I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


A MANERA DE EPÍLOGO

Con sólo estas notas sumarias, tomadas a escape, llenos de curiosidad y con bastante emoción, a medida que traducía el sabio Alí Biaba, no menos emocionado por cierto, no es posible hacer conclusiones ni emitir siquiera una opinión. Es por demás singular este pueblo kirio, para atrevernos a esto.

Me limitaré, pues, a expresar someramente mi «primera impresión», por lo propio rectificable.

Esto mismo ofrece no poca dificultad, pues hemos perdido contacto con la vida natural, de tal modo, que hasta nos cuesta concebirnos como elementos integrantes en la naturaleza. Se nos antoja que estamos aquí según se está en un vestíbulo, a la espera de que se nos mande pasar sin saber adónde. La mentalidad humana se encandiló con sus visiones, imaginó un reino sobrenatural, ya sea mirífico o terrible, y el hombre se ubicó en él envanecido con la idea de una falsa superioridad en la naturaleza, como ser de excepción, no por su más compleja organización, sino por su esencia misma. De este espejismo originario, como desvío cardinal, surgieron las consecuencias que estamos palpando, aun hoy, en medio de una aturdidora eclosión de conquistas científicas y de aplicaciones industriales, las que nos encandilan y jaquean en vez de consolidarnos, dado que ponen de manifiesto todas las incongruencias e incoherencias de nuestra mentalidad, y con ello las de la acción, la que debe ser reformada a cada paso de un modo serio, cuando no fundamental, y no sin formular salvedades ni sin oponer resistencias. No son los pueblos ni los hombres los que van ordenando sus progresos, para disfrutarlos; se diría más bien que son los progresos los que nos llevan hacia adelante aturdidamente, lo cual es un contrasentido.

El pueblo se siente ya y se sentirá cada día más sublevado contra las formas opresivas de gobierno. Impuestas por la suntuosidad social, generadas por el espíritu bélico, y alimentadas por una mentalidad megalomaniática, que se prestaba a hacer apologías más bien que a usar de la fusta, aun siguen encandilando a los soñadores de cepa reaccionaria.

Siendo, como es, orgánico el espíritu de emancipación, resulta ineluctable, y se manifiesta reivindicatorio en todos los sectores a la vez.

No hablemos de nuestra ciencia abstracta, que nos mantiene después de tantos siglos de ensayo en perplejidad total, y sin saber cómo conectarnos con los resultados más positivos de la ciencia humana. Se diría que en vez de afirmarnos a medida que avanzamos, nos hallamos cada vez más embarazados con nuestro bagaje mental, obligados a modificar penosamente nuestras opiniones adquiridas —no digamos convicciones, puesto que mal se aviene este concepto con la versatilidad y el bizantinismo que campea en dichos dominios. Si alguna afirmación puede hacerse sobre este punto es que las directrices fundamentales ideológicas fueron y son erróneas. De ahí la inseguridad y la confusión en que vivimos.

Nuestra posición ideológica no es firme, apta a construir, sino que, por el contrario, a medida que marchamos sentimos más que nos fallan los cimientos: esto es efecto de la inicial supuesta sobrenaturalidad, fruto de extremado egocentrismo, ilusión que los minó por la base. De ahí que todos los ordenamientos humanos, dispuestos con arreglo a esa falacia, se vean tambaleantes, cada vez más. Se advierte que en vez de un sesudo ordenamiento gregal, el humano, es un abigarrado hacinamiento lleno de posibilidades, pero infecundo, por inconsistente, o ineficaz más bien.

Una sucesión ininterrumpida de problemas sociales, morales y políticos, todos fundamentales e imprevistos, nos va despertando a la realidad cuando pensábamos haber llegado efectivamente a un alto grado de cultura, y nos despierta a una realidad insospechada, y triste, pues nos desmonta de nuestras posiciones ilusorias y nos obliga a vivir en estado de pesadilla. Quedamos a la espera de una reforma salvadora, que nos aplome y nos ordene, bien que sea utópico el pensar que la obra de nuestra organización social, que es y debe ser esencialmente de conciencia y de ecuanimidad, pueda ser alcanzada por una simple medida. Este es el espejismo que hace dar brazadas en todo sentido, alocados por esta actualidad intrincada, impotente e infeliz, a pesar de tantas conquistas.

