I. Pedro Figari en hipertexto

Figari de Herrera, Delia - Al Uruguay. Impresora Uruguaya Colombino S. A., Montevideo, 1973.



A mi padre y a Juan Carlos,
hermano mío.
En el dolor de tu drama
tú diste tu vida para construir,
yo te venero con toda mi alma,
y después de ti que afirmaste
ser hijo de Figari, con toda
tu vida, tu responsabilidad
y con tu sangre,
los demás hijos y los demás
hermanos.

D. F. de H.



Tú iluminaste el camino que llevaría a tu padre a su verdad. Y con la lozanía de tu juventud, madurando entre cruces, porque creían a Figari ya muerto, y fue en Buenos Aires que resurgió, en 1921.

Y teniéndote a ti a su lado, no se decía que si Figari pintaba era porque estaba loco. Esto ocurría en Montevideo adonde Figari se dio a la pintura, en 1917.

“Otros se emborrachan con otras cosas, yo me emborracho con la pintura”, decía mi padre. ¡Si había dolor en aquella alma tan ancha como buena! Esa calidad que le reconocimos Juan Carlos y yo a nuestro padre hace sesenta años. Una fuerza poderosa me lleva a hacer justicia, para explicar aquel milagro.

El hijo salvó la vida y la obra de Figari, el romántico que fue en el siglo pasado, y al hombre que late ante todos los dilemas de este siglo, que parece querer cerrar todas sus compuertas al humano sentimiento.

Sólo el arte puede compaginar de nuevo desde el dolor y la sensibilidad del artista verdadero, el humano sentir.

Que surja el canto del indio más que humano, que el gaucho tiemble en su guitarra, que el tamboril del negro acompañe los acordes de su cuerpo armonioso, que surjan los patios criollos y las trenzas, que surja el caballo criollo que ha sostenido vida criolla en sus ancas, que canten el ombú y el hornero que llena de amor su nido, y entonces tendrá un sentido la paternidad de Figari, que él dejó impresa, y muy pocos son los que la han escuchado y la han querido, en la poesía de su libro "El Arquitecto", y en sus otros escritos.

De Juan Carlos quedaron varios cientos de cuadros al colaborar con su padre.

Maravillosa muestra de su responsabilidad moral, de su corazón, de su amor filial, de su coraje y de su talento.

Desgraciado el hijo de esta tierra que no sienta la poesía en una época despojada de piedad, el que no salve la sangre por la sangre, exigiéndose todo por la vida y para el Uruguay.

Y fue don Daniel Fernández Crespo quien salvó el espíritu gaucho al inaugurar el Museo Figari con la obra de padre e hijo: con la fuerza de dos generaciones.

Su gesto único y noble no permite demoler la nobleza de aquel hijo, que hoy a expensas del Museo Figari, se cotiza en el mercado uruguayo.

Juan Carlos al sostener moralmente a su padre equilibraba toda la vida de su padre.

Mi padre siempre quiso que la obra de Juan Carlos, su hijo, quedara para siempre a su lado: “Mi ofrenda es ante todo reverente”. 1)

Y desde su gloria ya conquistada y el ciclo de su vida terminado, no se suelta de la mano que por amor a la vida le respondió con su vida misma.

Colaborar con un gran hombre, aunque sea su padre, no quiere decir ser su esclavo. La ciencia que mi padre conquistó al vivir, y el hecho de tener a su hijo con él como se tiene el oxígeno para respirar, en la tragedia que a él le tocó vivir, es lo que hoy establece la exacta madurez de la ciencia y el arte en el campo Figari.

Aquel que juzga desde un balcón el drama ajeno no tiene autoridad para que su juicio pase por encima de la vida.

Georges Pillement, uno de los famosos críticos franceses de aquellos años, cita al hijo en su obra fundamental sobre el pintor Figari, y esto en materia de pintura es lo suficiente, para sostener la libertad del espíritu de aquella juventud.

La ciencia y el arte, ése fue el sueño de mi padre, como que para él, la mejor manera de comprender la vida era sentirla.

El hombre por encima de todo como hombre, pero no tendiendo a disecar que es disecarse, sino renovándose siempre para que la vida sea siempre la vida.

Obra temprana la de Juan Carlos; allí su belleza, al afirmar en su sentir un amor nuevo, que era y no podía ser sino el suyo.

Y habiendo sido yo la hija que a ruego de cada uno de ellos, me tocó comprenderlos, tanto como ellos sabían cómo yo los quería, esa verdad querida, vivida y defendida por los tres por igual, me lleva a decirla hoy tan fuerte como es la pulsación de mi sentir.

Mi padre recién pasaba sus cincuenta años y se desplomaría ante la incomprensión de su familia y del ambiente o se salvaba.

Cuántas veces en su desesperación repetía: “Yo entré sereno a la naturaleza y ahora me siento demoler”. Todo un hogar que se desplomaría y con hijos menores.

Para mi hermano y para mí empezó la tragedia de nuestras vidas en nuestros veinte años.

Yo arranco la figura de mi padre desde el abogado recibido a los veinticuatro años, y consagrado al obtener la libertad condicional de su defendido, el Alférez Enrique Almeida, en el año 1899.

Esa libertad que lo llevó a una inmensa experiencia en el campo de la ley y del delito, pudiendo tantear así las fuerzas vrvas o muertas del país, lo llevó a fundar su personalísima filosofía, en la que la Estética, — poeta nació y poeta vivió — tiende srempre los brazos a la vida para llevarla y enriquecerla al máximo.

En el año 1912, publicó su teoría "Arte, Estética, Ideal", desde la que buscó toda su libertad y todo su equilibrio.

Pasados sus cincuenta años, él tenía plena fe en su filosofía y decidió presentar su obra en París, en el año 1913.

El poeta Julio Supervielle, excelso amigo de mi padre, le presentó al profesor Charles Lesca, quien la tradujo al francés.

Y Mr. Désiré Roustan, Profesor de Filosofía de la Sorbona, encontrando dicha teoría muy original e interesante, le hizo el gran honor de prologarla.

Dicha filosofía en su esencia, le da al arte un poder social y una responsabilidad tan grandes como tiene la ciencia fisiológica al defender heróicamente la vida ante la muerte.

