Ardao, Arturo - Figari y sus prologuistas Delacroix y Roustan, 1964
FIGARI Y SUS PROLOGUISTAS DELACROIX Y ROUSTAN
I
No es a Figari pintor con el también pintor Delacroix, Eugenio -dos grandes maestros del color- que se trata aquí de relacionar; sino a Figari filósofo, con el también filósofo Delacroix, Henri. En su calidad de estudioso de los problemas estéticos, prologó éste la primera edición francesa de Arte, estética, ideal, publicada en París en 1920. Circunstancias históricas y doctrinarias de interés rodean ese vínculo.
Cuando dicha publicación tuvo lugar, Figari no era todavía, ni para los franceses, ni para los rioplatenses el célebre pintor que llegaría a ser poco después. Delacroix, que tanto se interesó por las ideas y observaciones estéticas de los grandes artistas, lejos estuvo de imaginar que tal era el caso de la obra que tenía delante. Para él, Fi gari era sólo un “abogado de Montevideo y ex-Director de la Escuela de Artes y Oficios de esta ciudad”, que en aquel libro había resumido “sus largas reflexiones filosóficas”. Muy distinta iba a ser la situación del prologuista de la segunda edición francesa, en 1926, Desiré Roustan: la deslumbrante revelación pictórica de Figari, no sólo en el Plata, sino en el mismo París, se había producido ya; de ahí que su prólogo tuviera por tema, precisamente, la re lación entre el arte y las doctrinas de aquél.
Delacroix se acercó al libro de Figari a raíz de habérsele pedido “algunas palabras de introducción”, seguramente por la “Agrupación de Universidades y Grandes Escuelas de Francia para las relaciones con la América Latina”, que fue la institución editora. Al hacerlo, elogió diversos aspectos, omitiendo señalar sus discrepancias, que en algunos puntos debieron, sin embargo, ser grandes, si se recuerda cuáles eran sus orientaciones personales. Es otra diferencia con Roustan, quien llegó al libro por el profundo interés que le despertaron tanto los cuadros como la conversación personal de Figari; de ahí la espontaneidad admirativa de su prólogo, escrito desde una posición filosófica afín al pensamiento figariano.
Henri Delacroix, nacido en 1873 y muerto en 1937, era ya en 1920, cuando prologó a nuestro Figari, una figura de relieve en los medios filosóficos franceses. Desde principios del siglo había publicado estudios de doctrina, historia y psicología del misticismo, como Misticismo especulativo en Alemania en el siglo XIV y Los grandes místicos cristianos, y hacía poco había visto la luz su trabajo sobre La psicología de Stendhal. Fue después de aquella fecha, sin embargo, que aparecieron sus obras principales, como La religión y la fe (1922), El lenguaje y el pensamiento (1924), Psicología del arte (1927), Las grandes formas de la vida mental (1934). Inmediatamente posterior a aquella fecha es también su participación con diversos estudios en el Tratado de psicología dirigido por Georges Dumas (1923); poco antes de morir alcanzó a preparar sus colaboraciones para la misma obra en su forma de Nuevo Tratado.
Atendida su actitud filosófica respecto al sentimiento religioso, y en particular al misticismo cristiano, no pudo compartir el clima naturalista de la obra de Figari, que se coronaba con una crítica del cristianismo, colocada a modo de apéndice en la traducción francesa. Pero tampoco pudo compartir sus tesis centrales sobre el arte y la belleza, aunque destacara algunas de las que llamó “numerosas e interesantes sugestiones de esta teoría estética”. Así, la “concepción biológica del arte” y los “excelentes análisis de la emoción estética”, en cada uno de cuyos aspectos señaló las directivas generales.
En las dos versiones de la obra de Dumas, escribió Delacroix el capítulo dedicado al sentimiento estético, como primera autoridad que era, sobre el punto, en la psicología francesa de la época. Sus estudios y reflexiones en la materia aparecen por otro lado, ampliados y sistematizados en su difundida Psicología del arte. Le da remate a ésta un conjunto de conclusiones donde aborda de manera directa, para hacer su definición personal, algunos problemas estéticos capitales. Puede verse allí, mejor que en otra parte, sus divergencias con Figari.
