Un conciso intento por ubicar a Figari, a partir de sus múltiples actividades y obras, así como de las peculiaridades de su biografía, en la constelación de autores que darían brillo (quizá ya no repetido después) a la vida cultural de esta orilla del Plata en el pasaje entre dos siglos.

Ardao, Arturo - Figari en la generación uruguaya del 900. Etapas de la inteligencia uruguaya. Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, Montevideo, 1968, pp. 309-314.



Figari en la generación uruguaya del 900

por Arturo Ardao

En contraste con lo común en nuestros países adolescentes, de tempranas realizaciones personales que luego se estabilizan o eclipsan, dio Figari el ejemplo de una sabiduría vital más en flor cuanto más en años. Tal vez por eso, la deslumbrante consagración del pintor, ha existido tanta dificultad en reconocer su verdadero puesto en la gran generación uruguaya del 900. En ella lo encuadran las típicas coordenadas que la definen, en cuanto generación, por el sabido significado, antes que matemático, histórico.

Por paradoja, tiende a escapar en los dos opuestos extremos, de sus límites temporales. Nacido siete años antes que los habitualmente considerados sus miembros mayores en edad, Viana y Reyles, ambos del 68, su efectiva creación intelectual comienza en el tránsito de la primera a la segunda década de este siglo, cuando la generación se hallaba en su apogeo, y culmina veinte años más tarde, cuando de ella no quedaban en actividad sino escasos sobrevivientes. Sin embargo, en la perspectiva histórica resulta ser no sólo uno de sus integrantes, sino, aun, en el campo de la inteligencia, una de sus tres primeras figuras, junto con Rodó y Vaz Ferreira.

A lo largo de la última década del siglo pasado y primera del actual, tuvo Figari intensa actuación política. Hizo periodismo, formó parte de corporaciones y autoridades partidarias, fue representante durante varias legislaturas, encabezó movimientos de reforma constitucional. Es también ésa la época de su mayor labor como abogado, en especial criminalista, que alcanzó resonancia con la destrucción célebre de un error judicial, y de su campaña contra la pena de muerte, de influencia en la abolición de ésta en 1907.

Pero hacia 1910, frisando los cincuenta años de edad, el político y jurista de acción varia e intensa, empieza a dejar sitio a otro personaje que le ha ido creciendo por dentro. Era, aunque postergado, su compañero de antiguo. Algunos hechos reveladores: frecuentación de talleres de pintura en Europa, antes del 90; proyectos de ley, siendo diputado, de creación de la Escuela de Bellas Artes, en 1900 y 1903; presidencia del Ateneo durante varios períodos, después de 1900, promoviendo actos artísticos e intelectuales, como el concurso que ganó Carlos Sáez, o el homenaje a Spencer, cuando su muerte, en que fue orador; acogida en su casa de intelectuales europeos de paso por Montevideo; trato asiduo y cooperación con artistas como Sáez, Beretta, Blanes Viale; crítica de arte; manejo dominical de los pinceles. Este Figari humanista, durante tantos años en segundos planos, le reclama cada vez con más imperio su conciencia y su tiempo, hasta desplazar, al fin, al dominante de ágora y foro.

Dos hechos resultaron decisivos para lo que fue el gran cambio de vertientes en su existencia: su ingreso al Directorio de la Escuela Nacional de Artes y Oficios y su despedida de la política. Es entonces que se produce la más profunda y radical trasmutación de su personalidad. Bibliográficamente, está marcado el tránsito por dos piezas de apariencia modesta y de signo contrario.

Una, de 1910, Reorganización de la Escuela Nacional de Artes y Oficios,1 objetiva el punto de partida del segundo gran ciclo de su vida. Reviviendo inquietudes pedagógicas de dos lustros atrás, queda allí firmemente orientado, no sólo a las reflexiones y tareas educacionales de sus próximos años, sino también a la inmediata indagación filosófica del concepto de arte, en el que subsumirá los de artesanía, técnica y aun ciencia, y a su realización personal luego, a través de formas plásticas y literarias.

