I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Lector:

Al aprestarse la H. Cámara de Representantes para considerar el mensaje del Poder Ejecutivo de 27 de junio último, en que promueve la abolición del castigo extremo de la muerte de entre los demás que prescribe la ley penal, ha dispuesto que se coleccionen y se impriman los artículos de la polémica sostenida en El Siglo sobre esto mismo, con los doctores José Irureta Goyena y José Salgado. Ese honor, en lo que á mí se refiere, debo atribuirlo más bien que al propósito de ilustrar la cuestión, al celo y escrupulosidad con que esa rama de la legislatura piensa abordar el estudio de tan arduo como interesante asunto.

No obstante esto, y en la inteligencia de que son tan limitados los conocimientos humanos que hasta el sabio mismo tiene siempre algo que aprender, aún cuando departa con un analfabeto, creo no incurrir en flagrante contradicción, ni en desmedida inmodestia, al confiar en que puedan servir de algún modo las observaciones que he recogido sobre la faz local de esta cuestión, si no por su mérito, porque este punto de vista con ser tan importante, ha sido descuidado entre nosotros.

Cuando se afirma que la discusión de este asunto está agotada, se olvida que su índole es esencialmente experimental. Puede decirse que en cada país es un problema distinto el de la pena de muerte, como son distintos casi siempre los problemas sociales, políticos y económicos de cada región, de cada nacionalidad. Los preceptos generales no pueden, por lo común, extenderse más allá de las fronteras del territorio; y esto mismo es tal vez demasiado.

Es prudente, pues, desconfiar de las soluciones abstractas.

Tan compleja es la variedad de los fenómenos sociales y son tan divergentes las direcciones que toma cada agrupación humana, que sujetarlas á reglas é itinerarios fijos, uniformes, es más difícil, seguramente, que hallar un volapük de perfección tal como para ser recibido con igual espontaneidad por todos los pueblos de la tierra; y si advertimos todavía que las relatividades inacabables que campean en el organismo social y sus variedades y divergencias cambian además al infinito é incesantemente, con relación á la estructura de cada pueblo, á la diversidad de cada lugar, y á las peculiaridades de cada momento, de cada etapa evolutiva, ¿quién puede creer en reglas invariables, unitarias?; ¿qué genio tendrá la suficiencia requerida para dar una solución capaz de satisfacer á la vez las necesidades del viejo y del nuevo mundo, lo mismo á los ingleses que á los venezolanos, á los argentinos que á los franceses, á los suecos que á los uruguayos, si acaso esto no es una descabellada utopía?

Es más sensato estudiar cada organismo social, lo más individualmente que podamos, para desentrañar sus verdaderas conveniencias y descubrir su legislación más apropiada, como estudia el clínico á cada enfermo para darle un régimen. Esto tendrá siempre más eficacia.

Conviene rehuir las imitaciones, que nos conducen casi siempre á la decepción. Precisamente lo que hemos de estudiar con mayor minuciosidad en los demás países, son las diferencias que existen entre sí y con relación al nuestro, para con ello darnos la más clara cuenta que sea posible de nuestra individualidad social y nacional, en todas sus peculiares modalidades; y si hemos de ir con un rumbo preconcebido, convendrá que nos inclinemos en el sentido de acentuar nuestra personalidad, más bien que en el de ajustarla á un tipo exótico.

Por más que lo intentemos, por más que nos empeñemos en perfilarla con caracteres propios, nuestro modelado tendrá á menudo tres cuartos de imitación. De ahí que casi siempre vivimos en impotente rebelión contra la realidad, pretendiendo eludir el imperio de ese elemento soberano, irreductible, lo que es, como si ignoráramos que, en definitiva, nos domina, nos maneja y nos somete, quiérase ó no se quiera, como imprime sus líneas al estaño el cuño de acero.

Tal vez no tenemos más latitud de acción que la requerida para presumir, y para sufrir las consecuencias de nuestra rebeldía. Por más vueltas que demos á la madeja, siempre ha de resultar que el soberbio dueño y señor del planeta, el hombre, es apenas su esclavo predilecto.

Antes que dejarnos deslumbrar, pues, por las argumentaciones ampulosas que toman su fuerza en la autoridad de sus sostenedores, vayamos á la fuente, á los hechos, á la realidad misma, que ella sí es reina, y tratemos de escudriñar pacientemente sus mandatos por medio de la observación más concienzuda y de la más sincera experimentación.

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Se dice: Inglaterra y Francia, naciones tan adelantadas, mantienen todavía de pie la horca y la guillotina: ¿cómo vamos á superarlas? ¿acaso podemos comparar nuestra complexión social con la de esas dos grandes naciones, para dar un paso más adelante del que ellas mismas dieran?