Lo primordial, por su propia esencialidad, consiste en decidir del criterio a adoptarse, esto es, de la conciencia-guía, que es lo único que puede servirnos para salir con honor del enredo social y político en que nos hallamos sumidos, para aplicarnos a la obra básica de la organización humana integral, tan inconsultamente descuidada. Tal como se halla hoy la conciencia humana, ajena a un criterio moral firme y hasta prescindente de este factor fundamental como si fuese una simple fruslería, se comprende el desconcierto y la desazón congojosa en que vivimos, donde podemos ver prosperar por igual todas las ideas, aun las antagónicas, y nos decimos: ¿Cómo llegar por aquí a una forma orgánica y sabia de convivencia?

Preciso será ante todo rectificar nuestra conciencia.

Lo que demanda nuestro ordenamiento social es un régimen de salubricación a comenzar por la base, y una acción congruente, severa, vigilante, solidaria y sabia. Todos lo demás es un miraje inane, por vano.

Se ha pretendido hacer marchar a la humanidad por espejismos, no ya por teorías y principios como por sobre rieles, olvidando que la especie humana es organismo natural y que debe proceder como organismo, lo propio que sus células componentes que lo son también. En vez de procurarse el ritmo vital en relación al hecho, se ha pretendido imponerlo con arreglo a prejuicios y preceptos que prescinden de la realidad real, y algunos hasta la contradicen, por donde no son de sorprender las inquietudes, las violencias y desengaños corrientes. Todas estas rémoras que obstaculizan el paso a una conciencia cabal, positiva, científica, acorde con la naturaleza, dan a la vida el carácter de una ficción más que el de realidad integral, lo que es un colmo de subversiva estultez, por extravío. No queda, pues, más recurso que la escuela, para recimentar la conciencia especifica. Lo que hemos de hacer con nuestra mentalidad es lo que hacemos con las medias, que se vuelven del revés, para calzarlas mejor.

Nos atemoriza esta empresa, que, frente al planteo de los principios líricos de igualdad y libertad, habría de trastornar y convulsionar a fondo la economía social. Sin una conciencia específica, es impracticable el régimen de selección impuesto por la vida de naturaleza. Esto presupone una ética no sólo firme, sino también de muy noble cepa.

En el estado caótico en que vivimos, más que difícil resulta imposible llegar a una solución práctica, directa. Antes hay que liquidar los yerros incurridos, que no son pocos ni poco graves, los que han ido reforzando las posiciones de los antisociales, inorgánicos, acaso más que las de los que concurren a la obra de la organización. Estos se sienten cada día más inseguros, puede decirse. Nada hay más conducente que la escuela —y quizá no hay otro recurso—, si se quiere llegar a un resultado efectivo en esta tarea de rectificaciones.

Dada la premiosidad a que nos aboca la anarquía general, parece ser la escuela un medio por demás lento; pero si es la conciencia lo que es preciso recimentar, ¿qué otro recurso puede ofrecerse?

A fuerza de transgresiones sociales y políticas, morales también, y no pocas naturalmente, el hombre moderno ha llegado a trocarse en una ficha, un voto, todos por igual equiparados en cada sector partidario como si fuésemos tipos diversos de autómatas de una sola fábrica, cuando no esclavos encargados de acumular dinero penosamente, estúpidamente. Los fueros humanos más respetables han sido barridos por idealismos románticos, místicos, alocados.

El espejismo de que todos los hombres pueden ser equiparados en el ordenamiento social por mandato de la ley, prescindiendo de las aptitudes, de los merecimientos, de las aspiraciones, nos ha enfrentado a una igualdad absurda, disparatada, que riñe a cada instante con el hecho, que pretende subvertir el orden natural, sin lograrlo, afortunadamente, y es esto lo que mantiene el estado de revolución en estado latente, según ocurrió antes con los regímenes autoritarios, henchidos de arbitrariedad despótica, tiránica, de megalómanos.

No se puede impunemente, por ningún arbitrio, atentar a la realidad natural, que es orden y selección, hecho además, y, como tal, soberano, imperativo. Formar conciencia no es otra cosa que comprender la realidad natural, en la que vivimos integralmente quiérase o no, y en la que si bien podemos disfrutar de nuestro rango de elección, sólo ha de ser a condición de formar una conciencia cabal y de guiarnos por ella. Sólo por ahí tiene sentido nuestra superioridad.

