I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Silva Valdés, Fernán - La pintura y las ideas de Don Pedro Figari, en Revista Nacional, año 8, nº 86, febrero de 1945, pp. 217-222.


LA PINTURA Y LAS IDEAS DE DON PEDRO FIGARI

En estos momentos se está organizando en Montevideo una gran exposición de la obra pictórica de Don Pedro Figari, fallecido el 14 de Julio de 1938, el misma día que Carlos Reyles.

«Carlos Reyles y Figari
murieron el mismo día:
Pedro Figari el pintor
y Reyles el novelista».

Así anota el romance, que en la voz afónica del Pampero, los cuarteó en su último viaje al campo celeste.

La exposición la organiza, oficialmente, la Comisión Nacional de Bellas Artes, con carácter de homenaje al gran artista, admirado en ambos países del Plata.

La revelación de Figari como pintor, constituye un acontecimiento que cobra caracteres inesperados a punta de un misterio lindando en lo milagroso.

Hombre bien conocido como abogado y como señor — ya que fué tronco de una familia numerosa y de claro prestigio en la sociabilidad de Montevideo — luego de hacer sonar su nombre de criminalista defendiendo la inocencia de un militar, en uno de los procesos más apasionantes que viera el país, el Doctor Pedro Figari — a quien entonces nadie conoce como pintor — desaparece durante cierto período de años de la espectación pública desempeñando importantes, bien que silenciosos, cargos políticos y administrativos, al par que viaja por algunos países europeos. Así, vive; sufre grandes penas familiares; pierde su hijo — que era su gran compañero, apoyo y confidente estético — pierde bienes de fortuna; fracasa, seguramente por incomprensión de sus contemporáneos, en la realización de uno de sus más caros ideales: la creación y funcionamiento de la Escuela Industrial; y un día, pisándole los talones a los sesenta, allá por el 1921 — año que la historia tendrá que señalar con tarja, como época señera en la realización de un movimiento de arte autóctono en el Uruguay — un día, repetimos, aparece realizando en Buenos Aires una exposición de pintura que levanta los ánimos en las dos orillas del Plata suscitando polémicas inolvidables; esas controversias características que trae aparejado todo anuncio o revelación audaz de algo inesperado.

Y nunca, en nuestro medio, se discutió tanto la aparición de un pintor.

Si Figari hubiera sido un hombre anónimo, habría suscitado menos lucha de opiniones; pero — decían sus muchos negadores — ¿cómo nos van a convencer de que este señor Abogado, de la noche a la mañana se va a improvisar en pintor? Además, ya era bastante la consagración de Figari como hombre de leyes, para concederle, de buenas a primeras, una nueva fama.

En lo que a mi concierne, confieso con satisfacción que fuí de los primeros en aplaudir su obra y en escribir sobre ella. Recuerdo que, sobre lo caliente nomás, a raíz de su primera exposición en Montevideo, publiqué en una página de arte, que dirigía el arquitecto Carlos Herrera Mac Lean — actualmente su más distinguido biógrafo y organizador del homenaje desde la Comisión Nacional de Bellas Artes — publiqué un modesto trabajo exaltando con fervor los valores artísticos de su obra, bajo el título «La pintura Nativista de Don Pedro Figari»; y recuerdo igualmente que era la primera vez que empleaba el término nativista, calificando una obra de arte; tan es así, que no me sonaba la palabra, la cual dejé, con cierta timidez, por no encontrar otra más adecuada para signar una obra que yo sentía tan hermanada con la mía. En dicha publicación, que data del mes de Febrero de 1923, cuando aun no había opinión formada sobre nuestro gran artista, decía yo lleno de fervor ante el primer encuentro con su obra : «Sobre los cuadros de don Pedro Figari no puedo hablar o escribir nada más que a impulsos de emoción. Veo y comprendo las telas de este pintor con ojos y corazón de pueblo. Los poetas populares son la multitud con un curso de estética; la propia multitud parada en puntas de pie. Por eso yo, payador encumbrado, creo que lo que hoy siento frente a estos cuadros de costumbres nacionales, es lo propio que la masa popular va a sentir mañana». Y más adelante, llevado por igual fervor, agregaba: «Su arte no encaja en una moda. Su éxito, por lo tanto, no ha de parar aquí; tiene mucho que andar y agrandarse, porque no se apoya en novelerías ni en oportunidades más o menos fugaces. La sensación que produce no es espidérmica, tiene hondura racial, que es virtud de las obras madres, de las obras amaneceres». Y concluía así mi pergeño crítico: «Figari, en esta parte de América es un pintor inicial, un pintor aurora, que viene desde abajo como los árboles, como el fuego, trayéndonos un arte bebido en la tosca fuente popular».