De allí su inmensa y profunda admiración por Pasteur y su obra. ¡Cuántas veces le oí decir a mi padre, que a Pasteur había que levantarle una estatua en cada plaza!…

Por falta de cultura en general, en el Uruguay de aquella época, el arte fue considerado como una entidad que con llenar un sitio de adorno en la vida estaba cumplido, y de allí los caprichos sin número en los que fue cayendo.

Lo que caracteriza la obra de mi padre es su libertad de creador, quien al sellar con la poesía, es decir la belleza excelsa de la vida todos los senderos que habrían de consolidar su derrotero, da vida a su teoría y su teoría llega a ser su pedestal.

De vuelta de aquel viaje a París, en el año 1913, adonde permaneció cuatro meses, y ante la profunda inquietud por la amenaza de aquella primera guerra europea que había de cambiar al mundo para siempre, y después de visitar Museos y exposiciones, mi padre vino convencido de que la mejor política para el Uruguay era la de enseñar a la juventud a trabajar.

Por allí ante la catástrofe que se aproximaba, el Uruguay con una juventud bien preparada llegaría a defenderse moral y económicamente.

Así como todo hoy, medio siglo después todo le daría razón, al visionario convertido en educacionista.

El gobierno de su país ante sus publicaciones en diversos folletos sobre “Enseñanza Industrial”, le concedió la dirección para reformar la antigua Escuela de Artes y Oficios en Escuela Industrial.

Dándose de lleno a su obra, con un fervor y un optimismo maravillosos, que tenían sus raíces en la tierra misma, en la tierra misma sudamericana.

Acompañado por “su fiel hijo amigo y colaborador”, el arquitecto Juan Carlos Figari Castro, recibido a los veintiún años, siendo uno de los más distinguidos alumnos de la Facultad de Arquitectura, reconocido así por la misma Facultad.

300 muchachos venidos de todas partes de la República poblaban dicha Escuela.

Un hermoso edificio y una serie de talleres bien equipados y maestros excelentes, pero el régimen de aquella Escuela para nada tomaba en cuenta el problema social para que aquellas juventudes se sintieran amparadas por el Estado, pues al faltarles el hogar se debió tomar en cuenta lo social como un primer factor. Tratados a rigor la rebeldía no tuvo límites, y cuanto más castigos más rebeldía. El primer día en que mi padre entró a la Escuela, en 1915, fue directamente a los talleres y allí a los alumnos les habló como un padre debe hablar a sus hijos.

Lo oyeron, y puede decirse, se compenetraron con la nueva orientación, y desde ese primer día la conducta de aquellos muchachos fue intachable.

Que cada uno escogiera el oficio para el que había nacido.

Llegada la hora del recreo, a las 5 de la tarde, mi padre con su hijo Juan Carlos a su lado los reunieron en el gran patio trasformado en vida y esperanza, y mi padre pasando por encima de todos los reglamentos les dijo: “Ahora pueden ir a jugar al fútbol al Parque Urbano -Sí doctor Figari, aquel grito fue unánime”. “Con una condición, dijo mi padre, que a las ocho estén todos de vuelta”.

Así empezó el más humano de los regímenes para dar de inmediato frutos maravillosos.

Al confiar en aquella juventud, una incipiente responsabilidad fue la respuesta, y se cosecharon las más sorprendentes realizaciones en los veinte meses de actuación y de colaboración entre mi padre y mi hermano Juan Carlos, de consagración, de amor y fe, hasta que el humano ritmo de la vida respondiera como respondió plenamente.

Y esta maravillosa empresa, patriótica y llena de tangibles promesas, por parte del gobierno no tuvo éxito.

El gobierno se mantuvo ajeno y reservado, hasta querer colocar la Escuela Industrial, dentro de sus bellas y profundas perspectivas, como una industria más en el país.

Una pobreza espiritual se pronunció por allí, y esa fue para mi padre la causa de su renuncia.

Esa misma mañana que con inmenso dolor se alejó de su obra, llegó a casa acompañado por un grupo de alumnos de la Escuela, visiblemente impresionados y doloridos ante tal desconcierto.

Lo único que mi padre reclamó para seguir viviendo, era que su hijo Juan Carlos no perdiera su fe, y Juan Carlos la mantuvo por encima del mundo entero.

El primero en el Uruguay, que aprobó hace unos años los pasos dados por mí para no desgajar lo que lleva tanta vida, fue el muy talentoso escritor Alberto Zum Felde.

Me escuchó, mi Rafael presente, y con la ternura de su voz de poeta y la reconocida valentía de su personalidad, ante la actitud de la Comisión Nacional de Bellas Artes, que no daba cabida al 'binomio Figari”, y parecía querer dejar a Figari solo, en el punto más álgido de su ética, exclamó: “Tal vez no haya en el mundo un caso igual de compenetración espiritual entre un padre y un hijo”.

Con estas palabras llenas de experiencia y sabiduría caducó un prejuicio, el de la Comisión Nacional de Bellas Artes, y con él todo lo que sea prejuicio en vez de luz.

En el terreno intelectual la respuesta del hijo tenía para mi padre un valor tan grande como fue su tragedia.

Y así lo entendía la eximia sensibilidad de Alberto Zum Felde.

La huella de una sociología tan humana como científica se traería al poeta, que no había cantado nunca sino a escondidas.

Desde el abogado poeta llegaría al “pintor poeta”, como le llamó a mi padre el ilustre escritor argentino Enrique Larreta, en Buenos Aires, en una bellísima carta, hace cincuenta años.

“Pintura por la pintura yo no hubiera dado una sola pincelada, hay algo más en mi obra”.

Con estas palabras que mi padre pronunciaba a menudo, él sostenía el extraordinario equilibrio de su alma, después de llenar el íntimo drama de su vida, con el más extraordinario de los afectos y de los equilibrios, porque así fue la poderosa comprensión de su hijo Juan Carlos, que partía de su maravillosa juventud.

Tradición y el amor a la tierra fueron la llama que encendió la verdad sostenida por los dos y por cada uno.

Sí, al Uruguay tengo que decirle que tuvo en mi padre a un hijo grande y fuerte que aceptó todo el dolor siempre que viniera en nombre de la vida.

Yo voy a relatar aquí lo que estuvo muy lejos de ser una aventura.

