I. Pedro Figari en hipertexto

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EL ARTE Y LAS DOCTRINAS DE PEDRO FIGARI

Los familiares de la Galería Druet, han podido, este otoño, por segunda vez, estudiar el talento tan profundamente original, casi desconcertante, de Pedro Figari, cuya reputación crece cada día a ambos lados del Atlántico. El interés de su obra me fue revelado el año pasado, en ocasión de una exposición organizada en Buenos Aires adonde el Instituto ele la Universidad de París en la Argentina me había llamado. No bastando a mi curiosidad una visita, frecuentaba el taller donde tantos sueños habían tomado forma y color, interrogaba al pintor mismo, y quedé muy sorprendido de encontrar un filósofo.

Cada exposición de Pedro Figari le vale admiradores convencidos —los tiene muchos—, y críticos no menos sinceros —algunos encuentra—. Yo había sido, por mi parte, muy rápidamente conquistado y creía entrever varias razones aceptables para justificar mi impresión, cuando supe que Figari había condensado sus ideas sobre el arte, la estética, la ciencia y cien otros problemas considerables, en una ohra publicada en español antes de la guerra y recientemente traducida al francés. Al leerlo, me pareció que comprendía mejor la obra del pintor. Pero los cuadros me ayudaron tamhién a entender mejor las doctrinas.

La preocupación principal de Figari es volver a colocar al hombre en la naturaleza. Nada justifica la concepción tan corriente de que es una excepción en el universo. Los biólogos han mostrado que el orgamsmo humano está sometido a las mismas leyes fisiológicas que todos los otros organismos de complejidad análoga, y quien pudiese contemplar de bastante altura al planeta evolucionando en el espacio, no imaginaría ciertamente, la importancia que se atribuye «este minúsculo tejido celular que se agita sobre él, imperceptible, adherido a la corteza de la gran naranja como una conchilla se adhiere a la roca».

Sigue de ahí, según Figari, que toda doctrina de resistencia a la naturaleza está condenada, que no hay que soñar para el hombre un destino especial después de la muerte y que el interés de la vida no reside en otra parte que en la vida misma. Toda la especulación filosófica está falseada, si se orienta de antemano hacia las tesis que deben satisfacer el orgullo humano, y sin embargo, más de un gran pensador, se sabe, es sospechoso de semejante complacencia. ¿No ha sostenido un reciente historiador del cartesianismo, que la teoría de los animales-máquinas ha sido concebida expresamente para que fuese posible negarle la inmortalidad al hombre, y por otra parte, que todo el resto del sistema de Descartes está ordenado en vista de justificar la teoría de los animales-máquinas? Sea lo que fuere de esta interpretación muy discutible, que recordamos sólo para ilustrar el pensamiento de Figari, se concederá que el cuidado de hacer prevalecer la concepción del mundo más favorable a nuestras pretensiones no puede sino extraviar la investigación científica o filosófica. Pero, ¡cuántas opiniones tradicionales y comúnmente respetadas se desmoronan si verdaderamente nos liberamos de ese cuidado! Figari hace de ellas una hecatombe y su ironía lo emparenta con aquellos filósofos del siglo XVIII, cuya acción liberadora se está hoy tal vez demasiado propenso a desconocer.

Hay, sin embargo, una consecuencia de la quiebra del antropocentrismo, que el siglo XVIII no percibió y que se puede llamar la concepción biológica del conocimiento. Puesto que el hombre no es más una excepción en la naturaleza, no hay ninguna razón para comparar su pensamiento con la sabiduría de Dios mismo, como hacía Malebranche, ninguna razón para sostener que ese pensamiento es en sí mismo su propio fin. Como el cuerpo humano, el espíritu humano está en la naturaleza. Debemos considerarlo con más humildad, acordarnos de que todo perfeccionamiento físico o intelectual ha sido lentamente conquistado por el ser vivo, que, si los organismos actuales resumen en sí millares de adaptaciones, nuestras facultades de conocimiento representan, ellas también, un grupo especial de esas adaptaciones. Del punto de vista evolucionista en que se coloca Figari la conciencia es ante todo un medio puesto a la disposición de un organismo para que reaccione más a propósito. Esta conciencia se ha sin duda afinado, se ha vuelto capaz de interesarse en fines cada vez menos prácticos, pero muchos signos muestran que permanece fiel a sus orígenes. Las sensaciones continúan atrayéndonos y rechazándonos, los recuerdos de las experiencias pasadas nos ponen en guardia o nos dan ánimo, los sentimientos solicitan violentamente nuestra actividad, la reflexión proyecta de antemano una larga claridad sobre el camino que nos proponemos recorrer. W. James concluye: «El fin primero y fundamental de la vida psíquica, es la conservación y la defensa del individuo».

