I. Pedro Figari en hipertexto

Figari entre Le Dantec y Bergson


Arturo Ardao desliza algunas observaciones, como en otras instancias, acerca de la destacada y profunda reflexión filosófica de Pedro Figari que, por aquellos años de mediados del siglo veinte, estaba alcanzando una lectura y mirada más detenidas, dejando así paso al reconocimiento de su obra -más allá de la pictórica y de sus otras actividades públicas- y a una relevancia más o menos postergada en Uruguay, su país. A Figari ya se le había concedido, sin embargo, un lugar de importancia, en tanto pensador, en la Europa intelectual que asomaba a las primeras décadas de la centuria pasada. Ardao aborda aquí algunas de las líneas del pensamiento filosófico de Figari, posicionando al pensador uruguayo entre la filosofía de Le Dantec y la de Bergson.

Ardao, Arturo - "Figari entre Le Dantec y Bergson", en Etapas de la inteligencia uruguaya. Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, Montevideo, 1968, pp. 315-327.






Con más desasosiego que nunca busca hoy nuestra especie descifrar el misterioso rostro de la Vida, de boca sonriente y mirada melancólica. W. Dilthey (1903).


                                        I

Reiteradamente se ha hablado del “caso Figari” en la historia de nuestra pintura. Del mismo modo se ha empezado a hablar, y se hablará cada vez más, del “caso Figari” en la historia de nuestro pensamiento. En ambos aspectos de su personalidad, Figari se ha revelado a destiempo -destiempo de los otros, no suyo- como un fenómeno desconcertante por lo imprevisto. Figari pensador, desconcierta todavía hoy como Figari pintor desconcertó hace cuarenta años. Y, por paradoja, es la rápida asimilación colectiva del desconcierto provocado por el pintor, lo que hoy determina la persistencia del que provoca el pensador.

A principios de la década del 20, a los sesenta años de edad, Pedro Figari, abogado de renombre, ex-legislador, lejano ateneísta, director de la enseñanza industrial y artesanal, clausuraba todo ese pasado para entregarse de lleno a la pintura. ¿Pintor, Figari? ¿Y gran pintor? Semejante imagen, que llegaba de Buenos Aires, y luego de París, no resultaba fácilmente superponible a la que del personaje tenía fijada el Montevideo de la época. Tanto más cuanto que aquel pintor sesentón encarnaba en el arte nacional de entonces, en tema y en técnica, lo nuevo. Andando los años, sustituida definitivamente la vieja por la nueva imagen, olvidado todo otro Figari que no fuera el pintor, asociado éste al nombre hasta el exclusivismo, las generaciones actuales se desconciertan de otra manera cuando se habla -las infrecuentes veces en que se hace- no ya de su arte sino de su pensamiento: ¿Pensador, Figari? ¿Y gran pensador? Pues bien, de eso se trata. Con el agregado de que ese gran pensador, que recién ahora se empieza a conocer en el país, se había expresado mucho antes que el pintor, a principios de la década del 10.

Los cincuenta años de edad, que Figari cumple en junio de 1911, lo encuentran protagonizando una insólita aventura filosófica. En enero de ese año, según sus propias palabras, había comenzado “a fijar ideas y a ordenar el plan” de un “simple opúsculo” acerca de problemas estéticos. Pero según él también lo explica, “enardecido por la ambición de aportar más completa una idea útil, y atraído, además, por las propias proyecciones de un derrotero que permitía dar un sentido racional a muchas cosas que parecían no tenerlo antes”, fue mucho más lejos. Durante largos meses llena cuartilla tras cuartilla, retirado en la quinta de Castro o en el castillo del Parque Rodó. Al cabo, lo que iba a ser un opúsculo se convirtió en un denso volumen de casi seiscientas páginas y lo que iba a ser un ensayo de estética, en un ensayo de filosofía general -“encarado de un nuevo punto de vista”, subrayaba el autor en la portada-. A fines de 1912 lo entregaban al público las prensas de la clásica Imprenta Dornaleche, bajo el título de Arte, estética, ideal. El origen de la filosofía es el asombro, decían los griegos. “Por lo que a mí se refiere -concluía Figari en el prefacio de su libro- estoy ya compensado de este esfuerzo, como quiera que se le repute, porque me deja ver con una conciencia propia, de un modo satisfactorio, y aun optimista, una serie de fenómenos que antes me llenaban de asombro y confusión”.

