I. Pedro Figari en hipertexto

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Figari, Pedro - "Automatismo", en La Cruz del Sur, año III, nº 18, julio/agosto de 1927, pp. 20-21.


Para La Cruz del Sur

¡Oh, qué dicha inefable la de ver en su mayor pureza la realización de los más grandes anhelos humanos! ¡Eso era, como si se nos pusiera miel en los ojos!

En una de las ochavas del «Bon Marché», en un espacio circular bastante grande, podían verse, desde la calle, unas seis parejas de tamaño natural bailando el charleston, mientras los músicos, en terceto, (piano, violín y flauta) las hacían bailar fraternalmente, no sin llevar a compás sus cabezas sonrientes, de una pulcritud supina. Era de recomendarse la gracia y distinción de los movimientos de los bailarines, señoras y caballeros, que guardaban sus respectivas distancias con todo rigor y cortesía, al mismo tiempo que se miraban dulcemente, evitando la demostración de sus respectivas pasiones, no digo ya la de sus respectivos apetitos. Había una paz, una mesura, una discreción tales, que podría ahí sí decirse plasmado el ser humano: el superhombre.

No puede negarse que también en este mundo hay manifestaciones angelicales, para el que las sepa apreciar, con una conciencia diáfana como el cristal.

Pasará mucho tiempo antes de que yo pueda olvidar este espectáculo. El que tocaba el violín, y el propio músico de la flauta, hacían unas cadencias tan a tiempo, y tan suaves, tan amenas, a la vez que honestas, con ojos llenos de expresión, pero de una expresión superior, clavadamente superior, que parecía ver querubines. Toda la grandiosidad del idealismo más exigente estaba ahí de cuerpo entero, sobre todo cuando se consideran del punto de vista de la verdadera pureza. Es cierto que el que tocaba el piano, obligado como estaba a llevar el compás de sentado, —era el único personaje sentado,— hacía movimientos más vulgares, y hasta cierto punto pecaminosos, si bien en la mirada se desquitaba del pecado de disolución, diremos, para estar con los tiempos.

Deseoso como estaba yo de henchirme de una impresión así, tan edificante, tenía cierto escrúpulo en desviar la mirada hacia la vereda, donde se agitaba la curiosidad callejera. Me parecía que había de contaminar mi espíritu el observar a los hombres, y a las mujeres particularmente, después de haber bañado mis ojos en un manantial de suma inocencia, según era aquel. Miré, sin embargo, pues a mi lado había un casal de novios que atraía, con sus risas de incredulidad casi compasiva. Miré a ambos novios con cierto detenimiento, y acudió de inmediato a mi memoria un recuerdo ya bastante añoso.