Naturalmente que en este pro y contra ante la aparición del gran viejo que venía a traernos la pintura más joven que jamás tuvo el Uruguay, los pintores consagrados, así como otros artistas poseedores de moderna sensibilidad, recibieron — por lo menos con respeto — ese desfile de cartones luminosos, luciendo gauchos y chinas bailando gatos y pericones; o bien mostrando aquellos grupos pintorescos de negros retorciéndose debajo de sus altas galeras de días de Reyes, al rítmico y selvático son de los parches candomberos.

Mas, justo es reconocerlo, la consagración de Figari como pintor, tuvo su letra inicial en el ambiente artístico de Buenos Aires; y ello resulta lógico, desde el momento en que nuestro compatriota eligió dicha Ciudad para iniciar desde allí su carrera de pintor profesional. Esa inicial de su consagración que se hizo palabra entera y luminosa en París, pocos años después, fué relámpago que siguió iluminando toda su trayectoria.

Así cuando sus pequeños cuadros llegaron a nuestra Capital, ya venían nimbados con cierta aureola — bien aue discutida — de cuño argentino, ratificada y continuada en Montevideo, como otras veces ha sucedido en la breve pero jugosa historia de nuestros más preclaros artistas. Y luego, decidiendo el empate, vino el rápido y consagra todo triunfo en París; triunfo total, con entrada a algunos museos y con ventas regIstrando los precios más elevados del momento. Recuerdo crónicas y cartas comentando el desfile de personalidades del arte, ante los cartones de Figari. Todo París lo vió y comentó, ese todo París — frase clásica — que siendo una minoría representa un total, como la flor es el sumo o la síntesis de la planta.

Pero ¿qué le pasó a este hombre, a este buen señor y distinguido abogado para un día trocar sus pinceles — seguramente académicos de aficionado a escondidas — en pinceles de profesional y convertirse en un gran pintor, mejor dicho todavía, en un gran artista? Se cree que ello fué obra de un gran dolor; de algo psicológico que lo puso en la cruz de dos caminos. Por uno pasaban las leyes, utilizando las cuales otrora había triunfado; por otro pasahan los recuerdos coloniales de su niñez y mocedad; la historia, la épica del país, mostrando sus gauchos y sus chinas; sus morenas de polleras color papel de cometa, y sus diligencias alegres y sonoras cruzando los campos, como esos chasquidos de arreador de mayoral cruzan la carne ceieste del aire con una horla roja en la punta. Así, el hombre, aturdido por el run run de su problema doloroso, tomó la diligencia del ensueño y empezó a andar la Patria can los ojos entornados hacia dentro y la paleta de colores en el antebrazo. Y pintó durante varios años, de sol a sol, sus recuerdos; de sol a sol como un obrero del color; con el solo modelo de la estampa episódica retenida en la memoria; devolviendo así, al mundo del arte, toda su niñez y su juventud hecha color, gracia, humorismo y a veces tragedia, en tan singular contraste con la vida descolorida y sin sabor típico de la época, que a la simple contemplación de sus cartones evocadores, el público — aunque no entendiera mucho del arte de la pintura — sonreía y alegraba su ánimo como ante uno de esos cuentos jugosos de gracia filosófica y sabiduría popular.

Mas todo esto no sería suficiente para justificar el milagro. Esto lo hubiera llevado a un triunfo relativo por el camino de lo anecdótico, de lo criollo pintoresco, pero no por el de la pintura en sí, con la equivalencia del triunfo total a que él llegó.

Porque la manera, el estilo de Figari — sea cual fuere el no bien conocido proceso de su formación — lo conduce a tal realización artística, que deja un limpio de pintura tan original como único dentro de una cabal calidad. El ha encausado el realismo costumbrista de sus emociones épicas — como que traducen la vida jugosa de nuestro ayer romántico — en unos desdibujados movimientos enriquecidos por desformaciones graciosamente expresivas, las cuales nunca empalman en la caricatura, aunque encierren cierto principio potencial de ella, tal una salmuera de ironía que nos moja la emoción y que a la postre nuestro paladar, luego de un esguince de sorpresa, agradece y concluye por amar.