Una curiosa historia estaba llamado a tener aquel libro. Y puede llamársele una historia en dos ciudades: Montevideo y París.

En Montevideo, cayó en el más extraño vacío. En el solo término de tres años, entre 1909 y 1912, aparecen las cuatro obras más importantes de la que fue a principios del siglo nuestra filosofía de la vida: en 1909, Motivos de Proteo, de Rodó; en 1910, Lógica viva, de Vaz Ferreira y La muerte del cisne, de Reyles; en 1912, Arte, estética, ideal, de Figari. Filosofía de la vida en todos los casos, aunque el concepto de vida variara desde el biográfico al biológico, para decirlo aquí rápidamente con la distinción orteguiana. Mientras las tres primeras tenían inmediata resonancia y se incorporaban de golpe a nuestra tradición intelectual más frecuentada, la obra de Figari fue rodeada por el silencio. Rodó, Vaz Ferreira, Reyles, eran ya autores consagrados desde antes del 900. Figari, aunque inteligencia reconocida, era visto ante todo como jurista y hombre de acción. No se pudo concebir que, a la vuelta de un desengaño político, escribiera un libro filosófico de valor. Por otra parte, el libro era de larga y difícil lectura. Lo prudente era ignorarlo. Y nuestra historia intelectual lo ignoró hasta mediados del siglo. Aisladas evocaciones empezaron entonces a sacarlo de la oscuridad.

En París, en cambio, el libro repercutió en seguida, en circunstancias que no han sido todavía historiadas. Dos hechos condicionaron esa repercusión. El viaje que Figari hizo a París en 1913, su segundo a Europa después del que había hecho en 1886, recién egresado de la Facultad de Derecho; y la existencia desde hacía poco en París de una organización latinoamericanista de especial sensibilidad para las manifestaciones intelectuales de nuestros países: la ”Agrupación de Universidades y Grandes Escuelas de Francia para las Relaciones con la América Latina”. Esta agrupación, que había sido fundada en 1908, tenía -y tendría por muchos años, hasta la década del 30- por gran animador a Ernest Martinenche, profesor de Lengua y Literatura Españolas en la Facultad de Letras de la Sorbona. Un discípulo suyo, Charles Lesca, fue desde entonces su invariable e íntimo colaborador durante toda su larga actividad latinoamericanista. Cuando Figari llegó a París en 1913, la Agrupación había creado ya en la Sorbona una “Biblioteca Americana”, convertida muy pronto, tanto como en un centro de estudio, en tertulia concurrida a la vez por franceses y por latinoamericanos, residentes o de paso por París. Todos los próceres de nuestra generación modernista desfilaron por ella. También Figari. Y de allí la relación con Charles Lesca, que llevó a éste a emprender la inmediata traducción al francés de Arte, estética, ideal.

En el mismo año 1913, en el “Boletín” mensual que publicaba la “Biblioteca Americana”, dio a conocer Lesca, en francés, un fragmento del libro de Figari con el título de Champ où se developpent les phénomènes esthétiques. La publicación, de la que se hizo una separata,1) estaba precedida por este epígrafe:

“Bajo el título de Arte, estética, ideal, Pedro Figari ha publicado una obra en la que abandona deliberadamente todos los senderos trillados de la filosofía del arte. Prefiriendo fiarse más, para el estudio de los fenómenos de la naturaleza, al método de observación directa que a la lectura de los libros, no consagra más culto que a la Realidad. El autor se aplica a desprender nuestra concepción del arte, de la estética y del ideal, de todas las brumas que la rodean y llega a conclusiones que algunos encontrarán revolucionarias, pero que son de la más irrefutable lógica. Somos felices de poder ofrecer a nuestros lectores la primicia de un capítulo de la obra de Figari, cuya traducción francesa aparecerá próximamente en librería”.

