I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Figari, Pedro - "Con mi conciencia" (París, 7 de agosto de 1927), en La Cruz del Sur, nº 29, Montevideo, agosto de 1930, pp. 28-29.


Se ha dicho que la vida es sueño, y lo es. Solo el instante que vivimos, instante por instante es realidad, al integrar esa sucesión de trasmutaciones perennes que es el Cosmos, y en la parte que nos es dado recorrer; y dicho instante mismo es tan fugaz que se trueca en sueño, de inmediato. Cada parpadeo es una imagen, un recuerdo que hemos cosechado, y así es que al hacer memoria revivimos los instantes sucesivos de una realidad trocada en sueño, la que asume los aspectos de nuestra individualidad, desde el soñar dorado del niño hasta la ansiedad de la pesadilla enojosa. Es nuestra individualidad, pues, la que vivimos.

Por esto mismo conviene tratar de que pueda ser agradable el recuerdo que evocamos, y no una pesadumbre que nos consterna y consterna a los demás. Ni basta eso siquiera, para desensombrecer la vida, sino que debemos hacer de modo tal, que, al encarar la realidad, la miremos por su lado mejor, y si además, nos esmeramos en servir para algo más que para servirnos nosotros mismos ya podemos ver que hemos vivido útilmente.

Me tocó vivir un período bastante ingrato de la vida nacional. Ya, cuando comencé a razonar, me hallé en la Dictadura del coronel don Lorenzo Latorre, y habían sonado como cañonazos en mi oído infantil los estampidos del 10 de Enero, los que debían semejar más bien a uno de aquellos paquetes de Cohetes que se estilaban entonces para cualquier festejo.

Yo tenía a la sazón pocos años, pues soy del 61, y recuerdo que al hacer mi visita diaria a mi abuela materna, la que vivía en la misma cuadra y la misma acera que el Dictador, al pasar a su lado, - pues él era amigo de sentarse en la vereda a tomar mate, frente a la puerta de su casa, sencillamente, con algún amigo, - noté que me miraba con simpatía, más bien. No me sorprendería que este detalle haya podido influir en mis impresiones, así como cualquier otro, sabiendo, según sé, que somos accesibles a muchas influencias; pero, es lo cierto, que durante ese período, en el que no se oían más que acerbas críticas, censuras y reproches al dictador, yo hacía mis reservas mentales, y me preguntaba si al justipreciar, no habría en esta actitud alguna ofuscación. Todavía espero para contestarme, puesto que esto debe hacerse con gran acopio de serenidad y con detenida meditación.

Como nunca tuve gran fé en mis juicios, tampoco hube de tenerla en los de los demás, y esta peculiaridad que los seres más perfeccionados han de considerar como signo de inferioridad, es lo que me salvó. Me salvó, digo, porque me permitió vivir al margen, a pesar de haber intervenido en la política de mi país, y de habérseme hecho diversos ofrecimientos halagadores, según la opinión corriente. No creo que pueda ser solo ineptitud o debilidad lo que tan persistentemente me mantuvo alejado de las posiciones públicas importantes, sino más bien el que mi actitud, por demasiado ceñirse a mi manera de pensar, en un medio como es el nuestro, debía destinarme al fracaso político, y a la procura de satisfacciones íntimas, o sea de lo único que forma mi caudal, que es tesoro puramente moral - ¡hélas! - diré por hallarme aquí, tan lejos.

Se planteó la lucha, en aquellos años terribles, de una manera radical, según ocurre en las luchas ardientes, y parecía que toda la razón estaba en todo momento, y toda, de ambos lados a la vez: los del partido gubernamental se la atribuían con la misma convicción que los de la oposición, que, al pensar todo lo contrario, creían tenerla por entero.

Asistía yo a las famosas reuniones y conferencias del Ateneo, que se hallaba entonces a media cuadra de la casa del Dictador, en la calle Soriano. Yo escuchaba lo que se decía ahí, con una buena fé que acaso no pueda jamás ser superada, la de la adolescencia, y al escuchar ambas partes según era forzoso hacerlo, desde que no se hablaba de otra cosa en esos días, quedaba perplejo, heciéndome reflexiones que ni estaban con el gobierno, ni estaban con la oposición.

El que lucha cree de buena fé que toda la razón está con él, y como la lucha presupone dos bandos por lo menos, preciso es que se puedan ver por dentro las razones opuestas de ambos bandos, para saber a qué atenerse. Llego más bien a pensar que es posible que ninguno de los bandos tenga la razón, en todo momento al menos, antes que pensar que está toda de un solo lado, en todos los momentos, y es esto, precisamente, lo que hace tan dilatorio el fallo digno de ser escuchado, si acaso se ofrece alguna vez.

Solo el hecho de abrirnos a la duda, en un ambiente así, implica inadaptación o inadaptabilidad; y ¿cómo adherirse plena, elegantemente, a uno de los bandos, si no hay tal suma de convicción y de confiada seguridad?