Chiabra Acosta, Alfredo (Atalaya) - "Doctor Pedro Figari" (1924), en 1920-1932. Críticas de Arte Argentino. Ilustrado, con prólogo de Córdova Iturburu. M. Gleizer, Buenos Aires, 1934, pp. 112-115.
DOCTOR PEDRO FIGARI
Entre los doctores en leyes, Pedro Fígari podrá ser innegablemente un milagroso pintor; entre pintores y artistas uno de los más eximios abogados: magüer a las numerosísimas y apretujadas alabanzas con que concluyeron de sepultarlo sus críticos y el ruedo de sus admiradores. Con e!Io se le amortajó, se le envolvió con las vendas de la muerte, y corno una momia faraónica fué despachado con destino a la eternidad.
Esas loas, más que a otra cosa se parecían a un responso fúnebre santificando y bendiciendo al que se despide del mundo de los vivos para emprender el viaje definitivo. Era una especie de pasaporte otorgado para alcanzar una gloria ultraterrenal…
Porque a la turbamulta elegante de literatos y de otros animalejos, nada se le quedó por decir, tañendo la escala toda sobre el pentagrama de las ponderaciones mirabólicas. ¿Cuáles elogios, cuáles tropos se encenderán de nuevo y volverán a reeditarse, si no es para repetirse lamentablemente? Todo lo han dicho. Las más grandes y nobles cualidades morales, artísticas e intelectuales le fueron atribuidas; ya al doctor y pintor nada le queda por aprender, ya escaló la inaccesible cumbre de la suprema perfección. De allí al estancamiento y a la muerte no existe más que un breve paso…
Sí a este buen señor se le ocurriese, con la fecundidad de coneja que le caracteriza exponer otra vez sus peregrinas composiciones, ¿qué nueva palabra buscarán sus acólitos en los diccionarios, qué flamantes cualidades le volverán a inventar?
La imaginación humana, teniendo su límite, parece que la naturaleza hizo una excepción con quienes, ante toda obra de arte arden en un entusiasmo de ropas para afuera. Son los hábiles simuladores, los frívolos, los de una insensibilidad ingénita, que se tornan en surtidores de hermosas mentiras. Imposible que no haya engaño tácito entre quien alaba desmesuradamente y el que, con hipócrita y flácida mansedumbre y con optimismo panglossiano recibe ese falso halago dulzón y pegajoso.
Otro detalle lleno de sugerencias: En nuestra misérrima existencia emocional, las pocas veces que nos asalta una tristeza profundamente desalentadora es cuando asistimos a esta especie de glorificaciones póstumas que ungen con óleos sagrados al artista, quien falazmente cree, y todos creen, que arribó al cenit de su carrera al través de las praderas del arte. Por eso, en los funerales de Pedro Fígari –un entierro de primera clase– celebrado con boato y esplendor y con asistencia del Poder Ejecutivo y numerosas damas empingorotadas, este desolador sentimiento se agudizó hasta la exasperación.
La conferencia sonoramente dicha por un buen señor y escrita por otro también ídem, cobró, en nuestra exaltada imaginación, algo así como una forma de pudorosa vergüenza sentida por nosotros, por los que escuchaban, por el canonizado y también por la inconsciencia del que escribió ese extenso ditirambo atosigador, capaz de enervar la voluntad y el talento más recio. Es que de reflejo experimentábamos los sentimientos que a nosotros nos hubiesen producido tantas mirabólicas perfecciones, no poseídas casi por mortal alguno, y menos de nosotros o de cualquier artista argentino…
Entretanto, el canonizado, el candidato al santoral artístico, mientras duró la conferencia bebía esa melaza de loas almibaradas, con una expresión de beatitud inefable iluminándosele el rostro. Se percibía a las claras la satisfacción, la inmensa dicha rebosante de todos sus poros, expandiéndose en un halo que le circundaba la testa corno a los santos de hornacina.
Otra vez nos preguntarnos: ¿inconsciencia o impudor?