La guerra europea, sin embargo, dilató hasta 1920 esa anunciada aparición. Fue ese año que salió a luz la primera edición francesa del libro de Figari, bajo el título de Art, esthétique, idéal. Fue hecha por la misma “Agrupación” arriba mencionada, en traducción de Charles Lesca y con prólogo del eminente Henri Delacroix.2) El prefacio de Figari y algunos términos y pasajes del texto aparecían modificados con relación a la edición montevideana de 1912, por obra sin duda alguna del propio Figari. En su prólogo, Delacroix llamaba la atención sobre “algunas de las numerosas e interesantes sugestiones de esta teoría estética”, destacando en particular, como especialista en psicología del arte, los “excelentes análisis de la emoción estética”.

En 1926 el libro conoce una segunda edición francesa, a cargo esta vez de la Revue de l'Amérique Latine, órgano que había sustituido al antiguo “Boletín” de la ya mencionada agrupación. Apareció con un nuevo título, Essai de philosophie biologique, convirtiéndose el anterior en subtítulo. La traducción era exactamente la misma de Lesca, pero en lugar del prólogo de Delacroix, luce ahora una extensa nota preliminar de Désiré Roustan, el conocido filósofo frarcés de la escuela bergsoniana.3) La nota de Roustan consideraba al mismo tiempo “el arte y las doctrinas de Figari”. Había sido con posterioridad a la primera edición francesa de su libro que Figari se había revelado como pintor. Roustan toma en cuenta esa dualidad. Y explica el origen de su conocimiento de la misma, en ocasión de un viaje que hiciera a Buenos Aires en 1924: “No bastando a mi curiosidad una visita, frecuentaba el taller donde tantos sueños habían tomado forma y color, interrogaba al pintor mismo, y fui muy sorprendido al encontrar un filósofo”.

Esa misma sorpresa de descubrir a un filósofo al conversar con el pintor Figari, la tuvo un tiempo después, en París, Ortega y Gasset. Ha sido fijada por Carlos Herrera Mac Lean, en una nota en que recoge el testimonio de un gran amigo de Figari, el argentino Alfredo González Garaño. La casa de éste en París era frecuentada por el filósofo español. Habiendo conocido allí numerosos cuadros de Figari antes de conocer al autor, no gustó de ellos. Un día, en una fiesta literaria, se encontró con el hombre Figari. La impresión que le produjo motivó una inmediata visita a González Garaño para hacerle el cálido elogio de su amigo uruguayo, con una cordial salvedad: “Yo he venido -habría dicho Ortega- a hablarle del Figari filósofo, del Figari pensador americano y no del pintor”.4)

En cuanto a Roustan, declara luego haberse enterado de que Figari “había condensado sus ideas sobre el arte, la estética, la ciencia y cien otros problemas considerables en una obra publicada en español antes de la guerra y recientemente traducida al francés”. Y añade: “Al leerla, me pareció que comprendía mejor la obra del pintor. Pero los cuadros me ayudaron también a mejor entender las doctrinas”. Después de referirse a aquéllos se vuelve sobre éstas:

“Abramos entonces el libro de Figari. Estaremos todavía asombrados: el índice nos promete toda una filosofía. El título nos hacía esperar reflexiones sobre el arte, la estética y el ideal, programa ya respetable. Pero notamos capítulos sobre la evolución, la vida, el instinto, la conciencia, la religión, la sustancia, la libertad, una teoría de la ciencia, una crítica del cristianismo, ideas sobre el tiempo, sobre el progreso, sobre la inmortalidad, sobre la relación del hombre con la naturaleza. Por segunda vez nos preguntamos donde está el centro y la más superficial lectura nos persuade de que este centro existe, que estamos ante un pensamiento sistemático, no ante una yuxtaposición de tesis concebidas independientemente la una de la otra”.

