Nuestro sentimentalismo
Para poder sustraernos á las reglas usuales de convivencia, y á fin de cohonestar tamaño desvarío, hemos apelado á un original sentimentalismo, pretendiendo establecer que este pueblo es una excepción en el orbe, es decir, que no somos como todos los demás pueblos de la tierra, un pueblo, sino más bien una sola y gran familia. ¡Y eso que nuestras estadísticas acusan una asaz respetable cifra de luchas internas tenaces y sangrientas!… Verdad que las cuestiones de familia, son las peores.
Por poco que meditemos, se ve claro el engaño. ¿Por qué hemos de ser nosotros más que otro pueblo alguno, una sola familia y no una agrupación social y política, como todas sus congéneres?
El pueblo francés, el inglés, el ruso y el mismo pueblo multimillonario chino, todos están constituidos, cada cual por una raza más ó menos homogénea, con tradiciones más ó menos comunes y seculares, y con vinculaciones y solidaridades las más estrechas. Y si hemos de analizar, debe advertirse en contra de nuestra peregrina tesis — hecha carne en la conciencia pública — que nuestra población es cosmopolita, antes bien, muy cosmopolita, y que sus tradiciones así como sus vinculaciones sociales y políticas son de muy corta data. Tal vez hayan pocos pueblos en la tierra que tengan menos razón para considerarse una sola y única familia — hoy día, por lo menos — y si es así ¿por qué hemos de reputarnos una excepción, con desconocimiento de tan claros antecedentes? ¿Hay en ello alguna ventaja? ¿Es más ambicionable acaso ser una familia, que una nación?
De todos los sentimentalismos, el peor es sin duda el sentimentalismo político; y á medida que se avanza, este resabio va siendo cada vez más ridículo.
Por otra parte, si bien se medita, es casi una anomalía mayor aquí que en otro país más secular, que se nos haga cifrar nuestro orgullo nacional en nuestras cortas y aún confusas tradiciones, aunque contemos con páginas tan bellas como la de la Defensa, cuando deslumbra el alborear de las nuevas ideas, que puede trocarnos en un gran pueblo, sino en pueblo grande. Sacrificar á los choques tradicionales y á pruritos rancios nuestras más robustas energías; comprometer el presente, ya auspicioso, y el porvenir que no puede ser más halagador, si sabemos prepararlo; envanecernos al entrar en el siglo de la aviación que trata de transformarlo todo, envanecernos, digo, con la aspiración regresiva de una forma patriarcal de gobierno, todo esto es desconcertante como el absurdo, y nos desorbita cada vez más.
Si queremos avanzar, no lo hagamos con la cara vuelta hacia atrás, sino mirando y fijando los rumbos promisores del porvenir. No demos el tristísimo y desalentador ejemplo de menospreciar los dictados de la ciencia, en los instantes mismos en que va solucionando los problemas más vitales, y cuando tanto se espera de ella.
Las declamaciones sentimentales en una era de progreso positivo como es ésta, nos retardan en nuestros acceso, y nos humillan. Seamos concientes de que si no es ya un bien inmenso, puede serlo el preparar este continente para el culto de los progresos, antes que como refugio de las rutinas que desechan las viejas sociedades, á golpes.
Si es verdad lo que proclama el nacionalismo, es fácil trasplantar la lucha desde el campo de la violencia al campo de la discusión provechosa, fecunda; y entonces sí podremos llegar al desideratum de la rotación de los partidos en el poder.
Para ello bastará que reemplacemos los impulsos sensitivos por los procedimientos científicos, prestigiados en todas partes. Hay que comprender de una vez que el gobierno debe hacerse con la cabeza, y no con el corazón. Y sobre todo, debemos exponer leal y claramente nuestros anhelos. Todas las ideas y aspiraciones legítimas son respetables, pero hay que convenir en que son tanto más respetables cuanto más concreta, franca y sinceramente puedan ser expuestas. Las nebulosidades son detestables en buena política.
Sólo aquellos que no tienen ideales capaces de ser exhibidos y sometidos á exámen, pueden rehuir la discusión. Los demás deben exponer sus ideas llanamente, sin reticencias. ¿Nos falta acaso carácter para proclamar en alto nuestros más íntimos anhelos? ¡Adviértase que el silencio en tal caso, implica nuestra propia condenación íntima!…
Pero, sea como fuere, debe reconocerse que si nuestras discordias no tienen un carácter fundamental, es doblemente imperdonable que por ellas se perturbe al país, puesto que no tienen un interés nacional; y en una época en que tienden cada vez más á predominar las ideas sobre las pasiones, es insensato encender pasiones para ahogar ideas.