Era un inextricable misterio el descifrar ciertos irrefrenables impulsos anímicos de determinadas plantas humanas.
Pero nos presentábamos ante nuestra vista un Cézanne, un Van Gohg, un Degas, principalmente éste, aguantando ese chaparrón de alabanzas inverosímiles, insulsas y tontas, y no dudamos que al osado que manejara tan torpemente el incensario, le habrían roto algún hueso. Todo esto lo decimos para propender a la no repetición de los efectos deletéreos de semejantes espectáculos, poco moralizadores. Desde ya sabemos que es algo hipotético e inalcanzable.
¿Cómo juzgar la obra pseudo americanista de este pintor? Todo Io que existe en él de defectuoso, se lo ha vuelto del revés para que estribaran precisamente en ello sus más grandes cualidades y virtudes. Ve todo chato, repite sus asuntos, hasta parecer que hace y rehace Ia misma obra. No valoriza, no da la calidad que diversifica los varios elementos de Ia composición, para que nos los confundan en una masa informe de colores más o menos agradables. Pues todo eso contribuye a robustecer Ia visión, haciéndole adquirir un inusitado esplendor, según Ia inconsciencia tropical de sus panegiristas.
Tentado se halla uno cuando hay un desequilibrio tan evidente entre el elogio y Ia realidad de las facultades que se intenta ensalzar, de caer por reacción en una negación absoluta.
Pero no haremos eso. Sería obcecación condenable en quien no le reconociera a Fígari dones inestimables de colorista. Sabe armonizar, es casi siempre de una justeza de tonos admirables; sus cielos no carecen de hermosura, aunque le falte calidad. ¿Y es que a todo eso se reduce el arte de la pintura?, se nos objetará.
Es cierto. No insistiremos; es un colorista intuitivo y nada más. Lo es como un niño, sin poseer el candor ni la frescura de emoción que espontánea y fisiológicamente es inherente a esa edad. AI contrario, sus composiciones son bastante premeditadas y masculladas y algunas respiran un cansancio agobiador. Finalizaremos diciendo que, con todas las seducciones que Ia pintura de Figari pueda tener, es una pintura literaria para literatos. Alguien de la concurrencia, dirigiéndose al pintor, le preguntó:
— ¿Cómo se documenta usted?
Muy ufano contestó el interpelado:
— En los libros.
He ahí la filiación de ese falso nacionalismo y de ese falso americanismo candombero. Por más poderoso que pueda ser el temperamento de un artista plástico, forzosamente se ahogará en ese mar tenebroso de las abstracciones de los cronicones históricos.
El regionalismo, el folklorismo, nada tienen que ver con todo esto. Y sólo quien conviva con el pueblo aborigen y en su ambiente, observando y estudiando amorosamente el paisaje particular del cual esos aborígenes son la expresión viviente, podrá con fundamento crear una manifestación de arte, que, diferenciándose de todas las demás, será americana, lo mismo que en Japón se denominará arte asiático.
Muy poco le importará a las futuras generaciones argentinas, imbuidas quizá de otra moral, de otra manera de sentir la vida, en relación a las cuestiones artísticas, y animadas por opuestos apetitos intelectuales, esa labor de bibliotecario en relache, evocando candombes, entierros de angelitos, pericones.
Contemplando desde el punto de vista de una eternidad relativa, como lo profetizan sus supinos admiradores, su pintura es de todos modos la copia convencional de un mundo convencional con francos caracteres de vaudeville.
Además, por la materia e ingredientes empleados en esos cartones, será suficiente transcurran unos años para que al ennegrecer no sean ni sombra de lo que fueron. Y entonces ni Ia armonía del color los valorará. Esto, por otra parte, es una falla extensiva a casi toda la pintura moderna. Buenas muestras hay en el Museo Nacional de algunas telas de argentinos.
Declaremos, pues, en descargo de nuestra conciencia, que es muy probable que Pedro Fígari, sin esos prolongados y frecuentes solos de bombos, habría dado de sí una obra de interés no común, fuera de la momentaneidad que informa sus cuadros presentes.