Idea sospechada ya por Descartes y por Malebranche, pero limitada por ellos al conocimiento por los sentidos. Por encima de este conocimiento, destinado simplemente a hacernos vivir, ellos admitían otro, sin relación con nuestras necesidades prácticas, un «entendimiento puro», susceptible de elevarnos hasta la verdad absoluta. Este entendimiento puro cuenta con pocos partidarios entre los psicólogos contemporáneos familiarizados con los estudios biológicos. Si en el ser vivo todo es adaptación, esto significa que todo en él se crea o se perfecciona a solicitud de una realidad exterior, en función de esta realidad, y que por consecuencia no hay nada de «puro». La inteligencia es un instrumento y ningún instrumento es en sí mismo su justificación.

Tal es, creo, la opinión de Figari, y no tengo miras de contradecirla, habiendo, hace unos diez años, desarrollado ideas bastante análogas en un estudio publicado por la Revue de métaphysique et de morale 1). Desearía aún agregar algunos argumentos a los suyos, porque, a primera vista, la asimilación de la ciencia a una especie de perfeccionamiento de los organismos tiene que asombrar. Asombraría menos si se tuviese de la adaptación biológica una concepción más justa. Pero se piensa lo más a menudo en las pseudoadaptaciones de los objetos inanimados, en la llave que se considera «adaptándose» a la cerradura cuando se desgasta por el roce, en el vestido que, se dice, «se adapta» al cuerpo cuando cesa de resistirlo, en el libro que «se adapta» a la necesidad del lector cuando la encuadernación «se fatiga». Estas pseudo-adaptaciones consisten siempre en un retroceso de aquello que se adapta: el objeto es borrado delante de nosotros, ha perdido algo de su condición primera y de su originalidad, se ha adaptado por empobrecimiento, por sacrificio.

Ahora bien, la verdadera adaptación, la del ser vivo no es nunca sacrificio, sino reacción conquistadora. Que no se objete la atrofia de los ojos en los insectos cavernícolas, o de las alas en ciertos pájaros o las diversas regresiones de los animales domesticados, de los comensales y de los parásitos. Una atrofia no es una adaptación, sino muy precisamente el rescate de una adaptación que se ha producido en otra parte, la consecuencia indirecta de un progreso que ha reclamado un sacrificio. La vista, por ejemplo, se atrofia cuando los sentidos olfativo y táctil adquieren un desarrollo anormal para prestar servicios que no le son ordinariamente demandados. Es este desarrollo excepcional el único que merece el nombre de adaptación.

Observando las adaptaciones capitales que constituyen las grandes conquistas de la vida (función homeotérmica, protección de la descendencia por el organismo maternal hasta un estadio bastante avanzado de crecimiento, adquisición de ese medio salino interior que es la sangre, perfeccionamiento de los medios por los cuales el viviente asegura su alimentación, etc.) se comprueba que todas tienden a volver al ser vivo cada vez más independiente de su medio. Pero esta independencia tiene límites y, cuando parecen alcanzados, el ser vivo pasa de la defensiva a la ofensiva: en lugar de protegerse contra su alrededor, la emprende con él y se aplica a transformarlo. Es aquí que interviene ese factor nuevo que es el conocimiento humano. En lugar de poner sus tendencias en armonía con las cosas, el hombre concibe la posibilidad de modificar el universo para ponerlo en armonía con sus tendencias y la ciencia nace de este esfuerzo.

Estoy seguro que Figari suscribiría todas estas observaciones, pero nos interrumpiría aquí para declarar que el mismo esfuerzo está en el origen del arte. Es cierto que designa con esta palabra toda la industria humana. El arte comienza con los más simples actos del primitivo, con la invención de los más groseros instrumentos. Desde que el espíritu se emplea en obtener lo que reclama una organización vital, el arte aparece en el universo. El arte es toda búsqueda inteligente y el resultado de la búsqueda es el saber. Arte se opone, pues, a ciencia, no como una forma de actividad intelectual a otro modo de actividad, sino como la investigación a la certidumbre adquirida, como el tanteo a la solución de la verdad.

