I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Breve presentación de un pintor de “la memoria de la memoria de los cuentos que oyó cuando era niño”.

Di Maggio, Nelson - Múltiple personalidad de Pedro Figari, en Almanaque del Banco de Seguros del Estado, Montevideo, 1993.


A 130 años del nacimiento de Pedro Fígari (I86l-1938) ya no quedan dudas acerca de su genio innovador en el campo de la pintura nacional y latinoamericana del siglo XX. Discutido y negado por sus contemporáneos, fue en Buenos Aires que obtuvo los primeros reconocimientos hacia una obra que escapaba a los cánones habituales de la tradición pictórica.

Quizá lo que enfatizó ese rechazo inicial hayan sido dos hechos: su carácter de abogado y diputado y el redescubrimiento tardío de su vocación artística. No era fácilmente asimilable para una sociedad conservadora admitir que un hombre de trayectoria pública muy notoria se pudiera dedicar a la pintura en la edad madura y para peor, haciendo cuadros abocetados, como sin terminar, a la manera de los niños, con estallidos de color donde se celebran la vida, fiestas y muertes de las clases populares, principalmente los negros, mientras que por otro lado evocaba con malicia las tradiciones patricias y del campo. A diferencia de Juan Manuel Blanes, que tuvo una proyección continental, Figari no transitaba por el dibujo neoclásico y naturalista ni congelaba a los personajes representados en ademanes teatrales. Figari fue contrario a las enseñanzas académicas. No porque las desconociera, como lo prueba su excelente autorretrato de 1890, sino por su voluntad explícita de transgredirlas. Pues el mundo plástico que fue inventando en los últimos veinte años de su fecunda y agitada existencia surgió a la luz fiel recuerdo, como afirmó alguna vez, se nutrió de la memoria y el olvido en sus largas estadías en Buenos Aires primero y en París, después. Figari transitó por la política, el periodismo, fue penalista eminente y magistrado, reformador de la enseñanza industrial, escritor y pensador brillante, emprendió la aventura del acto de pintar como un impulso irresistible para abrir las compuertas de una imaginación deslumbrante. Era un hombre refinado y culto que conocía, a través de numerosos viajes por Europa, las personalidades y tendencias del arte de su tiempo. Se vinculó a muchas de ellas y aunque generalmente está asociado a sus amigos Vuillard y Bonnard, con quienes tiene sin duda muchos puntos de contacto, su obra se recorta nítidamente por su originalidad y brío creador. El espectador común contempla los cartones de Figari y se entretiene, gozosamente, en las composiciones abigarradas de gauchos y chinas en fiestas camperas, en candombes y velorios de los negros, en las evocaciones de los salones federales y cree, firmemente, que el pintor establece un registro documental del pasado.

En realidad, ese pasado existe en la fantasía de Figari que pinta así, la memoria de la memoria de los cuentos que oyó cuando era niño. Al tomar el pincel y al contacto con el cartón, el soporte que habitualmente eligió para sus pinturas, Figari desencadena, en forma narrativa, fábulas dictadas por la afectividad. Y la memoria afectiva distorsiona, como los espejos deformantes, la nitidez de los contornos, la precisión de los volúmenes, la individualidad de los cuerpos. Las composiciones figarianas son planistas y rítmicas. Al achatar las formas, un proceso iniciado por Manet con El pífano, continuado por Gauguin y Van Gogh, y profundizado por las primeras corrientes vanguardistas del siglo, entre quienes se contaban Maurice Denis, Bonnard y Vuillard, sus amigos, Figari busca escenificar los rituales colectivos, anónimos, despersonalizados, uniéndolos a través del arabesco, esas líneas ondulantes que se unen como en un friso interminable y los efectos de color puro que quiebran la posible monotonía del cuadro. De tal modo que todo es agitación y dinamismo y el ojo del observador es arrastrado por el contagioso discurso plástico y, sin detenerse en ningún aspecto en especial, sigue la danza vertiginosa que le proponen los personajes. Porque lo importante es la celebración de la vida, en todos sus aspectos posibles, pero sobre todo rescatar a un sector marginado de la sociedad que tiene sus propios modos de comportamiento. Figari los escruta con mirada pícara y socarrona pero sin caer jamás en el riesgo del color local o el folklore. Interpreta al gaucho y al negro como un antropólogo que busca desentrañar la esencia misma de sus peculiaridades culturales. Por eso la insistencia en las series y el retomar de ios mismos temas, como si comprendiera la dificultad de acceder a una realidad ajena que trata de recuperar en fragmentos, como un rompecabezas. Aunque hay cuadros de Figari, especialmente en las colecciones argentinas, que son autosuficientes en su acabada expresión, el encanto de su obra reside en la continuidad de muchos cartones. Porque en ese pasaje de una obra a otra se va descubriendo el ritmo propio y el ritmo de la vida, se va enlazando el recuerdo y el presente sin que ninguna de las dos instancias temporales quede agotada. Es más, cada obra exige la siguiente en un encadenado de danza de relaciones muy sencillas como los pericones y candombes. Es apenas una apariencia. Detrás hay una rigurosa planificación donde nada queda librado al azar. Una observación atenta permite verificar que hay un entramado casi geométrico en la distribución de los diferentes elementos del cuadro con la severa arquitectura de los muros de las casas o los mágicos cielos que se distribuyen en bandas horizontales y que se extienden a los trajes de los protagonistas. Inclusive las notas de humor que introduce, como los perros y gatos que cruzan indiferentes las escenas, tienen una significación integradora, emotiva, del medio en que surgen. Todas son figuras que están más allá del bien y del mal, en un mundo utópico, anterior a la civilización, entregadas a la solidaridad comunitaria. Como en la dedicatoria a su Historia Kiria, las pinturas de Figari podrían ofrecerse a los que meditan sonriendo. De eso se trata, precisamente: introducir la alegría en la creación. Pocos artistas en la historia del arte han tenido la capacidad de seducción festiva del doctor Pedro Figari