Roustan escoge luego para analizar en detalle sólo tres aspectos del pensamiento de Figari: su concepción biológica de la conciencia, su teoría de la emoción estética y su panteísmo. Lo hace manifestando una admiración muy grande.

Las tres publicaciones francesas del libro de Figari, en 1913, 1920 y 1926 -fragmentaria la primera, completas las dos últimas, se llevaron a cabo, como se ha visto, bajo los auspicios de la histórica “Agrupación de Universidades y Grandes Escuelas de Francia para las Relaciones con la América Latina”. Fue en el seno de ella que Flgari encontró los grandes amigos franceses que apadrinaron en aquel medio su obra intelectual y pictórica. Entre los que se ocuparon de ésta, fuera de los ya mencionados Lesca, Delacroix y Roustan, corresponde recordar especialmente a Jean Cassou, Francis de Miomandre, Georges Pillement y Raymond Ronze. Este último, verdadero veterano del latinoamericanismo francés, dirige actualmente aquella Agrupación, en el antiguo puesto de Martinenche. En una reciente conferencia ha evocado en Montevideo a su viejo amigo Figari, en sus aspectos de filósofo y poeta, los menos conocidos en el Uruguay.

La producción figariana en este orden no se limitó al libro de que hemos venido hablando. Concurren todavía a integrarla, en la misma línea doctrinaria, los poemas fllosóficos de El Arquitecto, libro aparecido en París en 1928, e Historia kiria, libro de filosofía moral y social expuesta bajo la forma de crónica de un pueblo imaginario, que vio la luz también en París en 1930. Ambos fueron publicados en español, con numerosas ilustraciones del propio autor. Resultan indispensables para la comprensión cabal de la conciencia filosófica de Figari.

                                          II

No existe dificultad en relacionar a Figari con la característica filosofía de la vida, de su época, desde que hace de la categoría de la vida un principio ontológico universal: Todo es vida. Pero la dificultad sobreviene cuando se trata de situarlo en el cuadro de esa filosofía, por sí misma intrincada.

Borrada del universo por Descartes, al decir de Scheler, “de una sencilla plumada”, aquella categoría de la vida había tenido su gran desquite en el contragolpe filosófico de la obra de Darwin. A la expansión de la biología en el terreno científico, acompañó en el campo de la filosofía una proliferación de biologismos y vitalismos de las más distintas entonaciones: metafísicas, antropológicas, axiológicas, éticas. De Nietzsche a Guyau; de James a Bergson; de Haeckel a Le Dantec; de Dilthey a Simmel; de Unamuno a Ortega. A principios del 900, la filosofía de la vida se ha vuelto tan caudalosa como heterogénea, arrastrando múltiples antagonismos, manifiestos o latentes.

Nada, tal vez, resume mejor la divergencia mas radical producida entonces en su seno, que el, duelo doctrinario entre Le Dantec y Bergson. En la polémica sostenida en 1907 entre el sabio de la Sorbona y el metafísico del Colegio de Francia, debe verse el punto histórico de máxima fricción entre aquellos antagonismos. Por un lado, el estricto biologismo de la vida orgánica, llevado a extremos de determinismo físico-químico mecanicista, con la versión francesa del epifenomenismo; por otro, la vida como impulso espiritual en el vitalismo intuicionista de la evolución creadora y de la lIbertad. El biologismo de cuño científico, proclive al materialismo, en contraste con el vitalismo de cuño metafísico, proclive al espiritualismo.

