Chiabra Acosta, Alfredo (Atalaya) - "Exposiciones. Pedro Figari" (1930), en 1920-1932. Críticas de Arte Argentino. Ilustrado, con prólogo de Córdova Iturburu. M. Gleizer, Buenos Aires, 1934, pp. 324-326.
EXPOSICIONES
PEDRO FIGARI.
Pocos son los que intentaron un análisis más o menos serio de la obra de Pedro Fígari, muy discutido por determinados pintores y siempre alabados estrambóticamente por literatos y poetas. Nadie hasta ahora, que nosotros sepamos, ha intentado ese análisis, siquiera para explicarse a sí mismo esta expresión pictórica que, a lo menos posee algo de personal e inconfundible en las orillas del Plata. Fígari hace muchísimos años que pinta y quizá desde su juventud, pues Bazurro, cuando estuvo entre nosotros, al ofrecerse la conversación sobre Fígari, nos hizo presente que, entre todos ellos y Blanes Viale, por ejemplo, era aquél quien mejor y más armoniosamente “manchaba” una tela o una acuarela. El viejo pintor de ahora ya poseía en aquel entonces el instinto innato de la armonía del color y es don pictórico de maridar melodiosamente dos tonos que es propio de un colorista que basta se abandone a sí mismo para serlo. Es decir, lo es casi sin esfuerzo. Esto es indiscutible y son pocos los que que han de negar a Fígari esta cualidad primordial en un pintor.
En su reciente exposición se comprende que su permanencia en París y la frecuentación que significa ese intenso emporio de arte le ha hecho un gran bien al anciano pintor. Su manera o su visión retrospectiva se enriqueció y se ajustó aun más, aunque no pudo intensificarse en hondura. Esto le está vedado y es cosa que tampoco nosotros le exigiremos. Pero su matización es más variada y más trabajada y se aplica en dibujar más que en los cuadros de sus precedentes exposiciones. Tampoco éstos se repiten, como en ocasiones anteriores, y son bien distintos unos de otros. En una palabra, Pedro Fígari ha realizado progresos en una edad en que otros se hubiesen estancado. Todo ello nos infunde respeto, pero para nosotros es siempre la pintura de un diletante de indudable talento, huérfano de resonancias espirituales. Su poesía evocativa es a flor de piel, y si uno a veces no puede substraerse a la atracción de sus tonos, tan armoniosamente yuxtapuestos y de la inusitada matización de un muro finamente nacarado o al color vibrante de una bata o una pollera, se siente que más obran en la gula de la retina que en lo profundo del espíritu. Después de haber contemplado estos cuadros de Fígari durante horas, viéndolos y estudiándolos uno por uno, con el espíritu más propicio y cordial, exento de todo preconcepto, nos hemos preguntado a qué se debía esto. Y hallamos, al fin, que era esta calidad de lo agradable lo que llegaba a empalagarnos un poco. Y la forzada contemplación que nos impusimos por el inefable placer de buscar bien a fondo a una personalidad, tuvo la virtud de abrumarnos, con ese constante y sistemático desdibujo y esa vaga imprecisión de las formas. Y la verdad nos comunicó un profundo cansancio, como cuando nada vemos de concreto, como cuando todo se nos escapa en lo confuso y lo opaco de un plenilunio, donde nada retiene profundamente nuestra atención. Ahora mismo, si nos viésemos obligados a describir un cuadro de Fígari, nos encontraríamos en la más dolorosa impotencia, pues las imágenes vistas se confunden en nuestro espíritu y nos es imposible definirlas netamente. Recordamos, sí, trozos ricamente matizados; colores tan bien armonizados, como pocos pintores podrían hacerlo, pero nada más. Sinceramente habrá una tela o dos que retenemos aun en la memoria, aunque mentiríamos si dijéramos que nos quedó impresa la fisonomía de la obra de Fígari. Nos solazamos ese rato y lo olvidamos un momento después. Nada, nada marca una profunda huella en nosotros, a pesar de los indudables méritos que le reconocemos. Es algo festivo, inocente, agradable hasta lo bonito y lo malicioso con su infantil picardía. Ya que son todos estos ingredientes que se dosifican en la obra figariana.
Anteriormente, en su penúltima exposición. se nos ocurrió clasificar aquellos cuadros de pintura de nursery-room, o sea de “ilustraciones” o frisos para cuartos de niños. Esto mismo, que parecería un reproche en nuestros labios, si se medita bien no lo es; es lo que le atrajo el sufragio de tanta gente, sin contar los argentinistas. Porque no hay duda que en nosotros todos hay algo de chiquilines de a ratos, aunque no siempre. Pues si nos encanta lo infantil, la chiquilinada hecha adrede, el chiste v la donosura agudamente inocente, luego, forzosamente, volveremos nuestros ojos a otras cosas de más hondura espiritual. Si nos gusta jugar o compartir el juego con los niños, es solamente de cuando en cuando, y es del todo imposible que transcurramos toda nuestra vida jugando con ellos. Este es el efecto. diremos espiritual, que nos causa la obra de este anciano pintor que supo conservarse alerta, lúcido como un niño lleno de picardía y malicioso y cuyos dones inusitados de colorista parecieran no hallarse en relación con los personajes fenecidos que evoca y hace tan precisos de color. No es un historiador, como quisieran creerlo nuestros nacionalistas, sino un cronista anecdótico, que ejerce la galanura de su ingenio pictórico para contárnosla amablemente. He ahí la causa fundamental por la que su pintura no nos arranca sino sonrisas también amables, sonrisas de complacencias y de agrado con nosotros mismos. Sí, nos sentimos beata y píamente complacientes ante su obra, como si nos hubiesen dado un premio a la virtud. Sí, nos desarma, nos hace más innocuos y más virtuosos de lo que somos, y es un bien que le agradecemos. Y su visión del pasado argentino quedará en las pinturas de ambas orillas del Plata como la sonrisa de los más festivos colores. Y es bastante y es mucho. Porque es suya y completamente personal.