Sabemos que Figari, antes de pintar en serio, realizó dos viajes a Europa. El primero en el año 1886, y en 1913 el segundo. Es lógico suponerlo, entonces, recorriendo los museos; atento a las obras maestras de todos los tiempos, singularmente ante aquellas que representan los movimientos estéticos de la época moderna. Nos lo imaginamos interesado por los problemas de la luz que puso en auge el impresionismo de Monet y sus compañeros de cruzada; así como atento a los virajes con que la transformaron el genio creador de un Cézanne, de un Van Gohg, o de un Gauguin — tres solitarios y silenciosos como él — en su saludable vuelta hacia las formas puras.

Es de figurarse en un hombre como Figari, la asimilación de experiencias que habrá realizado al contacto de las obras de otros maestros — Vuillard y Bonnard acaso. — ¿Qué chispa de tantas luces habrá recogido su mano, de pasada nomás, así como quien caza un bicho de luz a la orilla del día?

Por la riqueza colorista de su paleta, Figari se mueve dentro de la gran cauda que siguió al movimiento impresionista; pero de un impresionismo sin «plein air» — aunque parezca paradoja — ya que siempre pintó dentro del taller (su modesto taller: un cuartito cualquiera). Mas si sus contornos no se diluyen en la luz física de la intemperie, con los cambiantes propios del sol al andar las horas del día, sufren, en cambio, la fuga de sus líneas al ser ejecutados sin modelo, en presencia de figuras y episodios evocados por la imaginación, los cuales llegan a él en el carril de la memoria, desfigurados e ilumnados por el recuerdo. Es decir: que llegan a la punta de sus pinceles, cálidos de luz y dentro de una atmósfera de arte desrrealizado, que lo actualiza evadiéndolo de la mera y simple reproducción realística o fotográfica.

Es indudable que sin una intensa y previa cultura artística, Figari no hubiera pintado con esa valentía inocente propia de un salón de emancipados; como si alguna audacia colorista y desformante de los «fauves», hubiera envalentonado la gracia instintiva de su pincel. Pero es indudable, al par, que los jugos que pueda haber bebido en su visita al París de 1913 — año histórico, gran final de la civilización en paz — al llegar a la Patria fueron olvidados en el alvéolo transformador del subconsciente, a la vez que una firme idea de independencia artística lo recuperaba con el tirón de su imperio, para darnos en su obra nativo platense, más que una miel de abeja de laya europea, una miel acendrada de avispa Camuatí.

* *

Buena parte de su obra, Figari la pintó en Buenos Aires — viviendo en la calle Charcas — luego en París, y los últimos años de su vida, en Montevideo. De París y Buenos Aires poseo cartas suyas donde me habla de su arte, de lo que desea realizar con los motivos nuestros, teorizando a veces con un fervor juvenil y con una fé en el destino de su obra, que lo mantuvo con el arco en perpetua tensión hasta la hora de la muerte, acaecida en plena ancianidad.

He releído algunas de sus cartas — que nunca publiqué — y de todas ellas, por considerarla más jugosa y rica en ideas americanistas, voy a transcribir casi íntegra, la primera que me escribió, a raíz del envío de un ejemplar de mi libro «Agua del tiempo», la cual constituyó la inicial de nuestra futura y fervorosa amistad. Está fechada en Buenos Aires el 4 de Diciembre de 1921. Entrando al texto que puede interesar a los lectores, dice: «De día en día más convencido de la necesidad de observar nuestro incomparable ambiente americano, con alma americana, puede imaginarse si leí con avidez y con satisfacción sus preciosos versos. ¡Cuánto cuesta ver las cosas sencillas!… Se diría que hasta ahora pasaban los cultores del terruño como seres simples, que se conforman con cualquier cosa, lo que los hacía simpáticos, así como su inconfundible inofensividad. Ahora, las cosas van cambiando, felizmente. No obstante, no hace un mes, hablando con un joven pintor argentino que llegaba de Europa, al hacerle yo el elogio de un cartón que pintara antes de su partida sobre asuntos caseros (mancarrones a la sombra de una higuera) me decía: «He cambiado de numen, en Europa. ¡Ahora traigo uno más civilizado!» Y eso ha ocurrido siempre. No ven que esto es cambiar oro por «dublé», no porque sea inferior lo europeo, sino porque, para un americano, optar por lo europeo es abdicar de lo que le es propio, y alistarse en donde no pasa ni pasará de ser un simple invitado. ¡Y es triste tener que vivir definitivamente fuera de casa!

