En el barrio latino. Manuscrito preservado en el Archivo General de la Nación del Uruguay (AGN).
En el barrio latino
En este barrio de las escuelas y facultades, de los estudiantes por lo mismo, que preside el Panthéon, severo, rodeado de la iglesia de Santa Genoveva, arcaica y hermosa, lo propio que la biblioteca del mismo nombre, que está a su lado, coronando la plaza en cuyo centro se yergue el aludido edificio destinado a guardar los despojos de los grandes hombres por la patria reconocida, hay algunas casas de comida que uno se pregunta cómo pueden dar de comer por tan poco dinero.
Los estudiantes, especialistas en arbitrios sorprendentes, descubren siempre las más baratas, y si algún manjar resulta duro, lo reducen riendo, contentos, parleros, sabios – sabios acaso más que cuando les den un diploma cualquiera.
Estoy almorzando solo en una mesa que tiene tres cubiertos, y un anciano, con su hijo, probablemente, toman asiento a mi lado, no sin antes preguntarme cortésmente si están libres aquellos cubiertos sobrantes.
Son franceses, y apenas se les observa se advierte que están ambos contraídos por la enfermedad que llamaremos del franco. Silenciosos, se miran, cambian las frases indispensables para disponer su modesto almuerzo, y comen al propio tiempo que el papá, diremos, mira de cierta manera, de una manera que tiene de desconfianza y de sorna, y el hijo lee el diario y toma apuntes, no sin echar miradas que semejan las de los focos navieros exploradores de la noche.
Yo hubiera querido entablar conversación con ellos, para expresarlas la gran simpatía que tengo al pueblo francés, pero ante aquella actitud reservada, no me atrevo. Me han filiado como extranjero, seguramente no tanto como la libra y acaso sí como el dólar; y esto les hace cosquillas, con toda razón.
Estábamos en esto, cuando se acercan tres norteamericanos, hablando bastante fuerte su lengua, miran el menú que es costumbre poner a la entrada para prevenir a los clientes, y entran. Padre e hijo se miraron de una manera tan expresiva que dejó adivinar la serie de comentarios que han de hacerse acerca de la desigualdad que rige en la ciudad luz entre indígenas y forasteros. Y han de sonreír agrio cuando ven la famosa leyenda que estamparon los revolucionarios líricos de 1789 en los edificios públicos ¡qué decepción sufrirían los que ofrecieron sus cabezas a tan hermosas quimeras!…