He ahí una de las curiosas relatividades que nos presenta el escenario humano, entre otras muchas. Las naciones del viejo mundo, de antiquísima tradición, están identificadas con la costumbre que impera tanto ó más que las leyes mismas. Toda reforma, toda innovación hiere un cúmulo tal de prejuicios, que es casi imposible concebirlo. De ahí las resistencias que ofrece la masa á los designios de los elementos superiores, avanzados; en cambio, las naciones de este continente quedaron abiertas de pronto, como tierra de ensayo, á las más audaces teorías, á las más generosas iniciativas. Allá, la libertad y la igualdad han tenido que luchar homéricamente durante siglos y siglos, si han querido erguirse para dominar; aquí nacieron como por encanto, á la vez que se adjudicó este mundo á la civilización. El pueblo yanqui, en pocos lustros, ha realizado progresos sociales, económicos y políticos que destellan y encandilan, aún cuando se les compare con los astros de mayor magnitud que brillan en la cultura europea. En el viejo mundo las nuevas ideas luchan aún hoy cuerpo á cuerpo con los resabios tradicionales, inveterados, cuyos vestigios palpitan en la conciencia pública, como viven estampados en su admirable monumentalidad. En América, todas las civilizaciones van á ella espontáneamente y prosperan por lo mismo que no hay vallas ni resistencias retrospectivas; los pueblos están sedientos de luz, de progreso, de libertad sin trabas, sin retrancas, sin tradiciones que demoler; ¿qué de extraño tiene que Europa no haya borrado todavía esa mácula de la legislación, ese anacronismo del asesinato legal, cuando aún no ha podido implantar el gobierno democrático á pesar de hallarse preparada para practicarlo por su gran adelanto? ¿qué fuerza tiene ese argumento autoritario cuando vemos que, á pesar de tanto obstáculo como se ofrece á la reforma, esa institución va cediendo al extremo de haber reducido á un décimo los casos de aplicación de la pena capital en el transcurso de un siglo?; ¿no es claro, que sólo un prejuicio y no una necesidad sentida es lo que puede impedir que se corte de un golpe esa amarra que liga todavía una civilización esplendente con la más sombría barbarie?

Sería acto de candidez suponer que en aquellos pueblos es reflexiva, puramente reflexiva toda modalidad, y que si la pena de muerte no se ha excluido por completo de la legislación, es porque la mayoría de los hombres pensantes, superiores, libre y ampliamente impuestos de esta cuestión, han considerado insustituible ese castigo. Son escasos los que, como el ilustre norteamericano Edward Livingston, se han resuelto á estudiar este asunto, abandonando todo juicio preconstituído. Desconcierta ver cómo se embandera cada cual antes de haber estudiado imparcial y serenamente el pro y el contra de este asunto (… y de tantos otros), por manera que, operado el preconcepto, todo esfuerzo intelectual se aplica á encontrar razones, antecedentes y argumentos para reforzar la tesis adoptada así, a priori,en vez de aplicarse á acumular elementos de juicio para formar opinión.

Tal vez una distinta complexión cerebral ó un distinto grado evolutivo hace que los hombres se dirijan unos en el sentido conservador, otros en el avanzado; pero es indudable que la mayor parte de las veces el criterio que se adopta de pronto, inopinadamente, por cualquier circunstancia eventual, por cualquier exigencia del momento, predomina ya, robustecido por el perseverante esfuerzo del amor propio que nos hace tenaces, de una tenacidad inexpugnable. Ya no se reacciona más. ¡Vaya uno á guiarse sólo por la autoridad de los opinantes!

El caso del eximio Mittermayer que pasa al abolicionismo después de haber sido panegirista de la pena capital, es tan extraordinario, que suena á milagro. Se requiere una dosis sobrehumana de energía y de sinceridad para evolucionar, una vez que se ha dado el primer paso; y con decir que se nos increpa nuestra «inconsecuencia» cuando nos hacemos accesibles á un razonamiento contrario, está todo dicho.

La mayoría de los hombres, la totalidad, puede decirse, tiene opinión hecha sobre el patíbulo. Si se inquiriera, cómo, por qué clase de observaciones han llegado á formarla, habría de causar estupefacción conocerlo.

Si tuviéramos la seguridad de que los hombres superiores de cada país hubieran observado directa y escrupulosamente todos los antecedentes del problema, hubieran examinado por todas sus fases, sín parti pris, este arduo asunto, no para defender su opinión preconstituída con los recursos de su talento, sinó para formar en conciencia su opinión, ¡oh! entonces sí que sería respetable su dictamen; pero esto no ocurre por regla general. Casi siempre se improvisan las opiniones.

