I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Recuerdos añejos.Texto mecanografiado con correcciones manuscritas (preservado en el Archivo General de la Nación), en el que consta la siguiente anotación:

Remitida a Don Eduardo Ferreira
Director de El Imparcial
5 agosto de 1927.

Recuerdos añejos

Hará próximamente un medio siglo ya, que ingresaba a la Universidad Mayor de la República, según se llamaba a esta institución pomposamente. Si bien llevaba mis matrículas en el bolsillo, no me hubiese sorprendido de que álguien me hubiese dicho: “¿Cómo se atreve Vd, chiquilín, a entrar a la Universidad Mayor de la República!”. Dado que era yo el más sorprendido, quizá hubiese dicho: “Disculpe, señor; me equivoqué.Yo iba a casa de un vecino”; y de ahí me hubiese ido a consultar el punto, a fin de saber a qué atenerme.

Claro que uno se va acostumbrando a todo, se familiariza y hasta se pasa al patio, según la frase criolla, fácilmente. Es así que en pocos días entraba yo ahí como a mi casa, y en vez de asistir a las clases, más de una vez, me iba a jugar un partido de carambola, a una sala de billar que habíase instalado alevosamente en la esquina de Maciel y Washington, esto es, a dos pasos de la gran escuela. No era raro, que, poco a poco nos hubiésemos ido familiarizando también con la sala de billar, y que, de entrada, sin antes palpar los bolsillos, pidiésemos un “guindao con limonada”.

Algunos llegaban a quedarse a almorzar en el barrio, pretestando a la familia la perentoria necesidad de asistir a las clases de la tarde, y a la imposibilidad física de hacer un viaje para tomar el almuerzo en la casa propia. Cuando no era el padre era la mamá que tomaba el pleito como cosa suya, y llegaba a conseguir de su cónyuge que se le pasaran dos o tres reales al alumno, para que pueda hacer sus estudios en regla, temeroso, el menos malicioso de ambos, de que una omisión al respecto pudiese cortar la carrera al muchacho, al pobre muchacho. Uno de ellos iba a un fondín, después de haber perdido al billar y en guindado sus realitos, y se hacía servir un par de huevos fritos como almuerzo. No se atrevía a pedir más, porque el fondero, un italiano encantador, de una bondad insuperable, si bien estaba dispuesto a darle ese almuerzo a crédito, acaso no hubiese llegado a más. Había que ser discretos.

Este cliente –, el cual me lo ha contado –, al salir, después de ingerido su almuerzo espartano, decía:

– ¡Apunte!

Con eso se marchaba, y quedaba sonriendo el fondero, informado de la verdadera situación que le creaba el cliente, pues no era tonto.

Después de muchos almuerzos, al dar la orden de “apunte”, militarmente, ya iba marchando rumbo a la puerta, cuando el italiano se saca la pipa de la boca, riendo alegremente, y le dice:

– Ma don Ricardo: ¡apunte! ¡apunte! ¡Mande hacer fuego de una vez!…

Y quedó riéndose de la gracia.

Yo estaba matriculado en Latín, Matemáticas y Geografía. Aquello era deliciosamente patriarcal. Las clases daban la impresión de algo que se pasa en familia. Los profesores eran excelentes, de todo punto de vista, y de una gran tolerancia, como si se dijesen que la primera cosa a cuidar era el encanto de la juventud y la alegría.

El doctor Garzón, y Giralt, eran los profesores de Latín. Al primero, con quien me tocó estudiar y trabajar después en la Fiscalía de Hacienda, el doctor Manuel Garzón, es una de las personalidades más conspicuas por su preparación, su rectitud y bonhomía que me ha sido dado encontrar. Don Adolfo Pedralbes y don Eduardo Qlascoaga eran los profesores de Matemáticas, ambos bondadosos, si bien más severos, y el de Geografía era alguien que por desgracias de familia habíase dado a la bebida. No recuerdo su nombre, pero debimos ir más de una vez a buscarlo a un almacén de las proximidades, para que nos diese la clase. Él exigía que no lo acompañásemos, por temor de un tumulto, y el infeliz llegaba tristón a darnos su clase.

Declaro que si al al ingresar a la Universidad sentí no sin cierta aprensión lo que podría llamarse un presentimiento de formal hombría, poco después iba comprendiendo que era tal cosa prematura, y cada día me he ido afirmando más y más en esta impresión, a fuerza de vivir. Cada vez creo más que hay que guardar cuanto nos sea posible la juventud, la del alma por lo menos.

El edificio, rectangular, ubicado en la esquina de Sarandí y Maciel, fue un convento, y es de la época colonial. Estaba unido a la Iglesia de los Ejercicios, que según me dijeron consistían en aplicarse ortigazos a la espalda, en una ronda de frailes que se desnudaban hasta la cintura: ésa era la penitencia o ejercicio que había de propinarles su entrada al paraíso celeste. Yo no puedo hacer una afirmación precisa, y me limito a referir lo que se me dijo.

Como una consecuencia de aquel destino conventual, ofrecía el edificio gran patio, amplios corredores, grandes salas y pequeñas celdas. Hasta no ha mucho podía verse un gran ciprés secular dentro de su jardín. Se narraba también que estando la entrada del púlpito de la iglesia en uno de los corredores de la Universidad, los muchachos habÍan dado bromas al cura, sacándole la escalera de acceso mientras pronunciaba el sermón, bromas asaz pesadas.

Había un gran caudillo entre la muchachada a la época de mis estudios: se llamaba Prudencio Vasquez y Vega, al que se escuchaba como a un hermano mayor. No solo era muy inteligente sino muy generosamente estructurado, y se había hecho querer por su gran bondad. Todos, hasta las autoridades, no ya los profesores, lo consideraban como una respetable entidad universitaria, y como una gran esperanza para el país. Era criollo, muy criollo, y recuerdo, entre otros detalles, que en la época de Latorre, cuando los representantes de la autoridad habían logrado un ascendiente extraordinario por su rigor, viendo que un celador sacaba el machete para imponerse a los muchachos en una discusión con un naranjero, se dirigió como un tigre hacia aquel, le arrebató el machete y le dio unos planchazos que hubo de guardar el celador con el machete, así que se lo devolvió con elegancia, y hasta con sonriente cortesía, después de haber castigado su brutalidad. ¡Cómo no tomarle simpatía! ¡Era el ídolo de los muchachos!