La otra, de 1911, El momento político, objetiva, por su parte, la clausura del ciclo primero. Este folleto no quiso ser precisamente eso: su despedida de la política. Constituyó, por el contrario, una como postrera tentativa de aferrarse a ella, de encauzarse todavía en ella. Recogía diecinueve artículos publicados en La Razón, de diciembre de 1910 a enero de 1911 -importa fijar las fechas- en los cuales un Figari sereno y conciliatorio abogaba por la paz cívica amenazada y adhería con circunspección a la candidatura de Batlle para la que iba a ser su segunda presidencia. Las relaciones personales y políticas, en algunos momentos estrechas, entre Batlle y Figari, no han sido historiadas. En este folleto, el propio Figari proporciona referencias sobre su origen, así como sobre otros episodios que pueden servir de base para la determinación de acercamientos y alejamientos entre ambas poderosas individualidades, no llamadas finalmente a entenderse. Siguió el desencuentro definitivo, y para Figari el abandono, igualmente definitivo, de la política.

Quien haga su biografía podrá acaso determinar cómo la desilusión política se le fue instalando a lo largo del segundo lustro del siglo, cuando en febrero de 1905 dejó de ser el legislador que había sido desde febrero de 1897. Se la adivina en las entrelíneas de aquellos artículos, escritos en actitud más de cátedra que de tribuna. Pero de ella iba a reaccionar por una honda vuelta sobre sí mismo. El “momento político” aludido en el título, y abordado, no obstante, con cierto aire de objetividad sociológica y de distancia histórica, se convertiría en el momento del gran giro de su existencia personal. Su trayectoria iba a tomar otro rumbo, y ello sucede justamente, literalmente, entonces.

En el mismo enero de 1911 en que publicó el último artículo, se puso a trabajar en la que iba a ser, sin que se lo propusiera al principio, su obra filosófica fundamental: Arte, estética, ideal. Al final del prefacio, fechado en setiembre de 1912, explicaba cómo la tarea –comenzada “en enero del año próximo pasado, casi dos años ha”- lo tomó, enardeció y comprometió, obligándolo a ir mucho más allá del “simple opúsculo” que había proyectado. La dedicación a ella durante todo ese tiempo fue casi total. Al cabo, entregaba el libro al lector “no sin cierta emoción”. Porque podía decirle y le decía: “este libro es de observación y de asimilación; en otras palabras, por escaso que sea su mérito, es mi libro”. No se necesita más para comprender hasta qué punto Figari salió de la emergencia, renacido, transfigurado.

En seguida, en 1913, el viaje a París, con establecimiento de vínculos intelectuales de los que iba a resultar la traducción de su libro al francés, y con experiencia directa de la renovación artística del siglo. En 1915, la dirección de la vieja Escuela Nacional de Artes y Oficios para transformarla conforme a sus ideas, a través de una actividad verdaderamente febril, de entusiasmo creador. La familia comparte no sólo el entusiasmo sino también la tarea. Y es allí que se produce el histórico encuentro con Juan Carlos, su hijo mayor, flamante arquitecto. Colaborador suyo en la Escuela, hasta que renuncia a su dirección por desinteligencias con el gobierno, en 1917, lo será también en la redacción de un ensayo sobre la enseñanza industrial proyectada a la totalidad de la instrucción pública con el carácter de Educación integral, publicado en 1919.2

Pero lo será sobre todo en la gran aventura artística a que entonces se lanza, inexplicable ella misma sin la reciente experiencia al frente de la Escuela. Su brusco desenlace no resultó una frustración. El mencionado ensayo y la carta abierta que en el mismo año dirigiera al gobierno uruguayo sobre Industrialización de la América Latina; autonomía y regionalismo,3 revelan la obstinación filosófica y militante de su ideal pedagógico, con vastos sueños sobre el destino nacional y americano. De ese ideal y de esos sueños, vitalmente remozados por el juvenil impulso del hijo, puesto ahora a pintar a su lado, surge un mundo de colores y de formas, que eran recuerdos e imágenes, pero a la vez ideas y significaciones.