Es así como el argumento autoritario de que Inglaterra ahorca aún y Francia aún decapita, pierde gran parte de su valor. En lo que atañe al primero de estos países, debilita todavía su fuerza el gran prestigio que tiene allí la costumbre así como el vigor de los esfuerzos abolicionistas que han demostrado no ser tan firmes como se supone, las posiciones de los partidarios de esa pena.

La Howard Association que viene bregando por la abolición desde 1828 en que se fundó bajo el nombre de Society for the abolition of capital punishement, ha contado entre sus adeptos con los hombres más eminentes del reino. En el Parlamento también han encontrado muchos y esclarecidos partidarios, las proposiciones presentadas en tal sentido. En Francia es tal vez mayor el esfuerzo abolicionista. Para darse cuenta de ello baste saber que un diario, en mayo último, expresaba que no podía ajusticiarse á tres condenados á la guillotina por no saberse ya dónde izar el otrora humanitario y filantrópico instrumento de decapitación, en el día desacreditado por completo.

No será, pues, con los estertores agónicos de ese resabio, con lo que habrán de engendrarse convencimientos, ni entusiasmos… Si acaso pudiera disuadirnos una institución, floreciente, que rigiera en otros países, vigorosa, en medio de la aprobación general, no habrá de lograrlo de cierto este ejemplo de atrofia galopante, que huele á carroña.

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La estadística sólo puede interesar á la cuestión en cuanto sirva para comparar en cada país los resultados de uno y otro régimen: el de la pena de muerte y el de la abolición; y en ese punto es del todo favorable al segundo régimen.

Es común seguir el criterio de Gabriel Tarde, según el cual sólo deben ensayar la abolición, y con mucho tiento, los Estados cuya criminalidad violenta decrece más ó menos rápidamente.

Este precepto que á primera vista seduce, no es lógico, y está además contradicho por hechos palmarios. Me atrevo á afirmar que no es lógico puesto que, á ser un remedio eficaz, la pena de muerte, como se preestablece, no podría dejar de emplearse en ningún país, por escasa que fuera la cifra de sus crímenes, sin exponerlo á recrudescencias peligrosas, inevitables; y afirmo que está contradicho, porque en Italia, verbigracia, donde sus más eminentes estadígrafos acusan con lealtad el más alto coeficiente de delitos de sangre, entre todos los europeos, se ha ensayado no obstante con éxito lisongero esta reforma; y eso que allí hay una modalidad violenta excepcional, el brigante para el cual parece hecha de medida la pena de muerte, según el concepto corriente. ¿Cómo se explicaría este fenómeno comprobado durante seis lustros de experiencia, á ser fundado el consejo de aquel ilustre penalista?

Este resultado y otros muchos, destruyen el aserto de Tarde que, al fin, implica un prejuzgamiento: la eficacia de la pena capital para detener á los criminales, eficacia no comprobada aún, en tan largo tiempo de experiencias.

El delincuente es fruto de complejísimas causas, como el suicida que, según Lacassagne, es un criminal modificado por el medio. Si es inconsulto pretender la reducción de la cifra de suicidios por medio de una penalidad cualquiera, no lo es menos tal vez pretenderlo respecto de los criminales, por el terror que les inspire el patíbulo. La supresión de las crónicas de sangre, de esas leyendas que idealizan el delito, tal vez fuera una medida más eficaz, como lo es sin duda respecto de los suicidios. Es indudable que la publicación de pormenores llenos de melancolía sugerente, actúa en los espíritus románticos corno un incentivo.

Para formar opinión sobre el temor que inspira el castigo capital á fin de calcular su eficacia, de nada valdrá saber qué piensan los que van á ser ajusticiados; antes bien, conviene saber qué piensan al respecto los candidatos al crimen, y esto no lo averiguaremos por medio de la auto-observación, sinó al contrario, por la observación objetiva. No cabe duda de que los elementos sociales evolucionados acusan horror hacia el patíbulo, pero no pasa lo mismo con los inferiores, en cuya rústica insensibilidad promueve más bien reacciones inconvenientes, enardeciéndolos, incitándolos, provocando sus violencias. Es además un error suponer que éstos obran reflexivamente y que calculan como aritmómetros las consecuencias del delito, para determinarse á delinquir.

Se dijo que antes de organizarse los talleres en nuestra Penitenciaría, hubo penados que escribían á sus parientes y amigos, haciéndoles saber que la vida carcelaría era grata; que sólo les faltaba la guitarra, para divertirse; y no por esto habrá uno que se haya decidido á delinquir sólo para disfrutar de esos halagos. Son otras y muy distintas las causas que determinan al delincuente, al homicida.

