Herrera Mac Lean, C. A.: ”Un episodio de hace un cuarto de siglo. Figari y Ortega y Gasset”, en Marcha, nº 798, Montevideo, 20 de enero de 1956, p. 14.
FIGARI Y ORTEGA Y GASSET
Un episodio de hace un cuarto de siglo
Ese era Don Pedro Figari. Un señor muy entrado en años que llegó a Buenos Aires huyendo de la incomprensión y de la acidez de un Montevideo aldeano, para mitigar los dos grandes dolores que acababan de herir su alma, grande como su cuerpo: el arrebato cruel de una doncella en su edad en flor; y después el alejamiento torpe de aquella Escuela Industrial que él había transformado con recursos de taumaturgo en magníficos talleres de artesanía.
Guardaba muchos proyectos en sus bolsillos. Amigos, allá en la orilla tan vecina en distancia y tan alejada en la creación artística, no tenía. Políticos, no conocía. Mecenas del Arte, ya no eran de esos días. Y dinero llevaba escaso para el diario vivir.
Recién llegado, fue en la calle Charcas, rodeado de sus hijos, donde empezó a gestarse la más maravillosa aventura del arte plástico que haya conocido América. Y una de las más extrañas y apasionantes que haya conocido la historia del arte mundial.
Empezó a gestarse decimos, mal. Porque ya aquí, cuando los dos golpes inesperados hirieron su alma, aquí, para darse al olvido consolador, ya se había encerrados, así, bien encerrado entre paredes y cerrojos en un altillo de la calle Misiones, para pintar sin descanso. Para pintar caudalosamente, como un río salido de madre copiando plácidamente el cielo, cubre en sus orillas las amargas realidades cotidianas.
Allá después en otro cuarto de la calle Charcas fue olvidando sus planes preconcebidos para su nueva vida: quizás abrir un bufete de abogado, lleno de capacidad y de experiencia; quizás crear una gran escuela moderna de artes aplicadas con los ensayos de la Escuela Industrial; quizás iniciar una empresa del mueble y de la decoración moderna con el auxilio del hijo, flamante arquitecto; quizás… quizás… Y mientras tanto, en el dulce olvido, empezaron a surgir, de a chorros, sus nuevos cartones.
Una mañana Don Pedro se despertó afiebrado. Alarma entre sus hijos. ¿Qué hacer? ¿Llamar a un médico? ¿A quién?…
Vecino de barrio, ahí, junto a la plaza San Martín, alguien había visto la chapa de un doctor. el Dr. Prins, con un nombre que sonaba a conocido. Al rato el Dr. Prins estaba junto a la cama del enfermo. Pero allí, en las paredes del cuarto, había una serie de cartones con todos los nuevos compañeros de Figari: sus negros, sus gauchos, sus chinas, sus quitanderas. Y el Dr. Prins, turbado en el contar el pulso del enfermo y el mirar furtivo hacia las paredes, no atinaba con el diagnóstico. Felizmente el mal no ofrecía alarmas. Y así, después de la aspirina y la tisana, entre temeroso y apocado, el médico tocó el tema de la pintura. Y lo tocó con verdadero acierto, él también hombre de gran cultura que cortejaba, a ratos perdidos, las artes plásticas. Y aquí sí creció el asombro del galeno, pues Don Pedro, levantados de su abatimiento, se lanzó con aquella fluidez de su palabra empapada en sonrisas, al pintoresco relato del nacer de su pintura.
Ya en la calle el Dr. Prins, restregándose los ojos para saber si aquello que había visto era verdad o alucinación, se fue a casa de un amigo pintor. Después a otro. Y al rato a casa de quien nos hiciera el fiel relato de esta historia: a casa de Alfredo González Garaño. Como un reguero de pólvora corrió por todo Buenos Aires el cuento del médico y del pintor. Allí, cautelosos e incrédulos, fue desfilando ante los brillantes cartones de Figari, toda la “élite” de la intelectualidad porteña. Y aquel grupo naciente de Martín Fierro, lleno de audacia y de empuje juvenil, buscando los juegos de una selva indígena para su alimento, fue el primero seducido por la nueva pintura. Allí pasaron —y ligaron después entrañable amistad— los Güiraldes, padre e hijo; los dos González Garaño, Alejo y Alfredo; Victoria Ocampo, Oliverio Girondo, Raúl Monsegur, Martín Noel, Mujica Laínez, y tantos otros. Y así, de la noche a la mañana, el nombre de Figari empezó a brillar alto y nuevo en el difícil escenario porteño.