Ese episodio del pensamiento francés resultará siempre útil, como punto de referencia, para la identificación de posiciones u orientaciones en el pensamiento latinoamericano coetáneo. Pero a condición de no trasladar sus términos de manera rígida. El prejuicio de que las ideas en América han sido meras copias de las europeas, tiene su forma exacerbada en la creencia de que han sido, aun, malas copias. Leopoldo Zea ha observado con agudeza que ahí, precisamente, está muchas veces la originalidad de la filosofía americana. Es la variante introducida por la reflexión propia, lo que, a menudo, se ha interpretado como infidelidad de copistas.

Existe una fácil tentación de explicar a Figari por Le Dantec, que no es sino una forma más adulta de la de explicarlo por Spencer. Que fue en su hora un típico spenceriano, no cabe duda. Difícilmente no lo era el egresado, como lo había sido él, de la Universidad de Montevideo en la década del 80. En 1903, con los también spencerianos Carlos María de Pena, José H. Figueira, José Irureta Goyena y José Arechavaleta, fue orador en el acto de homenaje tributado por el Ateneo al filósofo inglés, a raíz de su muerte. Pero dejó muy atrás a Spencer cuando elaboró su propia filosofía. Fue igualmente el caso de Vaz Ferreira, como lo fue -cosa que suele olvidarse- de espíritus después tan alejados de Spencer como Bergson o Unamuno. Todos ellos fueron en su primera época decididos spencerianos. Figari, que también lo fue, se emancipó a su turno, aunque sin abandonar el cauce naturalista que no abandonaron tampoco en su generación esos otros emancipados oue han sido Alexander o Santayana, Whitehead o Russell.

En cuanto a Le Dantec, que florecía a principios del sIglo cuando Spencer declinaba, Figari fue su lector atento [pdf 13,34 MB], tanto como lo fue, por su parte, Vaz Ferreira. En 1907, en la misma carta a Unamuno en la que concluía: “los dos estamos de vuelta de Spencer”, Vaz Ferreira calificaba de “hermoso” un reciente libro de Le Dantec; y poco después, en un pasaje de Lógica viva, a propósito de la polémica con Bergson, equiparaba intelectualmente a ambos franceses, diciendo: “No sería extraño que fueran los dos más potentes razonadores que escriben en esta época”. No por eso sus simpatías dejaban de ir hacia Bergson. Se sentía más cerca de éste por su filosofía vitalista que de Le Dantec por su filosofía biológica. Se equivocaría, sin embargo, quien lo supusiera un bergsoniano de escuela, resistiendo, como resistía, enfeudarse a la cosmovisión metafísica del élan vital.

La misma observación a la inversa, cabe hacer respecto a Figari. Filósofo de la vida, está más cerca de Le Dantec, en cuanto ponía el acento en la vida orgánica, que de Bergson, en cuanto lo ponía en la vida psíquica. No fue por lo tanto arbitraria, aunque no haya sido feliz, la sustitución que en la segunda edición francesa de Arte, estética, ideal, hizo de este título por el de Ensayo de filosofía biológica. Sin embargo, se equivocaría también aquí quien lo supusiera un secuaz de Le Dantec. Lejos de ello, se le opuso en puntos capitales, coincidiendo con Bergson, aunque por argumentaciones distintas, en la crítica de su mecanicismo, como teoría físico-química de la vida, y de su epifenomenismo como teoría determinista de la conciencia. Por ese motivo es que no fue feliz la expresión “filosofía biológica”, demasiado ligada históricamente al cientificismo mecanicista.

Moviéndose con total libertad crítica y verdadera amplitud intelectual, cita o analiza a lo largo de cientos de páginas, por un lado, a autores como Darwin, Bernard, Spencer, Haeckel, Ostwald, Ribot, Binet, Le Dantec; pero también, por otras vertientes, a autores como Pascal, Bossuet, Hegel, Emerson, Renan, Taine, Nietzsche, Guyau, James, Poincaré, Bergson.