Adonde iba la vida iba mi padre, porque a la vida hay que quererla mucho para salvarse dentro de ella, dentro de toda la verdad. Eso es la vida.

El poeta la escucha, la alienta y la sigue hasta morir con ella y por ella.

Si a mi padre no se le comprendía era terriblemente trágico: ya que en el borde de la vida está siempre la muerte, y más para quien la vive de idealismo en idealismo.

Mi padre nació en Montevideo, el 29 de junio de 1861, de padres genoveses, que se casaron tempranamente aquí.

Juan Figari de Lázaro y Paula Solari fueron mis abuelos.

En el hogar fundado por ellos nacieron nueve hijos, a los que yo a todos conocí. Todos tenían una marcada inclinación a la música. Ritmo y color, color y sangre van hermanados en los Figari.

Entre los cuadros donados por mí al Estado para fundar el Museo Figari, hay un retrato de mi abuelo pintado por mi padre, a fines del siglo pasado.

Sobre un fondo gris una bella cabeza de italiano, con ojos azules, cabello y barba grises.

Está pintado con todo el cariño que mi padre le profesaba.

Recibido de abogado a los veinticuatro años, ese mismo año mis padres se casaron y al balancear su vida con un profundo amor, quedó fuera de la cuenta, el abogado poeta, que no abdicaría de la libertad de su conciencia en ningún caso. Casados en el año 1885, mis padres se embarcaron y pasaron en Europa un año y medio. Al volver trajeron preciosos muebles, bellísimos libros, un piano adquirido en la misma ciudad de Stuttgart, algunos cuadros de autores italianos, una gran colección de óperas, óperas italianas y algunas alemanas, y dos retratos al óleo, uno de mi padre y otro de mi madre, pintados por Ripari.

Y una colección de alfombras persas de todos los tamaños y preciosos colores, en las que siendo chicos jugábamos a las bolitas.

En aquel Montevideo y en aquella casa en que nacimos, encontramos al nacer un ambiente que no se acomodaba al clima demasiado aristocrático o demasiado burgués de las familias de entonces. O se vivía un lujo tendiente a lo versallesco o tirando fuertemente de la rienda por el peligro que ese lujo entrañaba.

Y el contrapeso estaba como siempre a cargo de la cultura, que cuanto más sólida más equilibra viejas y nuevas conglomeraciones sociales.

Todo consiste en que lo humano no sea devorado por el prejuicio social.

Mi padre se batía y debatía frente a la vida misma, buscando en la sociología el punto de apoyo de su acción. El corazón vibrando.

Encontró así la manera de librar batalla contra el prejuicio, que por razones políticas involucraba todos los afanes y daba por muertos todos los derechos.

El caso Almeida lo hizo famoso en estas regiones. Una Revista Científica Argentina de aquella época, destaca sociológicamente dicho caso. 1895-1899.

Su defendido el Alférez Enrique Almeida, de veintitrés años de edad, injustamente acusado de homicidio, tuvo la fortuna de elegir a mi padre, que entonces era defensor de oficio, y la experiencia que esta causa le brindaría, fue base de su misma libertad.

“Un error judicial”, obra en la que mi padre narra el proceso, que hubo de costar una vida, fue entonces publicada.

En aquel Montevideo tranquilo y solitario, bullía como una amenaza la defensa por la justicia, como si lo justo fuera que la injusticia tuviera que prevalecer. Todavía resuenan en mis oídos las palabras de tío Juan y de tío Enrique, diciéndole a mi padre, como hermanos mayores de él que eran: “Pedro, deja esa causa que todavía te va a costar la vida”.

Pero, mi padre una vez jugado, tenía sus razones para querer dominar el centro de aquel remolino, donde todas eran aguas turbias.

Tío Enrique era un hombre de un temple extraordinario, habiendo quedado viudo muy joven, en plena felicidad de su hogar, vivió dedicado a su carrera de médico y a sus hijos.

Su presencia en nuestra casa imponía respeto. Por ser hermano de mi padre y porque era el médico al que se acudía constantemente, porque respondía con cariño y con responsabilidad de hermano mayor, porque mi padre que era dentro de su familia, el menor de los tres hermanos varones, fue siempre contemplado como el hijo menor que era.

Tío Enrique venía siguiendo de cerca la vida de nuestra casa.

Él era el padrino de Juan Carlos; la chapa de Arquitecto el día en que se recibió fue su regalo. Y al volver yo de París, en 1932, quiso verme y me dijo: “Cómo estará Pedro con la pérdida de su hijo”.

Él más que nadie sabía lo que significaba Juan Carlos en la vida de mi padre.

Hoy sé cuánto cuesta hacer justicia y la alegría que da llegar hasta ella, es como tocar el cielo.

Cuarenta años después de terminado el proceso a Almeida, el Ministro de Defensa Nacional de Montevideo, el muy distinguido general Julio A. Raletti, hoy desaparecido, me dijo al serle yo presentada: “¿Ud. es hija. del doctor Figari? El Ejército tiene una deuda de honor para con el doctor Figari, por haber salvado la moral del Ejército”.

Emocionantes palabras que no pueden ser olvidadas.

A raíz de este proceso y de la compaña que hizo mi padre contra la pena de muerte, quedó ésta abolida en el Uruguay.

Solamente calando hondo mi padre podía intercambiar sus trabajos con las cabezas ilustres de la criminología y de la sociología de aquella época: Cesare Lombroso, Enrico Ferri y Guglielmo Ferrero.

Lo que ellos admiraban era que un abogado, en el Uruguay de aquella época, tratara a fondo los problemas que el mundo científico, le va siguiendo a la humanidad para salvarla y volver a salvarla siempre.

Hoy han pasado algunos años, y siempre dentro del marco de lo social, y diciendo: “yo no pinto cosas sino sensaciones”, mi padre lleva algunas páginas de su vida que no pudo olvidar a la pintura. Buenos Aires 1924.

En un pequeño cuadro titulado “Llega la hora”, toma vida su idea contra la pena de muerte, a la que mi padre conceptuaba un daño en vez de un bien, en la misma raíz social.

En él está la terrible escena del condenado a muerte.

Un negro grandote, como entregado, que no sabe de donde lo trae y adonde lo lleva el gran resorte de lo social.

Y el inmenso misterio de la vida, en su punto más álgido con la muerte, llega a oscurecerlo todo.

