I. Pedro Figari en hipertexto

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Zani, Giselda - Pedro Figari, [pdf 12,47 MB] 12 láminas en negro y una en color. Monografía de arte. Serie americana 2 (colección dirigida por Attilio Rossi). Editorial Losada S. A., Buenos Aires, 1944.


PEDRO FIGARI

Una tradición no confirmada pero verosímil quiere que antes de la mitad del siglo pasado, un adolescente, venido de las costas mediterráneas, desembarcase en nuestras playas sin proponérselo, arrojado a sus arenas por un terrible temporal que hiciera naufragar el barco que le traía. Le acompañaba un primo suyo también de joven edad. Lo cierto es que don Juan Figari, cuando se dirigía hacia América luego de abandonar el puerto de Santa Margherita Ligure, del cual era oriundo, no pensaba fijar residencia en el Uruguay. El fundador de la familia que hoy lleva su nombre, padre de nuestro incomparable pintor, debió así a un azar lleno de riesgos y a su espíritu de aventura el haher establecido en el Uruguay un linaje cuyos miembros — y entre todos ellos con supremos perfiles don Pedro Figari — enorgullecen a la que fuera su patria de adopción.

Me place comprobar la rotunda ascendencia latina de Pedro Figari, la permanencia en su sangre del asombro que debió reflejar la mirada del padre europeo ante lo inaudito y lo pintoresco de aquel Montevideo que pocos años antes había conquistado su independencia y que en la composición de sus habitantes alternaba la gracia patricia de cuño español, la dulzura y la violencia ele los negros, el tesón de los inmigrantes llegados en un momento en que su incorporación definitiva al medio local les permitía convertirse rápidamente en verdaderos hijos ele la patria joven. La madre también era italiana y casi una niña. Este hecho nos da la certidumbre de que los años de infancia y adolescencla del futuro pintor transcurrieron dentro de una tradición europea no desvirtuada por la brusca mezcla que a veces resulta del matrimonio entre un hijo de aquel continente y una americana en el cual, a fuerza de concesiones voluntarias y mutuas se pierden frecuentemente los hilos imponderables de la trama tradicional, hechos de menudos gestos cotidianos, de infinitesimales costumbres, más que de la diferencia de lenguaje o color de ojos y cabello. El que los hijos de tales uniones se conviertan luego en ciudadanos auténticos, sin el menor resabio de extranjerismo, de la patria de nacimiento, sin duda proviene del aplomo que una educación homogénea, no perturbada por diferencias más o menos hostiles entre los padres, les otorga. Pedro Figari fué uno de estos hijos verdaderos de la tierra americana y su misión parece haber sido devolverle, en las creaciones con que su espíritu multiforme se manifestara a lo largo de su vida, los frutos del bienestar y la estabilidad que aquella tierra confiriera al esfuerzo y la inteligencia de sus padres.

Nacido en 1861, le encontramos a los 24 años ocupando un cargo jurídico de responsabilidad y el mismo año recibe la Real Orden de Isabel la Católica. No es todavía abogado; solo un ano después obtiene el título por el eual su familia le ha hecho abandonar — sólo a medias — sus ambiciones artísticas manifestadas desde pequeño. La brillantez de los estudios hace que el mismo aíío de la recepción del título se le designe Defensor de Pobres en lo Civil y lo Criminal, y es entonces que se inicia el ininterrumpido contacto con los personajes que luego han de vivir una existencia perdurable en las telas de su madurez pictórica.

Si por un lado, los suyos, sin oponerse radicalmente a la vocación artística del hijo, exigían de éste la terminación de sus estudios antes que cualquiera otra actividad, más relacionada con sus aspiraciones, pudiera perturbar la carrera que había elegido, encuentra en la familia de su prometida, la patricia casa de los De Castro y Caravia, atmósfera propicia para la expansión de su temperamento. En aquel entonces la educación de las señoritas de buena familia no era considerada completa sin el cultivo de las bellas artes y las señoritas de Castro sobresalían entre las discípulas de un brillante maestro, vivo aún, don Wilfredo Sommavilla, pintor italiano de tradición académica que era dueño absoluto de su oficio y poseía un talento innegable. El anciano profesor, aferrado a su tradición, aún hoy lamenta el hecho de que Pedro Figari, entonces, en lugar de discutir con él sobre ciertos tecnicismos y no pasar de algunos ligeros ejercicios, no hubiera aceptado toda su autoridad y disciplina para convertirse “en un verdadero pintor”.

Fué pues, en el maravilloso ambiente de la quinta de Castro — hoy incorporada a los parques públicos ele Montevideo y verdadera joya de nuestra época romántica — donde Pedro Figari inició la trayectoria de su vida de artista a la vez que formaba en el seno de aquella familia culta y refinada la que había de ser la suya propia. Hombre fiel a su sangre y a sus sentimientos, parece haber haber hallado siempre en el círculo nativo y familiar los mejores estímulos para su obra creadora. Luego había de encontrar en uno de sus hijos el mejor acicate para su pintura, el mejor crítico, el seleccionador que se adelantaba al juicio que había de llegarle de otros sobre todas y cada una de sus obras. Pero esto será muchos años después de aquella iniciación.

Ya casado, en el mismo año de 1886, con doña María de Castro y Caravia, parte hacia Europa y viaja por todos aquellos países cuyos tesoros artísticos e intelectuales pueden cimentar con más vigor una sólida cultura occidental. Y, ya de vuelta en el país natal, unos años más tarde, entra a participar de la vida pública del Uruguay con una intensidad de acción positivamente incomparable. El periodismo le atrae, y funda “El Deber” del que es co-director. El fin del siglo XIX es la época de los procesos sensacionales, de la instauración de nuevas corrientes dentro del pensamiento jurídico, de un humanitarismo que apasiona al público y pone en aprietos a las autoridades cuando se trata de conciliar la palabra de la ley con una opinión pública que se atiene sobre todas las cosas a lo subjetivo, a los móviles, a una mayor elasticidad en el concepto de culpa o de inocencia. Un crimen que conmueve al pueblo y del que se cree culpable a un alférez del