Las dos primeras cuestiones que ataca son las de las relaciones entre el arte y la utilidad y entre el arte y la ciencia. Cuestiones centrales en la estética de Figari, en ambas había sostenido éste una tesis monista radical. Por más que haga concesiones, Delacroix se atiene a los dualismos clásicos. Es una consecuencia de su disposición inicial a circunscribir el concepto de arte al tradicionalmente llamado arte bello.
“El arte vuelve la espalda a la vida práctica, a las preocupaciones utilitarias”, dice, conforme al punto de vista corriente. Aun respecto a las bellas artes, no era ésa la idea de Figari, porque ensanchaba la noción de utilidad, al ensanchar desde su posición biologista, la propia noción de necesidad orgánica o vital.
“No podría imaginarse ni un minuto -añadía Delacroix- que el arte se reduzca a la utilidad, porque ella le haya auxiliado en su desarrollo. No es expresión de la necesidad de vivir”. Parece responder directamente a Figari, de quien había dicho al prologarlo: “El autor desarrolla del principio al fin una concepción biológica del arte, que saldría de las exigencias vitales y que sería un medio de la inteligencia, destinado -como todas las artes- a satisfacer las necesidades y las aspiraciones del organismo.” Sin embargo, había dicho a continuación: “Esta tesis es presentada con amplitud, y para prevenir la objeción que no dejarían de hacer de inmediato numerosos estéticos de hoy, el autor muestra con vigor que el juego no es un artículo de lujo, sino un arte aplicado a servir las necesidades secundarias, sucesivas y progresivas del organismo, las subnecesidades como él dice”.
Esas necesidades secundarias, sucesivas y progresivas del organismo, en el sentido figariano, recordadas por el propio Delacroix, dejan muy atrás, por cierto, la estricta “necesidad de vivir” a que él alude al exponer su punto de vista personal. Por eso la utilidad, incluso en su significación biológica, tenía para Figari un alcance mucho mayor, y por eso, también, no resultaba extraña, ni mucho menos hostil, al concepto mismo de arte. Lejos de “volver la espalda” a la vida práctica, como sostiene Delacroix, el arte es a su juicio una dimensión calificada de la propia praxis.
Se diría que también pensaba en Figari cuando en las mencionadas conclusiones de su Psicología del arte, publicada al año siguiente de la segunda edición francesa de la obra de aquél, Delacroix abordaba en seguida las relaciones entre arte y ciencia. Con plena conciencia de quebrar con ello toda la tradición al respecto, el filósofo uruguayo había sostenido su identificación. “Lo único que parece ya consagrado -decía- es que todo lo que se refiere a la ciencia está fuera del campo artístico, y si lográramos demostrar que no es así, quedaría comprobado lo que hemos dicho antes, o sea que el arte es un medio universal de acción y que se ofrece como un mismo recurso esencial, en todas las formas deliberadas de la misma”. Delacroix, por su parte, se aplica a hacer el rechazo expreso de tal identifcación.
Es notable, no obstante, su preocupación por dejar constancia de todo lo que aproxima a ambos términos. “El saber en todas sus formas, es creación [ … ] la ciencia es artificio, fabricación y creación”. De ahí su “parentesco con el arte”. Y a la inversa: “La inteligencia trabaja, talla y mide en el arte como en la ciencia. Por eso la obra de arte tiene mucha analogía con la obra científica”. Si esas ideas van en la línea de Figari, todavía más las que siguen: “Por ello la ciencia nos proporciona la impresión de la belleza. Y hasta un cierto aspecto de belleza natural, que no aparece más que por la ciencia, pues ella descubre un orden del mundo que la sensibilidad no alcanza”. Pero todo esto no es para Delacroix más que la formulación de simples “reservas” o salvedades a la radical. diferencia de naturaleza entre ciencia y arte, que Figari, en cambio, abolía.