Un altarcito lleno de velas y el Capellán de la cárcel de Miguelete, el Padre Pons, cuya misión, en nombre de la religión, era la de acompañar al reo al banquillo; sí, la religión lo perdonaba, a cambio de lo vida.

Para mi padre “la vida era el máximo bien”.

Él quería humana justicia. Ir siempre por el camino de la esperanza.

Si los crímenes disminuyen con el analfabetismo, allí está la primera enseñanza.

Tanto compadecía mi padre y se apiadaba del Padre Pons, que viéndolo en su tarea de cárceles, a lo que como abogado de oficio estuvo años vinculado, que de tanto en tanto lo llevaba a almorzar a nuestra casa, para ver si se olvidaba y se alegraba un poco, frente a aquella mesa llena de niños de todas las edades.

“Llega la hora”, y otro pequeño cuadro titulado “La Descarriada”, fueron pintados en Buenos Aires en la misma época.

Esa figuro de mujer que tituló “La Descarriada”, que habiendo deshojado sin piedad una a una sus responsabilidades, ya no sabe quién es, y por qué sufre la pesadilla de la más profunda soledad.

Las paredes que dentro de su color tienen una especie de ternura hablan por ella. Este cuadro fue de toda la colección el que más impresionó al ilustre escritor español José Bergamín.

El Museo Figari guarda estos dos cuadros que hablan de los humanos errores desde la sensibilidad y la sociología del abogado pintor.

Terminado el proceso que duró cuatro años y medio, el Alférez Enrique Almeida fue absuelto por falta de pruebas pero su libertad condicional quedó totalmente rehabilitada, varios años después, el día en el que el verdadero asesino confesó su crimen, antes de morir en el Hospital Maciel, ante una hermana de caridad y un practicante.

Por moción de un gran amigo de mi padre, el doctor Mateo Legnani, entonces Diputado, ante la fuerza de ese hecho, la Cámara le otorgó a Almeida todos los sueldos que el Ejército le retenía, y murió con el grado de Mayor, el grado que le hubiera correspondido en su carrera.

Almeida, obtenida su libertad condicional, fue sereno en un Frigorífico del Cerro. Allí fundó su hogar en el que nacieron varios hijos, y vivió una vida de lineamientos puros y correctos.

Para mi padre, Almeida fue un hijo más.

El estudio de abogado de mi padre, estaba instalado en el cuarto más grande de la casa, donde debía de ser la sala, y siempre el estudio estuvo en casa de la familia, así lo quería mi madre, para seguir de cerca todos los acontecimientos.

Vivíamos en la calle Reconquista 121, en una casa de altos, y ese cuarto daba a la calle con dos puertas que salían al balcón.

El tren de caballos pasaba por la puerta.

Mi padre a diario invitaba a almorzar a sus amigos abogados. El doctor José Pedro Massera, abogado del hermano de la novia de la víctima, que por ser amigo del Alférez Almeida estuvo procesado.

El doctor Luis Melián Lafinur; el doctor Carlos García Lagos, a quienes recuerdo entre otros y cuyas figuras y cuyas voces me han quedado grabadas.

Mi padre insistía siempre en que él tenía razón, en que su defendido era inocente. Se renovaban los juicios y las discusiones.

Se vivía sociología pura o arte, porque algunas veces eran poetas o pintores amigos, y a veces algunos europeos que estaban de paso, que admiraban aquella vida que se volcaba en sus treinta años con una pasión extraordinaria en su labor de abogado, como a ratos dibujaba o pintaba como quien sale de un torbellino o de un infierno, para llegar a la naturaleza de lo humano.

Ese alternar del abogado y del pintor era lo que más nutría nuestras vidas.

Tenía yo ocho años cuando a raíz de la libertad condicional de Almeida que era ya un soberano triunfo, viendo que mi padre repartía su obra “Un error judicial”, entre sus amigos, me presenté por mi propia cuenta en el estudio, y le pedí un ejemplar de su defensa. Mi padre me miró muy serio y después sonrió. Al rato me llamó y me entregó un ejemplar con esta preciosa dedicatoria:

“Querida María Delia: me complace mucho ver que te interesas por tener un ejemplar de esta defensa a la cual me consagré por amor a la justicia. Si bien no estás aún en el caso de comprender las fatigas que representa, coliges por las palabras de tu virtuosa madre que es obra buena. Una y otra cosa me enorgullecen y hago votos para que cuando te halles en edad de apreciar con tu hermosa cabecita confirmes esa impresión y cuides de estas páginas impresas como de un cariñoso recuerdo paternal”.

                                                    P. Figari.

Agosto 10 de 1889.

Ese ejemplar al que guardé toda mi vida, con el mismo cariño con el que se guarda la primera muñeca, sólo me desprendí de él como de un auténtico documento para el Museo Figari.

Desde entonces, desde la experiencia que le tocó vivir con el caso Almeida, vi siempre a mi padre poner una idea sobre otra idea, y seguir así caminando en el campo de sus ideales. Y así lo seguí desde mis ocho años para no perderlo y para no perderme. Su triunfo justamente con ese caso, esa lucha contra el ambiente moralmente pobre, preparó una resistencia contra el abogado, que haciendo su experiencia en las mismas cárceles, pasaría por encima de Códigos y leyes en pro de la justicia.

Y como mi padre precisaba garantías para su ética, la ética de un intelectual contra su siglo, al que le salvaría la vida y su poesía, en el Río de la Plata, contra un romanticismo decadente.

Yo era para él “la sensitiva”, y si se hubiera dejado juzgar por el lado moral, social, político, en vez de enriquecerse con los hijos que desde su infancia lo sintieran tanto como para comprenderlo más adelante, él que pasó por encima de toda política para salvar la vida de un inocente, desde entonces una especie de persecución se entablaría ante el caso que le cupo dilucidar medularmente.

Y por ser un Alférez el presunto homicida, hubiera comprometido hasta la vida del abogado en la hornada de intereses creados.

Un alto político, Don Luis Batlle Berres, expresó en nuestra casa, al contemplar sus cuadros: “Figari tenía una gran cultura, una gran cultura, él mismo se hizo su ley”.

Nuestra infancia, la de Juan Carlos y la mía, cargó desde entonces con dicha responsabilidad, que era en el fondo cariño, cueste lo que cueste.

