I. Pedro Figari en hipertexto

¡Esta es una revisión vieja del documento!


Figari de Herrera, Delia - Al Uruguay. Impresora Uruguaya Colombino S. A., Montevideo, 1973.



A mi padre y a Juan Carlos,
hermano mío.
En el dolor de tu drama
tú diste tu vida para construir,
yo te venero con toda mi alma,
y después de ti que afirmaste
ser hijo de Figari, con toda
tu vida, tu responsabilidad
y con tu sangre,
los demás hijos y los demás
hermanos.

D. F. de H.



Tú iluminaste el camino que llevaría a tu padre a su verdad. Y con la lozanía de tu juventud, madurando entre cruces, porque creían a Figari ya muerto, y fue en Buenos Aires que resurgió, en 1921.

Y teniéndote a ti a su lado, no se decía que si Figari pintaba era porque estaba loco. Esto ocurría en Montevideo adonde Figari se dio a la pintura, en 1917.

“Otros se emborrachan con otras cosas, yo me emborracho con la pintura”, decía mi padre. ¡Si había dolor en aquella alma tan ancha como buena! Esa calidad que le reconocimos Juan Carlos y yo a nuestro padre hace sesenta años. Una fuerza poderosa me lleva a hacer justicia, para explicar aquel milagro.

El hijo salvó la vida y la obra de Figari, el romántico que fue en el siglo pasado, y al hombre que late ante todos los dilemas de este siglo, que parece querer cerrar todas sus compuertas al humano sentimiento.

Sólo el arte puede compaginar de nuevo desde el dolor y la sensibilidad del artista verdadero, el humano sentir.

Que surja el canto del indio más que humano, que el gaucho tiemble en su guitarra, que el tamboril del negro acompañe los acordes de su cuerpo armonioso, que surjan los patios criollos y las trenzas, que surja el caballo criollo que ha sostenido vida criolla en sus ancas, que canten el ombú y el hornero que llena de amor su nido, y entonces tendrá un sentido la paternidad de Figari, que él dejó impresa, y muy pocos son los que la han escuchado y la han querido, en la poesía de su libro "El Arquitecto", y en sus otros escritos.

De Juan Carlos quedaron varios cientos de cuadros al colaborar con su padre.

Maravillosa muestra de su responsabilidad moral, de su corazón, de su amor filial, de su coraje y de su talento.

Desgraciado el hijo de esta tierra que no sienta la poesía en una época despojada de piedad, el que no salve la sangre por la sangre, exigiéndose todo por la vida y para el Uruguay.

Y fue don Daniel Fernández Crespo quien salvó el espíritu gaucho al inaugurar el Museo Figari con la obra de padre e hijo: con la fuerza de dos generaciones.

Su gesto único y noble no permite demoler la nobleza de aquel hijo, que hoy a expensas del Museo Figari, se cotiza en el mercado uruguayo.

Juan Carlos al sostener moralmente a su padre equilibraba toda la vida de su padre.

Mi padre siempre quiso que la obra de Juan Carlos, su hijo, quedara para siempre a su lado: “Mi ofrenda es ante todo reverente”. 1)

Y desde su gloria ya conquistada y el ciclo de su vida terminado, no se suelta de la mano que por amor a la vida le respondió con su vida misma.

Colaborar con un gran hombre, aunque sea su padre, no quiere decir ser su esclavo. La ciencia que mi padre conquistó al vivir, y el hecho de tener a su hijo con él como se tiene el oxígeno para respirar, en la tragedia que a él le tocó vivir, es lo que hoy establece la exacta madurez de la ciencia y el arte en el campo Figari.

Aquel que juzga desde un balcón el drama ajeno no tiene autoridad para que su juicio pase por encima de la vida.

Georges Pillement, uno de los famosos críticos franceses de aquellos años, cita al hijo en su obra fundamental sobre el pintor Figari, y esto en materia de pintura es lo suficiente, para sostener la libertad del espíritu de aquella juventud.

La ciencia y el arte, ése fue el sueño de mi padre, como que para él, la mejor manera de comprender la vida era sentirla.

El hombre por encima de todo como hombre, pero no tendiendo a disecar que es disecarse, sino renovándose siempre para que la vida sea siempre la vida.

Obra temprana la de Juan Carlos; allí su belleza, al afirmar en su sentir un amor nuevo, que era y no podía ser sino el suyo.

Y habiendo sido yo la hija que a ruego de cada uno de ellos, me tocó comprenderlos, tanto como ellos sabían cómo yo los quería, esa verdad querida, vivida y defendida por los tres por igual, me lleva a decirla hoy tan fuerte como es la pulsación de mi sentir.

Mi padre recién pasaba sus cincuenta años y se desplomaría ante la incomprensión de su familia y del ambiente o se salvaba.

Cuántas veces en su desesperación repetía: “Yo entré sereno a la naturaleza y ahora me siento demoler”. Todo un hogar que se desplomaría y con hijos menores.

Para mi hermano y para mí empezó la tragedia de nuestras vidas en nuestros veinte años.