¿Cuál es el interés de estas definiciones? ¿No habría podido contentarse Figari con distinguir la ciencia que se hace de la ciencia hecha, y conservar a la palabra arte su acepción corriente? Me imagino que si designa con el nombre de arte toda aplicación del espíritu a los innumerables problemas que lo solicitan, es para subrayar que la actividad comúnmente llamada artística no es esencialmente diferente de la que elabora la ciencia; es para protestar contra las teorías que no ven en el arte más que un juego inútil, una actividad de lujo, sin interés vital; es también por reacción contra esa opinión de que la obra del sabio está desprovista de todo carácter artístico. Me parece que la contribución personal de Figari a la teoría biológica del conocimiento, es su esfuerzo por ampliarla al punto de transformarla en una teoría biológica del arte tanto como de la ciencia.

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Es tanto como decir que Figari reconoce un papel vital a la emoción estética. Es notable que ese papel haya escapado totalmente a Spencer, a quien se hubiera podido creer predispuesto por todo su sistema a discernir el menor valor biológico en cada una de nuestras maneras de sentir o de pensar. Una emoción le parece estética precisamente en la medida en que no responde a ninguna necesidad vital. «El carácter estético de un sentimiento, leemos en los Principes de Psychologie (traducción Ribot y Espinas, T. II, p. 667-668), está habitualmente asociado con la distancia que lo separa de las funciones que sirven a la vida… La propiedad de las sensaciones de poder ser separadas de las funciones que sirven a la vida, es una de las condiciones requeridas para la obtención del carácter estético». Esta opinión muy contestable de la actividad artística parece emparentada a otra concepción no menos sospechosa, la de la inutilidad del juego. Figari denuncia los dos errores: el juego no es el gasto de las energías en exceso, puesto que el niño y también el adulto juegan a veces hasta el agotamiento de sus fuerzas. El juego es aprendizaje de la vida, el ejercicio de facultades y de medios de acción que se aplicarán un día a tareas más necesarias, pero que ya se ensayan, observando reglas estrictas, y que dan satisfacción a necesidades secundarias, a «subnecesidades», como dice nuestro filósofo. En cuanto a la emoción estética, aunque no fuese ella más que un descanso, más que una distracción, sería ya necesario reconocerle un interés 'vital, porque la vida, ¿no exige la interrupción del esfuerzo, la alternancia de los períodos en que el organismo se fatiga y aquellos en que se repara? Pero este interés aparece mejor cuando se descartan ciertas ideas corrientes sobre la naturaleza de la emoción en general y se marca, allí donde debe vérsela, la distinción entre las emociones ordinarias y las emociones estéticas.

Figari rechaza la teoría fisiológica de las emociones. No cree que la emoción se explique en su totalidad por la conciencia de los trastornos que ciertas sensaciones provocan inmediatamente en el organismo. Las sensaciones, observa, son siempre interpretadas; provocan e!, surgimiento de ciertas ideas y de estas ideas depende su repercusión en el organismo. Cuando bebemos agua, si se nos afirma que esta agua contiene una substancia tóxica, nos emocionamos: no es la sensación gustativa la que ha modificado los movimientos de nuestro corazón, sino la idea que le hemos sobreañadido. La emoción sería otra, si, permaneciendo la sensación lo que ella es, le hubiéramos sobreañadido la idea de que esta agua es un brebaje de longevidad.

La idea que encontramos en el origen de una emoción es como un llamado a nuestros instintos. En el ejemplo que precede, la creencia de que esta agua pone nuestra vida en peligro, o por el contrario que prolonga nuestra existencia, interesa a nuestro instinto de conservación. Pero precisamente, porque este llamado es muy fuerte, muy brusco, reclama una reacción inmediata que no es todavía imaginada o claramente percibida, la emoción es desorden. Demasiadas ideas nos asaltan, demasiados movimientos son insinuados, demasiadas réplicas ensayadas antes de ser verdaderamente elegidas y aprobadas. La emoción, es la alarma dada al organismo, pero es también el tumulto que en muchos casos paraliza el socorro.

Más que el civilizado, sin duda, el primitivo experimenta la violencia de estos llamados al instinto. A su alrededor, todo es fantasma o amenaza. No sabría jugar con su emoción, está demasiado comprometido en la lucha, defiende su vida. Los primeros dibujos de las cavernas suponen ya ocio y seguridad, posesión de sí, por lo menos a ciertas horas, calma del espíritu asegurado por el progreso de las costumbres o el esbozo de una organización social. «La emoción, escribe Figari, ha estado primero sometida a visiones terribles». Sólo más tarde se vuelve estética.