El crimen de la calle Chaná
PUBLICACIONES
EN
DEFENSA DEL ALFÉREZ ENRIQUE ALMEIDA
POR
PEDRO FIGARI
ABOGADO
AL LECTOR
Habían transcurrido diez días de la muerte de Butler, cuando se me confió la defensa del alférez Enrique Almeida. Por las publicaciones que se hicieron desde los primeros momentos, conocía la marcha de las pesquisas, así como las peculiaridades del cuerpo del delito y demás antecedentes conexos.
Las crónicas eran extensas y se leían con avidez. Los periodistas procuraban noticias afanosamente y las trasmitían á la población, imponiéndola con minuciosidad del verdadero estado de las investigaciones. ¡Causó honda sensación lo que entonces dió en llamarse EL MISTERIO! Pocos hechos de sangre registran nuestras crónicas que hayan impresionado tanto y por tan largo tiempo.
Si de suyo era interesante aquel enigma, el sombreado artístico con que se ataviaron las informaciones iba azuzando más y más nuestra curiosidad, ya anhelosa; y así que se supo lo referente al cartel y al revólver hallado junto al cadáver; luego que fueron sucesivamente conocidas las alarmas y presentimientos de Butler; la persecución que se le hacía; los siniestros relatos de los compañeros del Club Juan P. Salvañach; el cambio de parada del guardia civil, que ordinariamente estaba en las proximidades del sitio del crimen; la singularísima aparición de dos sujetos desconocidos en casa de Fernández Fisterra pocas noches antes del 14; las previsiones de esta familia y la crudeza con que formuló cargos contra la policía, vino la ansiedad y el malestar. Se vislumbró un acto salvaje: el crimen político ó el crimen policial.
Pasaban entretanto los días sin adelantarse nada. Los culpables no aparecían.
Yo seguía asiduamente las vicisitudes del ruidoso asunto, participando, como es natural, de las emociones é impaciencias generales.
Mientras que los cuchicheos galvanizaban los ánimos, la prensa subía el diapasón. Comenzaron las insinuaciones animosas, las versiones y reticencias flagelantes, y siguieron las ardientes conminatorias y las apreciaciones más rudas. La sed de vindicta no se resignaba ya á un fracaso, cuando se supo que la policía acariciaba la hipótesis del suicidio. Este rumor acabó de exacerbar las pasiones, con lo cual recrudeció aún más el tono de la propaganda incandescente, hallando ecos sonoros en la opinión. ¡Que la misma autoridad pretendiera encubrir el más alevoso asesinato bajo la farsa de un suicidio común, así, á las barbas de la población, era agregar la befa más insolente al escarnio de la ley y la justicia!
Tal era el estado del sensorio público cuando, al sexto día, circuló la noticia de que había dos detenidos en la Jefatura Política y que allí se abrigaban grandes esperanzas de arribar á un completo esclarecimiento.
Fué éste un gran alivio. La Razón hizo promesas, después de pedir que se serenasen los ánimos, afirmando, con el prestigio de su palabra, quo debía confiarse en la acción de la autoridad. De un instante á otro, todo se sabría. Comenzó la expectativa. Había que confiar en el resultado de las nuevas pesquisas y se apagaron los fuegos, si bien no en toda la línea. Algunas columnas recalcitrantes continuaron ametrallando sin piedad á la policía.
Efectivamente, dos individuos arrestados desde el 19, permanecían en completa ineomunicación: el alférez Enrique Almeida y Joaquín Fernández Fisterra. El local de la Jefatura y sus alrededores estaban á toda hora atestados de gente que estiraba el cuello, nerviosa, jadeante, esperando el desenlace, en medio de una agitación, de un movimiento descomunal de los funcionarios.
Así siguieron las cosas, hasta que en la mañana del 23 hallamos esta sensacional noticia en la prensa:
«iAl fin! — 3 de la mañana.—SE HIZO LA LUZ.
«El horrible crimen de la calle Chaná ha dejado de ser un misterio.
«Uno de los detenidos ha confesado el delito, y el otro es ya imposible que persista largo tiempo en sus irritadas negativas.»