La vida humana ha perdido los encantos de la vida misma, y la poesía ha tenido que conformarse en el hermetismo. La mujer repudia su condición natural y aspira a equipararse al hombre, es decir, al ser más triste de la creación, el más desorbitado. Se diría que los unos y los otros tratamos de marearnos, como los que están en capilla en espera de la ejecución; a esto se llama pomposamente vida moderna. Toda la añeja mentalidad nos va arreando en la vida hacia el infierno: la religión, la moral, la ley, la política, y con ello el propio progreso, las medidas fiscales, municipales, policiales, todo se va entenebreciendo sin dejarnos ver siquiera un claro promisor. Por doquiera se advierte un esfuerzo ciclópeo, mas no auspicioso, sino dispuesto más bien a impedir un derrumbe, se diría, o a contener las aguas de un río en desborde, dispuesto a arrollarnos. No es un esfuerzo hecho para consolidar y mejorar nuestras posiciones, no, pues fuera de no ser firmes, son bien poco halagadoras, y eso que nos hemos podido acostumbrar a ellas. Es que nuestro ser, como natural, nos incita a adaptarnos a la vida de naturaleza, en tanto que nuestra mentalidad, arbitraria, puja para desprendernos.

Es la bancarrota de nuestra mentalidad, de nuestra civilización donde sólo asoma como elemento salvador: la ciencia experimental, augusta.

A todo se ha apelado y se apela en el esfuerzo escolar, a la instrucción, al recurso; y se omite lo esencial: la conciencia, que es lo único que puede resolver el problema individual cuanto el social, honorable y eficazmente.

De otra parte, las más viejas creencias gratuitas, las más infecundas, pretenden aun hoy regir el proceso natural humano, orgánico, ineluctable, ineluctablemente orgánico, y, como un lujo de inteligencia, se las quiere sobreponer al juicio, a las comprobaciones de la ciencia experimental, a un mayor conocimiento de nuestro ambiente que es y no puede ser otro que la naturaleza. De ahí esta crisis total de la civilización humana en pleno apogeo de conquistas materiales y recursos, no ya de conquistas espirituales, además, que no pueden prosperar ni depararnos una mayor emancipación mental por cuanto nos sentimos aún esclavizados por las visiones pretéritas, coactos. Es tan profundo el cúmulo de errores, prejuicios y convencionalismos incrustados en la mente humana, todos tendientes a exonerarnos de nuestra condición efectiva, como si ella fuera inferior a su misma realidad soberana, que vivimos aún vergonzantes en nuestra realidad real, y altaneros en nuestra ficción mental: es lo absurdo.

Quisiéramos desembarazarnos de todo eso para ver claro, y nos asalta el temor de que al ver lo que hay de cierto lo hayamos perdido todo.

Por manera que, con arreglo a nuestra mentalidad, si nos atenemos a lo que tenemos y a lo que debemos, vale decir, a «lo que es», nos quedamos sin nada: no puede ser más desamparado el sesgo de dicha mentalidad. Resultaría que lo que hay de mejor y más cierto en la vida son las ilusiones, o sea el engaño, cosa que implica la aberración. No es pequeño el desvío, para que no debamos temer las consecuencias.

El aturdido empirismo director, que comenzó por desconocer la preeminencia de la necesidad orgánica, ésa, esencial, fué conduciendo hacia las formas arbitrarias, y, a fuerza de andar, nos hemos habituado a adorar el recurso en sí. De esta suerte hemos llegado a considerar sin sublevarnos dentro de nuestra «civilización y cultura», las mayores subversiones, los más atroces atentados y monstruosidades. Sin que los parisinos hubiesen asado todavía para comer a un solo berlinés, amanecía el famoso Bertha lanzando bombas mortíferas sobre París, y las naciones y los hombres se hallaban más sorprendidos por la proeza técnica que por la barbarie de dicho gesto, lo que sobrepuja toda otra obliteración moral.

Es que, de antiguo, con ofuscación más que salvaje estulta, se admiró la hazaña técnica sin atender a la procedencia de la necesidad o aspiración a que accedía, y ahí, en esa falsa ruta, se edificó nuestra mentalidad. Ese es el escollo donde damos testaradas, mientras la vida humana perdió sus mayores y mejores encantos. En otras palabras, es la más descarada amoralidad.

Podemos estar contentos los americanos al comprobar que nos es más fácil reconquistar aquellos bienes. Al pertenecer a una modesta y sencilla familia criolla (lo que no es chica ventaja), una familia que no tiene ni quiere enredos con los de al lado, ni con los de enfrente, ni los demás del barrio humano, nos es posible vivir como es debido. Lo otro es puro quebradero de cabeza, cuando no algo peor, lo propio catastrófico.

La vida plena, espontánea; la vida natural nobiliaria, digna; la conciencia específica; la verdad complexiva, comprobable, son bienes de que deseamos disfrutar los de América, para no tener que consolarnos con el paraíso artificial. ¡Dónde están el peliandro y las guitarras kirias, con su ingenuo y sano sonar pastoril, y las pipas perfumadas!…

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