Por lo que al mecanicismo se refiere, radicalizado después de Spencer por la línea Haeckel-Le Dantec, Figari no se evadía de él menos que Bergson. Afiliado éste, en su juventud, a la concepción mecanicista de Spencer, declaró mucho después que fue todavía su propósito completarla y consolidarla, profundizando -como no lo había hecho el pontífice del positivismo, pero en su misma dirección- las últimas ideas de la mecánica. Puesto a la tarea, fue recién entonces, a través del análisis de la noción de tiempo, que se vio conducido a su personal concepción de la evolución. En lugar de “completado y consolidado”, el evolucionismo mecanicista de Spencer resultó rectificado. No es sino a partir de él, por lo mismo, que el evolucionismo bergsoniano se explica.

Del mismo modo, fue profundizando, en un esfuerzo personal, el evolucionismo mecanicista de los epígonos Haeckel y Le Dantec, que Figari elaboró y formuló su versión antimecanicista de la vida y de la evolución. Sólo que su camino fue dIstinto. Mientras Bergson oponía vida y materia como términos conflictuales, en el empeño de la primera por vencer la resistencia de la segunda, Figari las identificaba en la realidad primordial de la sustancia-energía, que era, tanto como materia, vida. Pero no las identficaba al modo mecanicista de Haeckel y Le Dantec, reduciendo hacIa abajo la vida a la materia, sino a la inversa, reduciendo hacia arriba, con criterio dinamista, la materia a la vida. Promoción hilozoísta de la materia, y no su degradación, como en Bergson, a la condición de residuo y obstáculo de la vida, promovida ésta, por su parte, a un primordio espiritual.

El apartamiento del mecanicismo lo manifiesta luego FIgari en su crítica de la teoría de la conciencia epifenómeno, o sea mero reflejo inútil del proceso orgánico, sin eficacia causal alguna sobre éste. Lo manifiesta, más que en el rechazo en sí de la teoría, que cabe hacer desde posiciones también mecanicistas, en la naturaleza de los argumentos que esgrime.

Atendidos sus representantes principales, el epifenomenismo tiene un comienzo inglés, a fines del siglo pasado, con Maudsley y Huxley, y una culminación francesa a principios del actual con Le Dantec. El gran crítico del primer episodio fue ya en 1890 William James en un célebre capítulo de sus Principios de Psicología, donde extiende la refutación a otros epifenomenistas sajones: Hodgson, Spalding, CIIfford. El gran crítico del segundo episodio fue Bergson, después de quien el epifenomenismo como escuela se desvanece. Su crítica asume forma polémica en su artículo de respuesta a Le Dantec en 1907. Pero estaba contenida en sus obras mayores, tendientes todas a establecer, como él mismo lo dice en dicho artículo, que la conciencia es “eficaz y verdaderamente creadora”. En 1912 la reitera, con más brillantez, pero acaso también con más temeridad que en ninguna otra parte, en la conferencia sobre El alma y el cuerpo. Es el mismo año en que Figari hace la suya, desde un punto de vista distinto. De profunda la calificará años después Roustan al comentar las doctrinas del filósofo uruguayo.

Para Bergson, la razón decisiva en contra del epifenomenismo se halla en el -a su juicio- verdadero papel del cerebro en el ejercicio de la actividad psíquica: punto de inserción, solamente, de la conciencia en la realidad material. La conciencia no necesita del cerebro para existir, sino tan sólo para comunicarse con las cosas y adaptarse a ellas. Figari trae a colación algún pasaje de La evolución creadora, pero elude sus implicaciones metafísicas en cuanto la doctrina bergsoniana suponía a la conciencia ontológicamente independiente de su substráctum material. Es sin hacer abandono de la ontología naturalista -aunque sí de la axiomática mecanicista- que realiza la crítica del epifenomenismo, partiendo de una concepción estructural de la individualidad bio-psíquica. En contra de lo que quiere Le Dantec, la conciencia no resulta de una adición cuantitativa de conciencias celulares, de igual modo que el organismo no es producto de una simple suma o agregado mecánico de células. De ahí que no sea un epifenómeno, carente de eficacia. Es, por el contrario, en su unidad totalizadora, un poderoso agente de acción y transformación de la realidad que la sustenta.