Parece pequeño y hasta pobre lo propio, porque no nos hemos acostumbrado a estimarlo. Me refiero a la poesía de América, capaz de inspirar en todas las artes a los que han mantenido contacto con el medio, y tratan de comprenderlo.

Es de Tartarín eso de poner un boabab en maceta, y es obra de tartarines eso de ir a buscar la flora y la fauna europeas, desdeñando las nuestras que son tan ricas y hermosas. Por ahí es que nos hemos desconceptuado ante el europeo, por ese afán de imitarlo, sin caer en la cuenta de que es eso lo peor que pueda hacerse en materia de mal gusto, por no decir algo más fuerte y exacto también: es una prueba de ausencia de criterio.

Poco a poco, van poniéndose las cosas en su lugar, y lo primero que habremos de hacer es poner al americano en América, que es donde puede estar mejor. Yo vengo de vuelta porque también me dejé seducir por esa admiración incondicional por el Viejo Mundo, que a tantos deslumbra todavía, y si me salvé, y puedo volver es porque no perdí jamás contacto con nuestro ambiente. Siempre conservé cariño a las cosas del campo, especialmente, y los perfumes silvestres siempre me atrajeron. Sin saber por qué, sentía los paisajes, los tipos y costumbres nuestras, y digo «sentía» no en el sentido cursi que se da a la palabra por los ramplones, sino para indicar que ejercían cierta fascinación en mi espíritu. Después, a medida que fuí observando, para comprender, me parece haber encontrado caudales múltiples y multiformes, que sería insensato desdeñar. Eso, y el tener alguna aptitud pictórica, me hizo interesar en una obra que quiero cada vez más, como se quiere a una prenda personal de buena ley. Ahora, — y muy particularmente cuando considero la paupérrima repetición en que vejetan los europeos, — ya voy prefiriendo una bagatela nuestra, un yuyito criollo al boabab de Tartarín».

Figari era un poeta del color y del folklore, evocador genial de un pasado pintoresco. Al pintar de memoria sus recuerdos, se colocaba en un trance de realismo imaginativo que daba a sus escenas ese sentido poético aludido. Por eso no es extraño que en otra carta, fechada también en Buenos Aires, el 14 de Febrero de 1923, me dijera: «Así, por ejemplo, nosotros que hermanamos tanto y tan gemelamente nuestra manera de sentir y comprender las cosas del terruño, ¿por qué no intentamos hacer algo juntos? Yo podría pintar sus poesías, y Vd. poetizar mis pinturas. Ya, Julio Supervielle, tenía ganas, — y me lo manifestó más de una vez, — de hacer alguna poesía sobre mis temas pictóricos, concretos, que a él le hacían evocar bastante. Quizá por no estar suficientemente informado de nuestras cosas regionales y costumbres, no lo hizo aún. Esto nos daría tema para alguna conferencia de corte científico, moderno, nuevo y muy interesante». Más adelante, insistiendo, agrega: «le anticipo la idea para que la medite, y después me dirá si le resulta».

Como puede comprobarse por estas ideas, Figari, aun cuando había encontrado su camino artístico, y aun cuando éste lo conformaba plenamente, vivía en continua inquietud estética, más propia de un joven que de un homhre de edad avanzada.

Y por último, en carta escrita desde Bruselas, en Enero de 1926, me dice: «creo que presto un servicio a mi raza y a aquellos países, pues con motivo de mis exposiciones, se habla de ellos con gran simpatía, y se les mira idealizados, con la idealización de lo esencial típico, que siempre es poético y subyugador». Y finaliza con este párrafo, lleno de esperanza: «La Europa espera que el alma Americana se pronuncie: hay que trabajar y traer ese verbo nuevo, virginal».

Tal fué — en ideas y realizaciones — Don Pedro Figari, aquel señor abogado, defemor de causas sonadas; tímido pintar a escondidas que — de buenas a primeras — como tironeado por las voces milagrosas del arte y de la Patria, se convirtiera en el gran pintor nativo de los tiempos nuevos; cuya obra no han de borrar escuelas ni mañanas, porque se apoya en dos valores fundamentales: el de su pintura como pintura; y el de sus temas, como epopeya de su pueblo.

                              FERNÁN SILVA VALDÉS