Parentesco, analogía, sí, a su juicio: mas no comunidad de esencia: el arte pone en valor el orden de la cualidad sensible y afectiva, del que la ciencia aspira a desembarazarse por el simbolismo intelectual de su sistema de relaciones precisas. Hecha así por Delacroix la distinción entre ciencia y arte, resultaba más descriptiva que explicativa, se movía más en el plano de la apariencia que en el, del fundamento, de acuerdo con el convencionalismo tradicional. La impugnación, por implícita, por tácita que fuera, de la tesis de Figari, exigía otro enfoque. Describir una vez más aquel obvio dualismo ofrecido por la experiencia inmediata, no era recimentarlo del punto de vista ontológico.
Sólo dos años antes, en 1925 -trece después de la primera publicación de la obra de Figari- había dicho Dewey que por mucho tiempo “será en gran medida profética la tesis de que la ciencia es arte”, de la que, sin noticia del pensador montevideano, creía ser entonces el primer sostenedor. Se tratara o no de profecía, era, sin duda, una verdadera heterodoxia estética engendrada por el pensamiento naturalista. No podía aceptarla Delacroix, de filiación clásica idealista en este campo, en la línea que arrancaba de la kantiana Crítica del juicio.
II
Nacido en 1873, Desiré Roustan falleció en 1941, el mismo año que Henri Bergson, su lejano maestro del Liceo Enrique IV, cuyas grandes, inspiraciones doctrinarias siguiera después. Como al de éste, entristeció su final la caída de Francia. Apenas llevada a cabo la liberación, sus principales escritos fueron reunidos. en un volúmen titulado La razón y la vida. Dando testimonio definitivo de sus calidades de humanista y filósofo, vió la luz en 1946, con estudio preliminar de A!mando Cuvillier, en una colección de filosofía contemporánea dirigida por Emilio Bréhier.
En vida Roustan sólo había dado a la estampa dos Libros, ambos de intención pedagógica: un curso de Psicología excelente en su carácter y para su época (la primera edición es de 1911 aunque fue a fines de la década del 20 que se le empezó a usar en nuestra enseñanza, y todavía posterior su traducción al español); y un ensayo sobre La cultura en el curso de la vida, del que se ha dicho con razón que es “una verdadera pequeña obra maestra de espíritu, de fineza y de buen gusto”. Lo más significativo del punto de vista filosófico lo había dispersado en revistas, conferencias e introducciones a textos clásicos, de cuyo conjunto constituyó una selección el volumen póstumo de 1946. El título aspiraba a expresar la constante preocupación del autor por las relaciones entre la razón y la vida, desde un brgsonismo de acento personal, afanado por disipar la nota antiintelectualista, por preservar a la razón sin dejar de aproximarla a las realidades vitales.
Más que de psicología, a la que hay una tendencia escolar a referir el nombre de Roustan por la asociación que ha impuesto su difundido curso (primera parte, tan sólo de un tratado completo de filosofía que no alcanzó a publicar), se trata allí de gnoseología, lógica, meta- física, moral y filosofía de la religión, dominios a los que se orientó en su madurez su conciencia filosófica: “La evolución del racionalismo”, “La ciencia como instrumento vital”, “Deducción e inducción”, “¿Ha hecho Bergson el proceso de la inteligencia?”, “La moral de Rauh”, “El drama de la metafísica cristiana”, “El Tratado del amor de Dios de Malebranche y la querella del Quietismo”.
En su citado estudio preliminar, recordando las producciones de Roustan, menciona también Cuvillier “una introducción al Ensayo de filosofía biológica del pintor argentino[sic] Pedro Figari, a quien había conocido cuando su gira de conferencias en América del Sur, y de quien analiza las concepciones biológicas, tan próximas de las suyas propias, la teoría de la emoción estética y las tendencias panteísticas”. Se refería al trabajo que sirvió de prólogo a la segunda edición francesa de Arte, estética, ideal, título éste de la edición española de la obra de Figari y conservado en la primera francesa, que pasó entonces a ser subtítulo, reemplazado por aquél.