De Montevideo a Buenos Aires, en 1921. De Buenos Aires a París, en 1925. Una nueva transfiguración. Entre la gesta del taller, en medio de las exposiciones resonantes, el diálogo de altura, primero con la inteligencia platense y luego con la francesa y la española e hispanoamericana de paso por París. En 1926, segunda edición francesa de su Arte, estética, ideal, con un cálido estudio preliminar de Desiré Roustan. Al cabo de tantas vicisitudes, Figari puede entonces divisar el panorama de su existencia como desde una cima. En esa cima, en 1927, inesperadamente, como piedra en el pecho, el golpe brutal de la muerte de Juan Carlos a los treinta y tres años de edad.

“Es una pérdida que sobrepasa a la del corazón”, dijo el padre, en una conmovedora página que recogió en enero de 1928 la Revue de l’Amérique Latine. “Quiero que quede claramente establecido -añadía- que cooperó a mis investigaciones y a mis tentativas para crear un arte regional, para reconstruir la leyenda del Río de la Plata, y que me secundó eficazmente con un sentido estético, artístico y crítico, sano y muy agudo, al punto de que no puedo afirmar que yo hubiera podido, sin él, hacer la obra que resume las ansiedades y las aspiraciones de una vida larga y accidentada como la mía”.4

Una vez más, es por la creación, ahora poética, que Figari responde al desafío de su suerte. En el mismo año 1928 aparece en París, en español, ese incomparable volumen, El Arquitecto, dedicado desde el título hasta el “Augurio” final, a la memoria del hijo. Muchas de las composiciones son de los meses anteriores a la muerte de éste. Pero es por la prosecución del noble canto filosófico que se alza sobre su dolor, en ofrenda “al camarada, al colaborador y al hijo amigo”. Ya volvería también a los pinceles. Entretanto, poeta. Por la índole de la inspiración, por los innumerables dibujos que contenía y por la voluntad de adoctrinamiento, aquel libro venía a resumir en una unidad -como poco después Historia kiria, publicado también en París en 1930-, todas las esenciales dimensiones del indivisible Figari creador. “Siempre desconcertante, siempre fuera de las leyes ordinarias, siempre más allá de los límites”, dirá entonces Francis de Miomandre.

En la plenitud de una madurez rebosante de experiencia y de sabiduría, ese Figari se fue realizando bajo la forma de sucesivas respuestas a peripecias de desilusión, de adversidad y hasta de drama. Hacia 1910, Rodó y Vaz Ferreira son ya los indiscutidos maestros de la generación del 900. Dos lustros mayor que ellos, sólo entonces inicia Figari la carrera creadora que lo colocaría al lado de ellos.

Aunque otros representantes de esa generación -Reyles, Viana, Herrera y Reissig, Sánchez, Quiroga, María Eugenia, Delmira, Vasseur, Ernesto Herrera, Pérez Petit- lo superen desde tal o cual particular punto de vista estrictamente literario, es junto a los de Rodó y Vaz Ferreira que su nombre se inscribe. Une a los tres la condición de maestros, con paralela significación, intelectual y ética, nacional y americana, de sus idearios y de sus vidas.

1970

(1) Opúsculo recopilado en el volumen póstumo Educación y Arte, Nº 81 de la Colección de Clásicos Uruguayos, “Biblioteca Artigas”, Montevideo, 1965.

(2) Opúsculo recopilado en el citado volumen Educación y Arte.

(3) Hoja suelta recopilada en el citado volumen Educación y Arte.

(4) Carta recopilada en el citado volumen Educación y Arte.