Los datos que arroje la estadística, pues, respecto del número de delitos de sangre, sólo podrán servirnos para calcular en cuánto puede elevarse el presupuesto de gastos para mantener á los que eludan el banquillo, si no pudiera hacérseles producir la escasa ración que consuman, y esta exigua cifra, por lo demás, no puede espantar á las naciones que tienen presupuestos millonarios. Ninguna otra consideración concluyente podrá obtenerse por esta faz de la estadística criminal.

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Localicemos. Entre nosotros, no hay duda de que la pena de muerte carece del único elemento de que aun hacen artículo de fe sus panegiristas: la temibilidad. Si para otras razas más frías y reflexivas, puede tener efectos realmente intimidantes, para la nuestra, más bien enardece. No se domina por el terror de una muerte apenas posible y lejana nuestra meridionalidad, nuestra desmedida imprevisión. Para los imprevisores basta una probabilidad feliz, para que se espere y se confíe en ella.

Como lo asevera el capellán de nuestra Penitenciaría, doctor Lorenzo A. Pons, nuestros paisanos son tan valientes que hasta van al banquillo como héroes. ¿Qué se dirá de los candidatos al crimen, que apenas logran concebir mentalmente que les puede tocar un día imitarlos? ¿qué efecto recomendable puede esperarse, pues, de ese espectáculo del fusilamiento con que se paga la ávida curiosidad de nuestros campesinos?

En la campaña, no será por el miedo por donde puede hacerse penetrar la civilización. El valor es allí la obsesión dominante. Se hace escuela y culto de esta virtud primitiva. Desde niños se acostumbran á afrontar la muerte, sonriendo. Su estoicismo no tiene límites. La mayor injuria que se les puede dirigir es la de imputarles cobardía; el mayor elogio, es reconocer su valor. Todo lo demás, la laboriosidad, la honradez, la sobriedad, la diligencia, el espíritu de orden, la exactitud en el cumplimiento de los deberes, la sumisión á la ley, todo esto es algo cuya cotización, en conjunto, no alcanza á equivaler á aquella suprema virtud: el valor, el valor llevado hasta el desprecio completo de la vida.

En cada acción de guerra de nuestras reiteradas contiendas civiles, los ejemplos de valor heroico se cuentan á centenares. Recuérdese cómo la mayoría se alista al primer toque de clarín y sin conocer las causas de la lucha, forman legiones dispuestas á batirse á toda hora con bravura indescriptible, como lo haría un pueblo que defiende su bien, su honor, su libertad contra el saqueo, la violación y la esclavitud que quisiera someterlo el agresor extranjero, y bien claro se verá que es insensato dominarlo por el terror… ¡por el terror de un peligro apenas posible, y remoto!

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Rindiendo culto también al indomable prejuicio, tal vez, creo que conviene optar por un sustitutivo impresionante, no agresivo como es el fusilamiento, sinó severo. Me parece que es preferible la pena indeterminada, sin plazo fijo, que puede trocarse en pena perpetua, á una pena larga con un máximum infranqueable. Conviene sí fijar un mínimum que bien puede ser de treinta años. La pena inmediata debería tener un margen mayor que el establecido por el artículo 93 del Código Penal, para la liberación revocable. Si se optara por un tercio, en vez del cuarto de la pena, quedaría más proporcionada la graduación de los grandes castigos.

El presidio debería organizarse sobre la base de una sabia reglamentación que reflejara sobre la reclusión las condiciones de temibilidad compatibles con la civilización y requeridas por el derecho social de defensa. Si algún efecto puede esperarse del temor á la penalidad para reducir el crimen, creo que siempre se obtendría mejor así, que por medio del aparato cada vez más paralítico del patíbulo.

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Como que he acudido, fuera de la faz local, á variadas fuentes, habiendo recogido notas y apuntes en diversas lecturas en el largo tiempo en que me ha interesado esta cuestión, me hallo en la imposibilidad de expresar por completo el origen de mis citas corno deseara hacerlo, cumpliendo un deber de lealtad. Además de las obras generales de derecho penal, he consultado: Charles Lucas: Du Système Pénal et répressif; Mittermayer: La peine de mort; G. Rebaudi: La pena di morte e gli errori giudiziari; K. D'Olivecrona:De la peine de mort; Manuel Carnevale: La cuestión de la pena de muerte; Augusto Pierantoni: La pena di morte negli Stati moderni, etc.

Montevideo, 15 de julio 1905.

                                             P. FIGARI.