Juan Carlos nació el 5 de Diciembre de 1893. Cinco hijas habíamos nacido antes que él, siendo yo la cuarta de ellas. La presencia de ese hijo varón fue recibida como se recibe la luz.

Vestido a la marinera, alegre y contento, nunca hubo que decirle que estudiara.

En el “Elbio Fernández”, cursó sus primeras clases, destacándose por su conducta y su inteligencia.

A los veintiún años se recibió de arquitecto. El dibujo y las matemáticas eran para él cosa resuelta.

El sello de aquella arquitectura marcó su vida.

Su talento y una ética arquitecturada y valiente lo distinguieron siempre.

Músico; adoraba el piano, al que le dedicó muchas horas de su vida.

El asistía a conciertos, a teatros, a exposiciones, y en París donde llegó a vivir cerca de tres años, se destacó por su “esprit”, sus juicios, su equilibrada personalidad.

“Juan Carlos razona con una lógica de hierro”, decía mi padre.

La primera vez que se oía música de Vil!alobos en París, (año 1927); el público intelectual francés quedó desconcertado, pero al mismo tiempo atraído.

Envuelto en su capa negra, con su ancho sombrero de ala, pasó a nuestro lado el famoso James Joyce, y recuerdo que Juan Carlos tomándome del brazo, me hizo notar los rasgos de su fisonomía extraordinariamente finos, diciéndome: “como dibujados con un alfiler”.

Ya estaba casi ciego el gran escritor.

El juicio y el estusiasmo de Juan Carlos que comprendía la belleza natural sudamericana de aquella música nacida bajo el sol, movida por aves potentes dentro de colores estruendosos, era algo que había que sentirlo y Juan Carlos así lo sintió aquella noche, de una vida nueva para París, que sacudió almas y ritmos. Nuestro músico Alfonso Broqua quedó atónito con aquel acertado juicio.

Juan Carlos era profundamente afectivo. Él tenía una gran inclinación por su madre. El sufrimiento, no de un divorcio con mi padre, sí de una separación, lo llevó a construir, ése fue el madero de su vida.

Ante la tan difícil vida que crean las separaciones, en lo afectivo, su vida no cambió: lo conducía una esperanza.

A mí me oía, yo era tres años mayor que él. Y una vez ante la incomprensión del ambiente frente a la reciedumbre de su personalidad, me escribió llamándome “mujer de corazón y de cabeza”. “Poca gente hay que tenga la caja de percusión que tienes tú”, él me decía.

Nuestro remedio era escucharnos uno al otro. Y así hacíamos pie de la humana injusticia, pues siendo Juan Carlos y yo dos puntales para el triunfo de nuestro padre, la vida social quiso borrarse ante ese hecho.

Lejos de su Patria, buscó en París como distracción la razón que a París lo unía. Y todas las tardes traía sus croquis callejeros. Figuras que tienen un sabor único porque a Juan Carlos no lo conformaba sino la vida.

Y en los últimos tiempos de su vida, después de pintar una serie de hermosos cuadros que fueron expuestos en París. en la última exposición conjunta, exposición que Juan Carlos preparó ya muy enfermo, falleciendo tres días después de inaugurada.

La tragedia del hombre y de la mujer es el destino de la sangre.

El caso de mi padre, el pintor Figari, es lo más opuesto al caso Gauguin, que al constatar que el lazo con su familia estaba totalmente muerto, corrió para siempre el telón, y allí en la isla de Tahití comenzó de nuevo su vida y su obra.

Mi padre no admitió eso. Eramos sí o no sus hijos, los hijos del abogado hasta llegar a ser los hi¡os del pintor.

Mi padre pintó y pintó hasta llegar a ser no vulnerable, como un recién nacido, porque hasta que el alma y su serenidad no se encuentran, la vida no es la vida para el que nace poeta.

Al sostener desde su vida y desde su teoría “lo integral”, como sinónimo de vida, él empieza por sostener su paternidad, desde su tan fecunda sociología.

Al perder a su hijo Juan Carlos, en París, le dedica su libro "El Arquitecto", publicado en dicha ciudad, en el año 1928.

“A la memoria de Juan Carlos Figari Castro.
Fallecido el 6 de Noviembre de 1927.

Alma templada, animosa y buena, de combativo;
creador audaz, autónomo y másculo, americano,
a ti van las páginas de este mi ensayo.
Mi ofrenda es ante todo reverente; y de cariño
al camarada, al colaborador y al hijo amigo”.

                                     Pedro Figari
                                     

Y termina su libro con este poema:

                         Augurio

“Despojadas de cenizas perezosas,
y vueltos a la tarea constructiva, fiel hijo amigo,
no en la exedra familiar tranquila,
han de encontrarse de nuevo nuestras células,
en el camino eterno;
y se reconocerán, espero.
Tú pujante, vertical y altivo,
has de haberte reincorporado al Cosmos, no sé en que forma;
por la propia ley de inercia,
siempre ha de ser tu anhelo erguido y fecundo y digno”.

                                            P. F.

En estos poemas quedó estampada la línea recta de su ética, y antes de morir mi padre, todos los hijos se habían inclinado por ella, ante el equilibrio que él guardó en su dolor de hombre y de genio incomprendido, y el significado que él mismo, que él solo, le dio a la belleza de la vida por puro misticismo.

Como hijos suyos, solamente Dios, nos pudo sostener y nos sostiene.

Y si en su libro "EI Arquitecto", él entronca en la poesía de su filosofía, su dolor de hombre y de padre, al volver al Uruguay, en 1934, la tierra donde los dos nacieron, su alma tenía que descansar en un último abrazo hecho de color, porque es indudable que allí reside todo el poeta y todo el hombre.

En un Tríptico que mi adorada hermana lsabel puso antes de morir en mis manos, dado que a ella le tocó al distribuirse la obra, y hoy gracias a su bellísimo gesto está en el Museo Figari.

Mi padre desde la primitiva ternura de las almas, pintó entre cenizas y flores, hijas ya del Cosmos, de todos sus sentimientos el más profundo, yendo desde el negro y la negra viejos, que entre unas cruces blancas llevan el ramito de violetas, y este primer cartón se titula: “En busca de la cruz”.

