturo, pues Gabriel no había ingresado aún, y Duvimioso entró algo después como profesor joven, enérgico y brillante), López Lomba, Castro, Gómez Palacios, los Rodríguez, Scoseria, Guillermo Melián Lafinur, Casaravilla, Gallina!, Berro, Durán y Vida!, Herrero Espinosa, los Reyes, Ortiz, Barcia, Escudero, Pastori, Bastos, etc., que debían actuar más o menos vigorosamente en el escenario público; y la Facultad de Derecho, que funcionaba ahí mismo, nos dejaba aún ver con reverencia a Luis Melián Lafinur, Carlos M. de Pena, Ezequiel Garzón, Vidal y otros que no se ofrecen en este instante a mi memoria.Vázquez y Vega, lo mismo que Vidal, Ortiz y Santa Anna desaparecieron cuando más se esperaba de ellos.