Yo arranco la figura de mi padre desde el abogado recibido a los veinticuatro años, y consagrado al obtener la libertad condicional de su defendido, el Alférez Enrique Almeida, en el año 1899.

Esa libertad que lo llevó a una inmensa experiencia en el campo de la ley y del delito, pudiendo tantear así las fuerzas vrvas o muertas del país, lo llevó a fundar su personalísima filosofía, en la que la Estética, — poeta nació y poeta vivió — tiende srempre los brazos a la vida para llevarla y enriquecerla al máximo.

En el año 1912, publicó su teoría "Arte, Estética, Ideal", desde la que buscó toda su libertad y todo su equilibrio.

Pasados sus cincuenta años, él tenía plena fe en su filosofía y decidió presentar su obra en París, en el año 1913.

El poeta Julio Supervielle, excelso amigo de mi padre, le presentó al profesor Charles Lesca, quien la tradujo al francés.

Y Mr. Désiré Roustan, Profesor de Filosofía de la Sorbona, encontrando dicha teoría muy original e interesante, le hizo el gran honor de prologarla.

Dicha filosofía en su esencia, le da al arte un poder social y una responsabilidad tan grandes como tiene la ciencia fisiológica al defender heróicamente la vida ante la muerte.

De allí su inmensa y profunda admiración por Pasteur y su obra. ¡Cuántas veces le oí decir a mi padre, que a Pasteur había que levantarle una estatua en cada plaza!…

Por falta de cultura en general, en el Uruguay de aquella época, el arte fue considerado como una entidad que con llenar un sitio de adorno en la vida estaba cumplido, y de allí los caprichos sin número en los que fue cayendo.

Lo que caracteriza la obra de mi padre es su libertad de creador, quien al sellar con la poesía, es decir la belleza excelsa de la vida todos los senderos que habrían de consolidar su derrotero, da vida a su teoría y su teoría llega a ser su pedestal.

De vuelta de aquel viaje a París, en el año 1913, adonde permaneció cuatro meses, y ante la profunda inquietud por la amenaza de aquella primera guerra europea que había de cambiar al mundo para siempre, y después de visitar Museos y exposiciones, mi padre vino convencido de que la mejor política para el Uruguay era la de enseñar a la juventud a trabajar.

Por allí ante la catástrofe que se aproximaba, el Uruguay con una juventud bien preparada llegaría a defenderse moral y económicamente.

Así como todo hoy, medio siglo después todo le daría razón, al visionario convertido en educacionista.

El gobierno de su país ante sus publicaciones en diversos folletos sobre “Enseñanza Industrial”, le concedió la dirección para reformar la antigua Escuela de Artes y Oficios en Escuela Industrial.

Dándose de lleno a su obra, con un fervor y un optimismo maravillosos, que tenían sus raíces en la tierra misma, en la tierra misma sudamericana.

Acompañado por “su fiel hijo amigo y colaborador”, el arquitecto Juan Carlos Figari Castro, recibido a los veintiún años, siendo uno de los más distinguidos alumnos de la Facultad de Arquitectura, reconocido así por la misma Facultad.

300 muchachos venidos de todas partes de la República poblaban dicha Escuela.

Un hermoso edificio y una serie de talleres bien equipados y maestros excelentes, pero el régimen de aquella Escuela para nada tomaba en cuenta el problema social para que aquellas juventudes se sintieran amparadas por el Estado, pues al faltarles el hogar se debió tomar en cuenta lo social como un primer factor. Tratados a rigor la rebeldía no tuvo límites, y cuanto más castigos más rebeldía. El primer día en que mi padre entró a la Escuela, en 1915, fue directamente a los talleres y allí a los alumnos les habló como un padre debe hablar a sus hijos.

Lo oyeron, y puede decirse, se compenetraron con la nueva orientación, y desde ese primer día la conducta de aquellos muchachos fue intachable.

Que cada uno escogiera el oficio para el que había nacido.

Llegada la hora del recreo, a las 5 de la tarde, mi padre con su hijo Juan Carlos a su lado los reunieron en el gran patio trasformado en vida y esperanza, y mi padre pasando por encima de todos los reglamentos les dijo: “Ahora pueden ir a jugar al fútbol al Parque Urbano -Sí doctor Figari, aquel grito fue unánime”. “Con una condición, dijo mi padre, que a las ocho estén todos de vuelta”.

Así empezó el más humano de los regímenes para dar de inmediato frutos maravillosos.

Al confiar en aquella juventud, una incipiente responsabilidad fue la respuesta, y se cosecharon las más sorprendentes realizaciones en los veinte meses de actuación y de colaboración entre mi padre y mi hermano Juan Carlos, de consagración, de amor y fe, hasta que el humano ritmo de la vida respondiera como respondió plenamente.

Y esta maravillosa empresa, patriótica y llena de tangibles promesas, por parte del gobierno no tuvo éxito.

El gobierno se mantuvo ajeno y reservado, hasta querer colocar la Escuela Industrial, dentro de sus bellas y profundas perspectivas, como una industria más en el país.