En el cartón del centro un negrito a caballo, colgando de su brazo una corona de siemprevivas, de galera de felpa, en él todo es poesía. Su título es: “Flores al muerto”.

Culminando en el tercer cartón titulado “Apoteosis”, en la gloria de la máxima ternura del color, del dolor, el adiós de lo humano ya cantando lo eterno.

“El concepto es la obra de arte”, decía mi padre, allí está y para siempre lo que la vida lo llevó a concebir.

Firme ya por el lado de su filosoffa, para mi padre la ciudad de París tenía una calidad sin igual, tratándose del espíritu y de su libertad.

París empieza por no endiosar para dejar que lo humano con sus millones de perfiles no lo llegue a engañar, y tenga al mismo tiempo cabida si lo humano es su destino.

Allí espera París al hombre y al artista, por eso su juicio que va desde la gracia hasta lo trágico, como varita mágica, es necesario para el mundo entero.

El gran escritor francés André Malraux, Ministro de Cultura de la Francia del General De Gaulle, cuando vino a Montevideo, hace varios años, quiso él mismo colocar unas flores en el sepulcro de la familia Figari, adonde descansaba mi padre. Emocionante ceremonia que dice lo que para la Francia significa la cultura.

Mi padre recorrió un camino mil veces difícil. De su Sociología a su Filosofía, de su Filosofía a su Educación Integral, y entre tanto a la poesía y al arte, sin dejarles nunca: eran su sombra.

El eminente escritor inglés, Aldous Huxley, sostiene a mi padre entre sus manos, cuando dice: “Me fascina el dilema moral del místico, que al mismo tiempo es político”.

Desde que el arte es un fenómeno social, nada tiene que ver en su esencia misma con la política.

“El arte es un fenómeno social”, así lo define el genial escritor ruso Jorge Plejanov, en su obra: "El arte y la vida social".

La responsabilidad social que asume el creador ante sí mismo, ante el arte, ante su país y la política, que en el país entronca, entidad poderosa que abarca todo, menos la independencia igualmente poderosa del creador, que llega a separarse desde ese mismo tronco, siempre afiebrado, para perfilar lo que va de un siglo a otro, campo absoluto de la serenidad del artista y de su sensibilidad.

De allí el místico que no tiene otra manera de probarlo que desde la Poesía aunque, tenga que pasar por encima de todas las creencias religiosas desde su misticismo y desde su arte y ante Dios.

Es curioso y saludable constatar que mientras Plejanov vivía en su Rusia esa lucha llena de luz, Fígari defendía al arte, en el Uruguay, desde su punto de vista puramente social.

Uno y otro sostenían sus teorías al mismo tiempo, en los primeros años de este siglo. Plenajov dice: “siendo dos, la vida social de su tiempo está representada”.

En el Uruguay de aquella época fueron sí dos.

Ese fue y es el caso Figari lleno de vida.

En la primera de todas las exposiciones Juan Carlos se presentó al lado de su padre. Una serie de sus cuadros que están hoy en el Museo Figari, figuraron en dicha exposición, (año 1921), en Buenos Aires, en el Salón Müller de la calle Florida.

Mi padre no se hubiera presentado nunca sin su hijo.

Había que dejar madurar la verdad que vivía debajo de una montaña sociológica y artística para que la vida del hijo no se perdiera.

Había que dejar morir las pasiones que ahogan las verdades en cada siglo.

“Tu anhelo ha de ser erguido y fecundo y digno”. 2)

Había que descubrir dentro del dolor de cada vida la verdad que tan fuertemente los unió.

“Hoy hemos pintado a cuatro manos”, decía mi padre, y se hermanaba en todo a su hijo para sostener la verdad sentimental y científica, ante la que tanto Zum Felde en el Uruguay, como Plenajov en Rusia, dejaron pasar la luz ante la roca de rutinas falsas y enloquecedoras.

La misma mañana que mi padre fue a la Escuela y presentó su renuncia, acostumbrado a medir alas y espacios, se sentó frente a su caballete de pintor (hacía diez años que no tocaba sus pinceles), y me pidió le alcanzara unos cartones que había pintado tiempo atrás.

Le alcancé varios de ellos y eligió uno que representaba viejos troncos de perales y debajo de ellos la vida de una gramilla verde.

Lo había pintado en la preciosa quinta de mi abuelo materno, la quinta de Castro y lo tituló “Idilio”.

Lo refrescó y en el primer plano pintó a un indio con una india en los brazos, y recuerdo que mientras pintaba varias veces dijo: “País de indios que no me comprende”.

Mi padre quería al indio como quiso al negro, pero los quiso desde su libertad, y había llegado el momento de defender la libertad de su cultura.

Como prueba de una realidad, diré que tengo una cabecita de indio, tallada por mi padre, en la época de su obra en la Escuela Industrial.

En una madera americana, dura como la más dura de las piedras; fue por él tallada. Indio joven, que trasluce amor y arraigo, y dolor en la tierra en la que se le trata como a un intruso.

Lucha eterna, injusta, coma la posesión del oro.

Hace más de cincuenta años que mi padre me la dio, diciéndome: “guarda, Delia, esta cabecita de indio que con el tiempo va a tener su valor”.

Al balancear lo americano desde el Museo Figari, el día en que éste resurja, ha de quedar en mi nombre entre su colección.

Ese cuadro titulado “Idilio” que es el primero de la inmensa creación, vino a tocarme a mí, para que yo pueda contar su historia, guardándolo para el Uruguay.

En el Museo Figari está ese cuadro y está la razón del vuelo de aquella pintura. En dicha colección figura también un cuadro titulado “La abolición de la esclavitud”.

En 1842, unos años antes del nacimiento de mi padre, Joaquín Suárez, Presidente de la República Oriental del Uruguay, respondería del espíritu de los negros del Uruguay, que empezando por Ansina ante la miseria de Artigas, en su destierro en el Paraguay, y en la tan humana forma con la que Ansina lo acompañó, ante ese solo hecho pudo ser calibrada toda la libertad.

El 12 de Diciembre de 1842, día en que fue decretada la abolición de la esclavitud, es una página que no podía faltar en la obra de mi padre.

El Museo Figari guarda dicho cuadro.

Los negros en su alegría festejan con banderitas hechas con trapitos colorados la temprana, pero regocijada hora de su libertad.