Vinieron después las exposiciones, los juicios críticos, los reportajes. Y al poco rato el ansiado viaje a París. Pasamos así al segundo acto de esta historia. Figari vivía en un taller de la “Place du Pantheon” nº 13 con su hijo Juan Carlos, secretario, ayudante, colaborador y crítico de la obra del padre. No muy lejos de allí, y como una prolongación de este pequeño hogar, estaba el dulce hogar de de González Garaño y de Marieta, su compañera que aparecía siempre con su abierta sonrisa guarnecida de rosas y de jazmines, igual como la había pintado —interpretado— el pintor catalán Anglada Camarasa en un gran cuadro, luminoso y primaveral, que figuraba y figura aún al frente de ese museo recoleto que es siempre la casa donde viven.
Alfredo González Garaño, un alto representante de esa generación ya nombrada que marcó uno de los puntos más firmes de la creación argentina, había transportado a orillas del sena su casa de Buenos Aires, con sus amigos, sus obras de arte, sus cuadros, sus estatuas y sus libros. Había creado un vivo rincón porteño, en difícil dualidad, enriqueciéndolo con lo mejor que ofrecía ese epicentro que fuera entonces, y sigue siendo, París. Allí concurrieron en largas tertulias, gentes de Argentina y gentes de Francia; y personalidades de Latino América y de España.
Allí, en esas y en otras tertulias almacenó un rico anecdotario artístico literario del cuarto de siglo transcurrido, que esperamos algún día se escape de su encierro y se dé a la glosa o al ensayo. De allí sale hoy este relato que un día nos hiciera.
Entre los más asiduos contertulios de ese hogar se encontraba el filósofo español Ortega y Gasset. Una amistad estrechada en Buenos Aires, se había vuelto más continua y efusiva en las tardes de París. Entre los temas literarios, filosóficos v artísticos, uno de los más porfiados con que González Garaño asediaba a su docto huésped, era el de Figari. Y el ataque solía ser demoledor, llevado dos contra uno. Marieta y Alfredo contra el inconmovible filósofo. Así cargaba el anfitrión sus dulces y lentas palabras de todos los elogios y todos los argumentos artísticos, auxiliado por la vehemencia de la compañera, mientras buscaban en la presencia abrumadora de innumerables cuadros colgados de las paredes el impacto artístico, definitivo y convincente. El maestro era de hielo. Y al mirarlos le hacía ascos a los negros candomberos, a los gauchos, a las chinas y a los caballos desgonzados. Y al final, ya sin argumentos, respondía con sorna, entre risas y chistes: “Déjenme Uds., por Dios, de su amigo Figari”.
Una noche, alta la hora, sintió Marieta que tocaba insistentemente el timbre de la calle. Despierta al marido: “¿Quién llamará estas horas?”, “¿Quién puede ser, aquí en París?” En “robe de chambre”, puesta apresuradamente, sale al vestíbulo González Garaño. Quién apareció con su pálida figura detrás de la puerta? El filósofo, el filósofo sonriente e iluminado, como un párvulo escapado de una juerga estudiantil. “Vengo de una fiesta literaria, le dice, donde conocí a su amigo Figari. ¡Qué hombre extraordinario! ¡Qué cabeza! ¡Qué manera nueva de pensar! Y así, entre vehementes elogios, siguió después otra tertulia nocturna, Marieta siempre presente, hasta el primer albor sobre los vecinos techos de pizarra.
No concluía el filósofo de hacer el elogio del hombre, de la fresca mentalidad de un viejo, del contorno nuevo y original del pensamiento de Figari. Eran tres los personajes de esta escena en la quietud de la noche. Pero junto a ellos, y colgada de las paredes, había una turbamulta regocijada que se unía al gozoso relato. Parecía que hasta se escapaban de los marcos, dejando de bailar los candombes, acallando el tamboril, las chinas acercándose recelosas y los gauchos desconfiados formando círculo ante el pequeño centro artístico. Y allá lejos, en la pared del vestíbulo, uno, entre orgulloso y altanero, “El gaucho Candiotti”, era el que más luchaba por desatarse del marco.
Llegó la hora de partir, después de este glosario nuevo del discutido Figari. Cuando se calló el filósofo, recién percibió el cuchicheo que venía rozando las paredes. Pero él no volvió los ojos. Estaba ya en el vestíbulo cuando el gaucho Candiotti, más osado y más ladino, pareció cruzársele al paso. Entonces el filósofo no pudo menos que mirarlo, como lo había mirado otras veces, entre desdeñoso y despectivo. Lo que se dijeron en ese corto diálogo no lo sabemos. Pero González Garaño, que creía ¡al fin! ganada su partida por el pintor Figari, atinó una tímida pregunta: “¿Y sus cuadros?” “Ah!, por favor, su pintura, ¡no!”, dijo Ortega y Gasset, ladeando al gaucho Candiotti, rodeado de sus chinas. “Yo he venido a hablarle del Figari filósofo, del Figari pensador americano, y no del pintor”, añadió Ortega y Gasset al alejarse, mientras el desaliento invadía de nuevo el espíritu del fiel amigo, de González Garaño, derrotado una vez más en esta lucha imposible por hacer ver lo que el filósofo no podía ver, ni podría nunca ver.