Lo escribió como espontáneo resultado de una triple sucesiva admiración: por el arte, por la persona y por la filosofía de Figari. En 1924, en ocasión de una prolongada estada en la Argentina en misión universitaria, visitó en la galería Witcomb una exposición de Figari, de las primeras que realizaba éste en Buenos Aires. La revelación de aquella obra lo condujo a frecuentar el taller del pintor, en quien encuentra con sorpresa -como le acontecería más tarde a Ortega y Gasset al conocer a Figari en París- un filósofo. Esto lo lleva a la vez a la lectura de su libro, publicado poco antes en francés en traducción de Charles Lesca y con prólogo de Henri Delacroix. Fue para él una nueva revelación, acogida con tanto más entusiasmo cuanto que le permitió confirmar una coincidencia profunda con su propio pensamiento. A fines del mismo año 1924, pronunció ya en Buenos Aires una conferencia sobre la pintura y la filosofía de Figari 1) . Al año siguiente es éste quien viaja a París y expone en la misma galería Druet donde dos años antes había tenido lugar, sin su presencia, una primera muestra europea de sus cuadros. Es entonces cuando Roustan dedica su ensayo al “talento tan profundamente original, casi desconcertante, de Pedro Figari”, reproduciendo el plan y los conceptos de su conferencia anterior 2).
Sin ignorar, como se vio que ocurría en Cuvillier, su nacionalidad uruguaya, recoge una declaración regionalista del propio Figari. “El Río de la Plata -dice- que no se atraviesa en menos de ocho horas, en buenos barcos, entre Montevideo y Buenos Aires, le parece demasiado estrecho para constituir una frontera natural. Se declara rioplatense”. Quiere ver ya en ello, el maestro francés, un signo de la invencible resistencia a la fragmentación que domina a todo el espíritu del pintor filósofo. Empieza asombrándose de la diversidad de cuestiones sobre las cuales ha condensado sus ideas: “el arte, la estética, la ciencia y cien otros problemas considerables [ … ] capítulos sobre la evolución, la vida, el instinto, la conciencia, la religión, la sustancia, la libertad, una teoría de la ciencia, una crítica del cristianismo, ideas sobre el tiempo, sobre el progreso, sobre la inmortalidad, sobre la relación del hombre con la naturaleza”. Reconoce de inmediato la gravitación poderosa de un centro que hace del todo un pensamiento sistemático. La unidad de la doctrina es inseparable en este caso de la unidad que ella misma atribuye a lo real: porque “nadie más convencido que Figari de la profunda continuidad de todas las cosas en este mundo”. De tal unidad universal, de tal monismo, extrae Roustan algunos elementos que analiza por separado.
El primero de todos es asunto que especialmente le interesa: la concepción biológica de la ciencia y del conocimiento. A aquella altura, dicha concepción había sido desarrollada con amplitud, en distintas direcciones, desde el evolucionismo del siglo XIX a sus formas renovadas del primer cuarto del actual. Roustan había sido no sólo testigo sino actor del proceso. Encuentra, no obstante, aportes originales en la obra del pensador montevideano. En el aspecto crítico, le seduce la manera cómo se encara con las doctrinas tradicionales que separan al hombre de la naturaleza. “Figari hace de ellas una hecatombe y su ironía lo emparenta con aquellos filósofos del siglo XVIII, cuya acción liberadora se está hoy tal vez demasiado pro penso a desconocer”. Con todo, el siglo XVIII no había llegado a comprender hasta qué punto, tanto como el cuerpo, está en la naturaleza el espíritu humano. De donde, a partir de la concepción biológica de la conciencia y del conocimiento, un nuevo enfoque de las funciones de la inteligencia y de la ciencia. Por ahí va la opinión de Figari.