El Museo Figari guarda también “El petiso de los mandados”, cuadro que fue pintado en Montevideo, 1918-1920.

En este cuadro mi padre trabajó intensamente, como queriendo declararse ante él mismo, que sí, que era pintor.

Su talento ya seguro y templado daría paso al aluvión de sensaciones y de recuerdos.

El petizo de los mandados es un muchacho más en el rancho, decía mi padre.

Va a la escuela con tres chicos encima, así como va al boliche a hacer las compras, y al arroyo con el barril del agua. Entra y sale al rancho como cualquiera de los muchachos.

Todo lo que al petizo aquel rancho le debía, con ese cariño y con esa emoción está pintado.

Y la luz de luna que mi padre buscó hasta fijarla en todo el cuadro, esa luz que destaca todas las distancias, quedó fijada con su poderoso encanto en la ventana. Mi padre no se separó nunca de ese cuadro, manifestando por él un cariño especial.

Uno solo de los alumnos de la Escuela Industrial, año 1917, Luis Mazzei, cuya perseverancia y entusiasmo por el arte, lo destaca en el ambiente cultural del Uruguay, quedó desde entonces vinculado a nosotros, tanto como pasó horas al lado de mi padre cuando él tomó rumbo a la pintura en medio de todos los vendavales.

Mi padre le guardó toda su vida un profundo afecto.

Una vez en Buenos Aires había días en que mi padre estaba en tren de crear. Y con placer y hasta desesperación recurría a sus temas; una serie de temas de campo, de indios, de negros, de trogloditas, patios criollos, salas coloniales, temas históricos, temas resistas, sus autoretratos, sus preciosos y queridos caballos.

Y otros cuadros donde planean aves maravillosas de América del Sur.

“Mañana voy a fijar esto”, y para no olvidarse los dibujaba, ya quedaban en su mente fijados.

“¿Delia te gusta?” “No lo toques más que lo vas a echar a perder”, y así iban pasando de sus manos a las mías los bellísimos cartones, yo los colocaba en aquellos estantes y unos días después él me los iba pidiendo, ese día estaba en tren de retocar.

Pocas pero sabias pinceladas, ya decían todo, la vida despuntaba en ellos, y como nunca quedaban del todo terminados, quienes gustaban de aquella pintura, se complacían comprendiendo y agregando su entusiasmo a los colores palpitantes y sensibles.

“No hay color feo, decía mi padre, todo depende del color que se le ponga al lado”.

Y don Manuel Güiraldes, grande y noble personaje argentino, que llegó a adorar aquella obra, decía: “A la única persona en el mundo que le doy la derecha para hablar de Don Pedro, es a Delia”. Tal era mi pasión, bien hi¡a de pasiones.

Los argentinos vivían la inquietud de la belleza de su pampa, de sus sierras, y de sus ríos, de su patriotismo justificado y palpitante, pero lo que ocurrió con mi padre fue algo que no habla sino del espíritu, de la cultura y del corazón argentinos.

A la Argentina fue mi padre, comprendido solamente por dos de sus hijos, y para eso se precisaba tener todas las compuertas, las de una máxima responsabilidad y de un máximo amor filial levantadas, y así fue.

¿Cómo voy a dejar sin decir y llorar lo que a mi padre y a mí nos pudo significar la vida de Juan Carlos?

Construir, sí se construyó, y los argentinos colaboraron como buenos y grandes sudamericanos en la forma más extraordinaria.

Todo se lo merecen con respecto a mi padre y a Juan Carlos.

Un día se presentó Victoria Ocampo con Rabindranath Tagore en el atelier de mi padre. Varios pequeños cuadros atestiguan la presencia y belleza de aquellas dos figuras. Uno de ellos está destinado al Museo Figari.

Hasta la India llegaban hace cuarenta y cinco años los vínculos intelectuales de la Argentina hacia la India, la India resurgente del Gandhi.

Al poeta hindú le impresionaron los cielos “tordillos” o serenísimos de los cuadros, parecidos a los de su país.

Y recuerdo que preguntó qué era ese objeto para él tan raro: el mate.

Y Victoria Ocampo en su buen inglés respondía a sus preguntas.

Mi padre le obsequió un precioso cielo, y Victoria, como símbolo de la vida gaucha, le obsequió un mate, un clásico pero precioso mate, que en un dos de Enero, antes de su partida, le llevamos Victoria y yo, al poeta grande que tan dulcemente buscó el convivir.

Lo cierto es que quedamos en la quinta, en que Victoria Ocampo alojó al poeta con su secretario inglés. Esa preciosa quinta en San Isidro, cerquita de la quinta de los Ocampo, en la que Rabindranath Tagore permaneció solamente dos meses a causa de su salud.

Allí pasamos, con mi padre, cuatro meses encantadores en los que Victoria nos colmó de cariñosas atenciones.

Conocimos a su padre, a Don Manuel Ocampo, a su madre la señora Ramona Aguirre, y así podemos decir que conocemos y por eso la queremos tanto a Victoria Ocampo.

Grandiosa figura de mujer argentina, que intelectualmente por su extraordinario talento y argentinidad vinculó a su país con las figuras más salientes del mundo, sobrepasando la Argentina en lo sudamericano la línea más alta de una cultura.

Tomando dicho pulso creó la Revista “Sur”, obra perdurable que trasluce patriotismo, responsabilidad y equilibrio en todos sus alcances.

Recuerdos y recuerdos brotan de aquel apartamento de la calle Charcas 738, que nos cobijó varios años y al que la Argentina lo llenaba de luz, de cultura, de la riqueza de sus raíces, ante el dolor de nuestro destierro.

Mi padre, con cinco de sus hijos, se trasladó a Buenos Aires.

Llegamos un 19 de Enero de 1921, todo lo que pudo faltarnos nos lo dio la Argentina, desde la tierra generosa.

Mi padre, al pedirme que lo acompañara, me dijo: “voy por mis hijos”, y por sus hijos fue al dejarles a ellos la herencia de su vida y de sus cuadros.

Bastará decir trasplantado, después de darle tanto y tanto al Uruguay, para que aquella nobleza argentina lo reviviera, hasta que su alma gaucha concluyera cantando y bailando en sus cartones.