Una pobreza espiritual se pronunció por allí, y esa fue para mi padre la causa de su renuncia.

Esa misma mañana que con inmenso dolor se alejó de su obra, llegó a casa acompañado por un grupo de alumnos de la Escuela, visiblemente impresionados y doloridos ante tal desconcierto.

Lo único que mi padre reclamó para seguir viviendo, era que su hijo Juan Carlos no perdiera su fe, y Juan Carlos la mantuvo por encima del mundo entero.

El primero en el Uruguay, que aprobó hace unos años los pasos dados por mí para no desgajar lo que lleva tanta vida, fue el muy talentoso escritor Alberto Zum Felde.

Me escuchó, mi Rafael presente, y con la ternura de su voz de poeta y la reconocida valentía de su personalidad, ante la actitud de la Comisión Nacional de Bellas Artes, que no daba cabida al 'binomio Figari”, y parecía querer dejar a Figari solo, en el punto más álgido de su ética, exclamó: “Tal vez no haya en el mundo un caso igual de compenetración espiritual entre un padre y un hijo”.

Con estas palabras llenas de experiencia y sabiduría caducó un prejuicio, el de la Comisión Nacional de Bellas Artes, y con él todo lo que sea prejuicio en vez de luz.

En el terreno intelectual la respuesta del hijo tenía para mi padre un valor tan grande como fue su tragedia.

Y así lo entendía la eximia sensibilidad de Alberto Zum Felde.

La huella de una sociología tan humana como científica se traería al poeta, que no había cantado nunca sino a escondidas.

Desde el abogado poeta llegaría al “pintor poeta”, como le llamó a mi padre el ilustre escritor argentino Enrique Larreta, en Buenos Aires, en una bellísima carta, hace cincuenta años.

“Pintura por la pintura yo no hubiera dado una sola pincelada, hay algo más en mi obra”.

Con estas palabras que mi padre pronunciaba a menudo, él sostenía el extraordinario equilibrio de su alma, después de llenar el íntimo drama de su vida, con el más extraordinario de los afectos y de los equilibrios, porque así fue la poderosa comprensión de su hijo Juan Carlos, que partía de su maravillosa juventud.

Tradición y el amor a la tierra fueron la llama que encendió la verdad sostenida por los dos y por cada uno.

Sí, al Uruguay tengo que decirle que tuvo en mi padre a un hijo grande y fuerte que aceptó todo el dolor siempre que viniera en nombre de la vida.

Yo voy a relatar aquí lo que estuvo muy lejos de ser una aventura.

Adonde iba la vida iba mi padre, porque a la vida hay que quererla mucho para salvarse dentro de ella, dentro de toda la verdad. Eso es la vida.

El poeta la escucha, la alienta y la sigue hasta morir con ella y por ella.

Si a mi padre no se le comprendía era terriblemente trágico: ya que en el borde de la vida está siempre la muerte, y más para quien la vive de idealismo en idealismo.

Mi padre nació en Montevideo, el 29 de junio de 1861, de padres genoveses, que se casaron tempranamente aquí.

Juan Figari de Lázaro y Paula Solari fueron mis abuelos.

En el hogar fundado por ellos nacieron nueve hijos, a los que yo a todos conocí. Todos tenían una marcada inclinación a la música. Ritmo y color, color y sangre van hermanados en los Figari.

Entre los cuadros donados por mí al Estado para fundar el Museo Figari, hay un retrato de mi abuelo pintado por mi padre, a fines del siglo pasado.

Sobre un fondo gris una bella cabeza de italiano, con ojos azules, cabello y barba grises.

Está pintado con todo el cariño que mi padre le profesaba.

Recibido de abogado a los veinticuatro años, ese mismo año mis padres se casaron y al balancear su vida con un profundo amor, quedó fuera de la cuenta, el abogado poeta, que no abdicaría de la libertad de su conciencia en ningún caso. Casados en el año 1885, mis padres se embarcaron y pasaron en Europa un año y medio. Al volver trajeron preciosos muebles, bellísimos libros, un piano adquirido en la misma ciudad de Stuttgart, algunos cuadros de autores italianos, una gran colección de óperas, óperas italianas y algunas alemanas, y dos retratos al óleo, uno de mi padre y otro de mi madre, pintados por Ripari.

Y una colección de alfombras persas de todos los tamaños y preciosos colores, en las que siendo chicos jugábamos a las bolitas.

En aquel Montevideo y en aquella casa en que nacimos, encontramos al nacer un ambiente que no se acomodaba al clima demasiado aristocrático o demasiado burgués de las familias de entonces. O se vivía un lujo tendiente a lo versallesco o tirando fuertemente de la rienda por el peligro que ese lujo entrañaba.

Y el contrapeso estaba como siempre a cargo de la cultura, que cuanto más sólida más equilibra viejas y nuevas conglomeraciones sociales.

Todo consiste en que lo humano no sea devorado por el prejuicio social.

Mi padre se batía y debatía frente a la vida misma, buscando en la sociología el punto de apoyo de su acción. El corazón vibrando.

1) Pedro Figari "El Arquitecto". París, 1928.