“No tengo miras de contradecirla -añade Roustan- habiendo hace unos diez años, desarrollado ideas bastante análogas en un estudio publicado por la Revue de Meta physique et de Morale”. Aludía a un ensayo justamente calificado de notable, incluido en aquella revista en setiembre de 1914 con el título de “La ciencia como instrumento vital”, y luego recogido en su citado volumen La razón y la vida. En la tradición académica cuenta entre las mejores contribuciones francesas a la teoría biológica del conocimiento. Refiriéndose a Figari, continuaba: “Yo desearía aun agregar algunos argumentos a los suyos”. Es lo que hace en seguida, resumiendo algunos pasajes de aquel ensayo, en especial su tesis de que el papel de adaptación que cumple la conciencia, no es pasivo sino activo: “la verdadera adaptación, la del ser vivo, no es nunca sacrificio, sino reacción conquistadora”, lo que había llamado, con una expresión celebrada, “adaptación ofensiva”. Concluía: “En lugar de poner sus tendencias en armonía con las cosas, el hombre concibe la posibilidad de modificar el universo para ponerlo en armonía con sus tendencias, y la ciencia nace de ese esfuerzo”.
Vuelve en seguida a su prologado: “Estoy seguro de que Figari suscribiría todas estas observaciones, pero nos interrumpiría aquí, para declarar que el mismo esfuerzo está en el origen del arte”. Y después de indicar las ideas de éste, dice: “Me parece que la contribución personal de Figari a la teoría biológica del conocimiento, es un esfuerzo por ampliarla hasta el punto de transformarla en una teoría biológica del arte tanto como de la ciencia”. Al emitir ese juicio, no podía imaginar que en el mismo año 1925 cumplía por su lado la misma ampliación, en su obra La experiencia y la naturaleza, John Dewey, uno de los más encumbrados representantes de la teoría biológica del conocimiento, de quien se había ocupado en su ensayo de 1914.
El punto que ataca en seguida Roustan es en cierto modo una aplicación del anterior: la teoría figariana de la emoción estética, con la atribución a ésta de un papel vital, de un significado biológico. La acoge con verdadera simpatía, subrayando su originalidad, y se siente también aquí dispuesto a complementarla con argumentaciones personales, compartiendo la crítica que Figari, no obstante su biologismo psicológico, hacía de la teoría fisiológica de las emociones de James y Lange.
Se ocupa Roustan, en fin, de lo que llama el panteísmo temperamental de Figari, su espinozismo implícito, aunque no haya elaborado precisamente un sistema panteísta. Se le descubre, a su juicio, como una tendencia, como una preferencia instintiva y una forma de sensibilidad, llamadas a manifestarse también en la obra del artista. Después de apuntar diversas notas espinozistas, subraya una última: “Una analogía más notable todavía, puede ser señalada: como Spinoza, Figari ha unido a la afirmación del más riguroso determinismo una teoría de la libertad y la inspiración de esta teoría es la misma en ambas doctrinas, fuera, verosímilmente, de toda influencia directa. En este mundo donde no se produce nada que no deba producirse, conservo el derecho de llamarme libre, porque no soy únicamente determinado, soy una parcela de lo que determina, soy causa, al mismo título que el resto del universo, cuento para algo. El error del epifenomenismo, observa Figari con profundidad, es que distingue en el universo una realidad material que cuenta y una realidad espiritual que no cuenta. Nada nos autoriza a situar todo poder activo en una porción solamente de lo real”,
Quizá Roustan, como hemos, dicho en otro lugar, no considera bastante en la metafísica de Figari otros aspectos que, en lugar de aproximarlo, lo separan de Spinoza. Pero expresamente ha querido limitarse al análisis de sólo algunas ideas, en una doctrina filosófica que las ofrece con tanta prodigalidad. Por nuestra parte, hemos querido limitarnos también a recordar esa olvidada relación intelectual. Crece en nuestros días el interés europeo por la filosofía en América. Se ha sentido ya la necesidad de determinar lo que en un estudio reciente el panameño Ricaurte Soler ha llamado “la presencia del pensamiento de la América Latina en la conciencia europea”. En la historia de esa presencia, la acogida que el noble espíritu de Roustan hizo a Figari, el rango filosófico que le reconoció, en términos tal vez no repetidos respecto a un pen- sador latinoamericano, por un pensador europeo no español, constituyen por si solos, todo un importante capítulo.
1964