“A la fiesta”, es el título de uno de sus cuadros, adonde van tres gauchos a caballo, con su barbita, sus chambergos y sus guitarras, y dos de ellos son el mismo retrato de mi padre.

De ese cuadro me desprendí para el Museo Figari.

Todo viene de lejos cuando el agua le abre camino al río.

En el año 1899, visitó el Uruguay Cesare Pascarella, un poeta romano del grupo de D'Annunzio.

Apenas llegaba un extranjero que quisiera conocer al Uruguay, y donde mediara la palabra arte, como un alivio verdadero lo conducían a Figari.

A Pascarella le encantaba conversar con mi padre.

Para que el poeta Pascarella conociera algo típico del Uruguay, mi padre lo llevó una mañana gris a la Tablada; yo iba con mis hermanitos en aquel break de lo de Urta, que nos seguía siempre en los paseos, y llegados a la Tablada el coche se detuvo.

Al rato aparecieron tres gauchos solemnes en su cabalgaduras, con sus ponchos y sus chambergos pintorescos, y Pascarella despues de observarlos largo rato, exclamó: “Sembrano igrandi di Spagna!”.

Ya estaba el gaucho dentro de todo su color, en aquel paisaje desnudo pero poético, para que mi padre lo inmortalizara en su obra tan jugosa como el amor que se le debe a la vida misma.

Y mi padre ya en el pináculo de su gloria, quedando vinculado al abogado que fue, solamente por la esencia de su Filosofía, desde la que pudo dar un salto al arte, y la poesía, como él mismo lo dice.

Y lo más doloroso de su vida fue el diálogo que quedó interrumpido entre su hijo y él.

Estábamos en París. Parecía que aquel clima tan frío para nosotros los sudamericanos, aquella Place du Panthéon frente a la que vivíamos, en aquel sexto piso, aquellos cinco años para mí tan terribles, porque teniendo que sobrevivirles cuando el ausente joven se llevara al más viejo, yo tendría que dar cuenta de todo.

En las páginas de la mil veces preciosa obra del Doctor Arturo Ardao, titulada "Etapas de la Inteligencia Uruguaya", publicada en Montevideo, en este año 1971, el Doctor Ardao desde su reconocida autoridad científica, establece su acuerdo con el Figari consagrado.

Mi padre en esa página que transcribe el Doctor Ardao, publicada en París, año 1928, en la “Revue de l'Amérique Latine”,3) reconoce grandemente el aporte intelectual y emocionado de su hijo Juan Carlos, tan idealista como él, que habiendo dejado su carrera para apuntalar lo que se esbozaba como el punto de arranque de una envergadura que resumiría toda una vida o iría como muerta, desde antes de nacer, sin su primordial razón de ser.

El Doctor Ardao, en su libro, descubre nueva verdad y belleza, mientras el Uruguay, ya enriquecido por la vuelta de Figari triunfante, creyó darle todo a cambio de recortarlo de su hijo Juan Carlos, mil veces grande y rico cuando pudo darlo todo por una causa que no era la suya, en principio, pero a ella vinculado por la sangre de su padre y de su madre.

Por eso digo, y el Arte va en primera línea, la de una salvación, que “la tragedia del hombre y de la mujer es el destino de la sangre”.

Pasar por encima de esa tragedia es un caso que no habla más que de amor y de vida.

Siendo el “Leit motiv” de mi padre; “la vida sin afecto no me cuenta”, así como es la primera vez en el Uruguay, que su leit motiv le puede interesar a sus biógrafos, hoy explica todo lo que su hijo le dio, no al competir, sino al pintar cantando a su lado.

“El arte es emoción”, encuadrado mi padre en sus conceptos sobre el arte, el color por él llevado al extremo de su amor, de su ternura, de su belleza, era en su vejez su salvación, porque arrancaba de una base tan idealista como sólida, que partiendo de lo científico no se alejó de la verdad y de la belleza nunca.

Y llegó el momento en que mi padre estaba realizando el milagro de vivir en París, manteniendo vivo todo un mundo de lejanos recuerdos, intactos en su atmósfera, en su color, en su gracia, en su ritmo, en el gesto. Film de sudamericana belleza, que en vez de una sucesión de fotografías donde el alma queda como ausente, a no ser que en la poesía dé, era una sucesión de sensaciones de donde la vida no podía escapar.

El arte y la justicia nos llevan a un patriotismo que se puede decir que es sagrado.

De vuelta al Uruguay vivíamos, mi hermana Isabel y yo, en Pocitos, en una pequeña casa que acababa de dejar Don Carlos Reyles y su hija Alma.

Allí mi padre nos visitó y nos dijo: “He andado recorriendo, con mi querido amigo Teodoro Buxareo, viejas casas coloniales que para mí tienen un encanto único. Ya que tú, Delia, siempre quisiste que no se dispersara toda la obra, te digo, porque sé que te va a causar placer, que sería una gran idea que se pudiera realizar el Museo Figari”.

Fallecido mi padre el 24 de julio de 1938, no dejó de inquietarme nunca llegar a realizarlo.

Como nobleza de su proceder y elogio al prestigio de su cultura, el Museo Figari sentó base desde el muy distinguido Intendente de Montevideo Don Daniel Fernández Crespo, al cumplirse cien años del nacimiento de mi padre, 1861-1961.

Y como máxima prueba de su comprensión, sabiendo Fernández Crespo, desde muy joven como Maestro que fue, lo que el niño aporta al tesoro de un renacer, y ese niño, en el que mi padre hizo pie de todo, fue su hijo Juan Carlos.

Poniendo en valor mi donación, la de la obra conjunta, el 24 de marzo de 1961 quedó inaugurado el Museo Figari, en un bello discurso de dicho Intendente.

Y todo lo que se relacionaba con el Museo Figari, tenía de su parte el más vivo interés. Su cultura esparcía luz.

Todos los niños de la “Escuela Figari” estuvieron presentes ese día.

Los hijos que lo acompañaron fueron para mi padre la patria, en ella descansaría la fibra sudamericana de la obra y el amor a su tierra, el Uruguay.

                                           Delia Figari de Herrera
                                           




1) Pedro Figari "El Arquitecto". París, 1928.
2) Pedro Figari “El Arquitecto”. París, 1928.
3) Arturo Ardao "Etapas de la Inteligencia Uruguaya". Montevideo, 1971.