No por eso la conciencia se le aparece a Figari como sustancia o entidad. Tiene en esto atisbos de la tesis de William James en su histórico artículo, de 1904, ¿Existe la conciencia?, que según Whitehead marcó la iniciación de una nueva era filosófica. No obstante su crítica del epifenomenismo, llegaba James a negar que la conciencia exista. “Permitidme que explique inmediatamente -añadía- que sólo pretendo negar que esa palabra denote una entidad, pero que admito, e insisto en ello enfáticamente que denomina una función […]. Esta función es el conocimiento”. En el mismo año 1912 en que ese artículo era recogido en el volumen póstumo de James, Ensayos sobre el empirismo radical, Figari escribía: “Nosotros no alcanzamos a percibir una diferencia entre conciencia y conocimiento […] todo conocimiento, como todo acto de conciencia, por rudimentaria que ella fuere, siempre integra nuestra acción”.

Aunque aventure vistas metafísicas Figari gradúa constantemente sus afirmaciones y negaciones, con reconocimiento de las oscuridades y misterios subsistentes. El pasaje de las partes al todo, la unidad de la conciencia, siguen inexplicables. Pero “el arte científico consistiría más bien en plantear problemas, y hasta dificultades, antes que en anticipar conclusiones y en darlo todo por explicado aun cuando no lo esté”. Con esas palabras rechazaba el dogmatismo suficiente de Le Dantec. La humanidad, guiada por su buen sentido, espera una nueva lente de aumento que presente el asunto bajo aspectos inesperados, más bien que el término de la batalla metafísica en el campo especulativo”. Con estas otras rechazaba en Bergson la decisión declarada en las primeras páginas de Materia y memoria, de “cortar el debate”.5) Acierto figariano en ambos casos.

Ni cientificismo, ni -tal su expresión- metafisicismo. y con todo, salvadas las dIstancias con aquellos mayores, lo unía profundamente a ellos el culto común a una joven y desconocida deidad, representada por cada uno con un rostro dlstinto pero a la que todos daban el mismo nombre: la Vida.

                                                   1961-1962



1) El opúsculo, de 32 páginas, tenía esta portada: Groupement des Universités et Grandes Écoles de France pour les relations avec l'Amérique Latine. BULLETIN de la Bibliothèque Américaine (Amérique Latine), Pedro Figari. Champ où se developpent les phénomenes esthétiques (Extrait des numéros d'Avril et de Mai) 1913. Paris. Rédaction, Sorbonne, Secrétariat de la Faculté de Sciences. Administration, Librairie Hachette et Cie., 79 Boulevard St. Germain.
2) Constaba de 600 páginas y tenía esta portada: Groupement des Universités et Grandes Écoles de France pour les relations avec l'Amérique Latine. Pedro Figari. Art, esthétique, idéal. Traduit de l'Espagnol par Charles Lesca, avec un avant-propos de H. Delacroix. Paris. Librairie Hachette et Cie., 79, Boulevard Saint Germain, 1920.
3) Constaba de 512 páginas y tenía esta portada: Pedro Figari. Essai de philosophie biologique. Art, esthétique, idéal. Traduit de I'Espagnol par Charles Lesca. Précédé d'une Note sur l'art et les doctrines de M. Pedro Figari, par M. Désiré Roustan. Troisième édition. Paris. Éditions de la Revue de l'Amérique Latine, 2, Rue Scribe, 1926.
4) Carlos Herrera Mac Lean, “Figari y Ortega y Gasset. Un episodio de hace un cuarto de siglo”, en el semanario Marcha, Nº 798, Montevideo, 20 de enero de 1956.
5) Véase Arte, estética, ideal, ed. 1960, t. IIl, págs. 85, 128 a 130.