I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Figari, Pedro: "Una mañana en la Avenida de las Acacias", París, junio de 1926. En La Nación de Buenos Aires.

UNA MAÑANA EN LA AVENIDA DE LAS ACACIAS

Amaneció sonriente el día de hoy, después de una serie de días grises y lluviosos que desesperan a los trasnochados cultores de la primavera, de esa primavera que no he llegado a conocer aún, tal como la pintan, a pesar de contar con tantas ya. Una señora argentina, muy inteligente, me decía ayer mismo:

-Ríase usted del cuento de la primavera . . . Este tiempo feo es lo que yo he visto siempre . . .

-¡Cómo, también aquí! . . .

-Sí, en París; he pasado muchos años aquí y siempre es lo mismo. Lo que cuentan de la regularidad de las estaciones y de la tibia y paradisíaca primavera es pura fantasía . . .

Esta mañana, sin embargo, como era un tiempo radioso, transparente y tibio, me resolví a dar un paseo por la célebre Avenida de las Acacias, en el maravilloso Bois parisiense. Tomé el Metropolitano y en pocos minutos me encontré en el sitio de mi destino. Eran las 11; estaba hermosa y luminosa la mañana. No tuve tiempo de pensar que mi amiga exageraba, cuando empezó a ponerse gris el cielo y a chispear. Le restituí inmediatamente toda mi confianza, tanto más cuanto que los días anteriores venían acumulando legajos y legajos probatorios de su afirmación juiciosa, de persona que no se marea con lucubraciones poéticas, ni mucho menos con las románticas.

Como quiera que sea, estoy contento de haber visto ésa, de entre las tantas fisonomías que ofrece el Bois a sus visitantes: la de la mañana de hoy.

El paseo significa un desfile elegante, un pequeño corso a la usanza de los antiguos nuestros, con la particularidad de que se ven más jinetes de ambos sexos, que carruajes, y más carruajes que automóviles. No hay aglomeración, felizmente, y digo así porque nada es más desagradable que entrar en aglomeraciones humanas, donde todo se pierde, hasta el sentido de la realidad. Allí van pasando, como siempre, por parejas los jinetes y amazonas, por su pista, en tanto que, por la calzada, van los carruajes y automóviles, pocos automóviles y, por las sendas laterales extremas, los peatones.

Lo primero que salta a la vista es la pluralidad de indumentarias, que es lo natural y lógico, y no esas repeticiones del mismo traje que se estila en los países de imitación y que da a estos corsos el carácter de procesiones de una congregación cerrada. Tanto en colores como en cortes, cada cual adopta lo que más le agrada, y se llega así a un resultado entretenido, según lo es siempre la variedad. Se llega también a otro resultado, y es éste: que, cada cual, como lo tiene bien meditado, emplea el color y el corte que más con viene a su persona, de modo que la ostenta de la mejor manera posible. ¡Que vengan a pontificar los cronistas mundanos de mis tiempos! . . . Se les acaba el tabaco, como dicen los criollos, en la primera partida.

Hasta en la manera de andar, cada cual usa la que cuadra mejor con su silueta, y no que sea hecho esto para entretenernos a nosotros, los que pagamos 40 céntimos de franco para sentarnos en un sillón a mirar, sino para su propia satisfacción personal, para salvar su decoro del modo que lo entienden mejor.

Los caballos de tiro son braceadores, ágiles, briosos por coquetería, y parecen saber a conciencia su verdadera misión, que es de elegancia y nada más. Se ven faetones guiados por una chica o un viejo, y los lacayos van sentados atrás, rígidos, graves, rituales, seguros de que se está consumando en aquel instante el más hondo y trascendental de los hechos humanos. Los caballos de montar, en cambio, son sencillos, serios, tranquilos, y cumplen su misión, que consiste en cuidar a sus jinetes. Parecen estar solícitamente ocupados en moverse de modo que aquéllos no puedan caer. Alguno, impaciente, hace una mínima cabriola, siempre con cuidado, y mirando al jinete, sea hombre o mujer, para acudir a restablecer su equilibrio en caso de que pudieran perderlo con tan pequeño motivo. Algún mail-coach, a dos yuntas de caballos, que a fuerza de ser “pintores” parecen pintados, con un lacayo de pie, el que, de trecho en trecho hace sonar el cuerno de caza a manera de bocina, de bocina triunfal.

Al ver este desfile, yo me decía: ¿qué diría un gaucho, uno de los gauchos nuestros, si estuviera aquí?

Lo primero que habría de decir, disimulando una sonrisa zumbona, y aun despectiva, es: ¡puro extranjero! . . . De seguro que habría de llamar su atención, esta forma de andar, de andar a caballo. Las mujeres enhorquetadas como hombres, y los hombres, echados hacia adelante, estribando corto, y haciendo un movimiento rítmico, inquieto, que habría avergonzado hasta al último de nuestros centauros, los que se acomodan al caballo en actitud dominante, y no como aquí, donde parece que estuvieran examinando la punta de las orejas del mancarrón para saber lo que han de hacer.

Los caballos de andar, todos afrentados: tuces al ras, y el rabo pelado, el que llevan generalmente en alto, como si dijeran: ¿qué les parece? ¡cómo me han dejado! . . .

Y no son pocos los sudamericanos que forman en este desfile, como los demás.

Si aquí, en este des me canónico, apareciera un jinete de los nuestros en un redomón, de cola atada, y con uno de esos aperos que son un Potosí, tengo la seguridad de que todo el mundo se detendría a mirar y a admirar; y no pasaría mucho tiempo sin que se empezara a imitarlo. Sólo habría que esperar a que los caballos echaran cola y crines, para tuzarlos en forma. Tendría esto tanto prestigio como el tango, por lo menos, y, de tiempo en tiempo, se podría ver una buena doma, quizá coronada la fiesta con un buen asado con cuero y una media caña o un pericón con relaciones. Esto, en el Bois, sería un encanto.

Y estas fiestas serían cada vez más criollas y cada vez más elegantes.

PEDRO FIGARI

PARA “LA NACIÓN”

PARÍS, junio de 1926