I. Pedro Figari en hipertexto

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Crítica de Eduardo Dieste sobre la obra pictórica de Figari.



Dieste, Eduardo - Pedro Figari, pintor de pasadas costumbres (1920), en Teseo, los problemas del arte. Colección de Clásicos Uruguayos, Biblioteca Artigas, vol. 43, Ministerio de Cultura, Montevideo, 1964, pp. 220-227.


PEDRO FIGARI,
PINTOR DE PASADAS COSTUMBRES

Una vocación revelada en la mitad de la vida de un hombre, debe ser segura de raíz y llena de jugos y calidades en el fruto, a la espera tan sólo de quien lo tome, que luego recibirá satisfacción y deleite. Así es el caso del doctor Figari, antes destacado en la elocuencia del foro y hoy, con el mismo brillo, en la elocuencia de los colores. No es que guste a todos. Porque si un artista o cualquier otro hombre público se ve generalmente aplaudido, es que marcha por la senda de la mediocridad, por donde siempre han seguido los imantados pies del vulgo. Difícil cosa es reconocer quién sea el vulgo; no tiene raza, es peregrino; clase social tampoco, siendo rico y pobre a un tiempo; ni es cuestión de letras, pues lo hay doctorado; y aun se puede pensar si no es de la pasta de que todo! fuimos formados. Pero es entretenido, sea o no útil, discurrir acerca de sus caracteres. El mismo doctor Figari, contestando por medio de un reportero a la ridícula objeción de que sus numerosos cuadros de negros, además de dar una idea inexacta del país, serían impropios para decorar un ambiente refinado, emitió esta frase que tiene mucha miga: “Nadie es más rumboso en los gustos que el vulgo”. A quien le caiga el sayo, que se lo ponga.

Sirva también esta frase para entrar ya en la obra de nuestro gran artista. Muchos de sus negros tienen aires y atavíos de una coruscante aristocracia. Véase cómo llegan los reyes al candombe. La chimenea ladeada del rey, sus lucientes condecoraciones en el pecho del levitón ajustado y los andares de hagan plaza, no dejan lugar a dudas acerca de la calidad de la pareja; reconociendo, sin embargo, como ellos quieren dar a entender con cierto desgaire, que si bien no se trata de una broma, sí, en cambio, de reyes a la moderna o constitucionales. Bello lienzo que, debido a sus tintas planas, reluce más que otros ejecutados con la matización característica del pintor. Cuando los reyes van a visitar al gobernador, la reina pierde un poco la línea para dar paso a su regocijo infantil por las fiestas y el boato; de pie en la volanta, saluda con los brazos a un grupo distante de comadres admiradas y envidiosas, como si les gritase: ¡voy en coche!; mientras el rey mantiene su perfil tieso, el auriga vuelve la cara carbonosa con expresión de cuadrumano, y una mona vestida de seda se acerca a la portezuela. Los revuelos del candomhe acaban de borrar todo empaque y exterioridad jerárquica. Tal sucede, por lo menos, en el patio del conventillo, en cuyo fondo unas cortinas plegadas ponen de manifiesto un altar con una pequeña imagen entre velas y floreros, y donde los giros y convulsiones del baile cargan la atmósfera de un vaho de animalidad gozosa; no será la reina esta dama que se agacha para subirse una media; ni el rey, alguno de los dos negrazos en mangas de camisa que se frotan espalda con espalda enardecidos. Una rosada nubecilla, propia de un cuadro piadoso antiguo se asoma con al cielo por encima del holgorio rítmico y casi ritual. Qué pinceladas prontas y astutas para sorprender el movimiento expresivo sin paralizar los instantes de su múltiple armonía de trazos en fuga, de