I. Pedro Figari en hipertexto

Fragmento de una de las entregas de la Enciclopedia Uruguaya.

Ibáñez, Roberto - ”Pedro Figari”, en La cultura del 900. Enciclopedia uruguaya, nº 31, Editores Reunidos y Editorial Arca, Montevideo, mayo de 1969, pp. 17-18.


PEDRO FIGARI

Ninguna personalidad tan asombrosa como la de Pedro Figari en la historia de nuestra cultura: por la múltiple magnitud de sus valores y la ley de aplazada sorpresa o de moroso advenimiento a que se sujetó su destino. Y nadie, como él, rompe o anula el juego en la boga de las perspectivas generacionales.

Gran filósofo –uno de los más originales en nuestra América–; gran pedagogo –digno de alternar con los más altos–; pintor genial –eso sí, revelado en la vejez–; y aún, ya con bríos menores, narrador significativo (sin hablar de sus tentativas dramáticas y poéticas), posee, ante todo por las tres primeras investiduras, una plural inmortalidad. Pero fue para sus contemporáneos, que no percibieron en el momento oportuno sus aspectos mayores, el prestigioso “Dr. Figari”, abogado célebre, político austero y autor de varios libros vinculados con sus actividades forenses y parlamentarias.

Entre aquellas investiduras, la del artista es la más fulgurante. Figari, desde la adolescencia, se ejercitaba en acuarelas y en óleos. Como pintor del domingo, que pasó del academismo naturalista a un cauto impresionismo y se manifestaba en el ocio de sus absorbentes quehaceres: para todos, en calidad de distinguido aficionado. No obstante, a fines de 1917, cuando se quedó sin su Escuela Industrial –donde en artes menores había columbrado nuevos caminos–, oyó un segundo, arrasador llamamiento de su vocación plástica. Pensó entonces –el dilema es histórico– matarse o pintar. Y, botando profesión, posiciones y compromisos, quemó sus naves cotidianas, incluso al precio de la quiebra hogareña, sostenido en la crisis por su hijo Juan Carlos, artista como él. Así, desendomingándose, dio en pintor absoluto. Cuando se acercaba a los sesenta años. Hasta alcanzar, como en Buenos Aires primero, éxitos resonantes en París, y morirse en Montevideo el 24 de julio de 1938 –el mismo día en que expiró Reyles–.

Antes de proseguir, cabe establecer, pese a Desiré Roustan, que son muy débiles, en Figari, las reciprocidades entre la filosofía (de 1912) y la plástica grande (iniciada a fines de 1917). En sus especulaciones de aquel año, Figari juzga el arte por la eficacia que cabe atribuirle, desde el punto de vista biológico, para el mejoramiento o el bienestar de la especie. Y clasifica las artes, con pareja perspectiva, como formas del ensueño y de la evocación (las inferiores, entre ellas la pintura, que resulta cenicienta sorpresiva) y como formas del raciocinio y del conocimiento que desembocan en la exaltación de la ciencia, incluida entre ellas y colocada a la cabeza de todas. Semejante criterio, que aparta al pensador del artista, resulta filosóficamente viable y novedoso, pero carece, como instrumento crítico, de especificidad y validez. Pues la pintura sólo puede calibrarse estéticamente. Y, lo que el ideólogo deprime, se hace valor insuperable en manos del artista: la virtud evocatoria, por lo pronto.

Figari, entonces, estalló a fines de 1917 –no en 1921, como suele afirmarse– y licenció los pinceles en 1934, cuando ya había franqueado los setenta y tres años de edad.

En ese lapso de diecisiete, pintó, según cálculos estrictos, cuatro mil cartones. Sin dividirse, como si todos fuesen episodios de una sola creación unitaria: pasmosa por su intensidad y patética por el espectáculo de una vejez que creaba con prisa y sin descanso.

Figari, según Paul Fierens –que lo pone por encima del propio Dufy– llevó la pintura de género, “de un golpe… a ese punto de perfección en que llega a ser poesía, viva y pura”.

Trabajaba sobre cartones crudos, en cuyas superficies vírgenes hacía ingresar los colores directamente, para prevenir las intrusiones del brillo. Y profería los valores plásticos sin modelo próximo, con una imagen prefigurada por paradigma. Así, adecuándose a la divisa de su conciencia estética –“Reconstruir la leyenda del Río de la Plata”–, buscó el tema en nuestro pasado autóctono: para verterlo –a través de ambientes, escenas y personajes típicos– en dinámicas estructuras, con el encantamiento solidario del color y la luz.

Luz, color y tema –en la frecuente comunicación del movimiento– constituyen lo característico de esta pintura, que funde la virtud plástica y la virtud evocatoria. Porque Figari –y en esto reside el secreto hechizo de su arte– creaba recordando.

El color, que inviste dentro de su obra poderes absolutos, cunde en manchas de sinfónica unidad, abriéndose en efusión momentánea o entornándose en medios tonos y en matices finísimos. Pero suscitando por sí solo ritmos y formas: de ese modo Figari, alerta a la esencial homogeneidad del conjunto, pero parco en la versión de los pormenores, con el lenguaje cromático, exclusivamente, compone, organiza y dibuja. Sí, dibuja también, y de manera prodigiosa, con toques discretos o esquemáticos y oportunas deformaciones, de sabia, dificilísima elocuencia. Negarle oficio o decir que no sabía dibujar, como lo han hecho algunos –aun admirándolo– es ciega objeción. No es preciso desautorizarlos con la prehistoria académica del artista, pese a lo que la misma permitiría aducir. Porque Figari quiso desaprenderlo todo para manifestarse como quería. Y llegó a la grandeza con un arte nuevo y original: de consuno voluntario e inevitable.

Paralelamente, una luz sutil, da caución al lenguaje cromático e indemnidad a las figuras. Por ella, sobre todo, la virtud plástica se patentiza como virtud evocatoria.

Contaba Supervielle –y sus palabras han sido recogidas– que un día dijo a Figari: ”–Hay una luz mágica en sus cuadros”, y que Figari le respondió: ”–Es la luz del recuerdo”.

Así el viejo artista se confesaba. Con emocionante laconismo.

Desde luego, todo pintor grande se alecciona en la luz real, en la luz del presente, para transfigurarla en luz propia y convertirla en valor plástico, por un segundo fíat. Pero Figari, ya sexagenario, ahondó y afinó esa luz nueva –prohibiéndose la centelleante euforia de notorios impresionistas– con el prestigio de una antigua luz, que le cantaba desde la niñez alma adentro. De ahí una evidencia fascinadora: en su obra la memoria propone y el arte dispone, para que la nostalgia pinte. Y en ello está lo asombroso: en que la nostalgia se haga luz, no en que la luz se haga nostalgia. Esto no pasaría de mero solaz afectivo. Aquello se levanta a excepcional formulación pictórica.

También el tema llega del pasado: y el memorizador de la luz se dobla en el sensible memorizador de un mundo en fuga.

Cabe un paréntesis. El tema impone en la obra de Figari una americanidad de primer grado que es estrato aparente de una americanidad profunda: análoga en esencia a la de Barradas o a la de Torres, y trascendida, como en éstos (con la calidad sine qua non del arte), por un espíritu libre, ecuménico, sumario, de acento desconocido. Así Figari logró, como aquéllos, un estilo propio, un estilo único. Por eso la crítica ha podido compararlo, no emparentarlo, con los más disímiles pintores: Vuillard y Bonnard; Anglada, Guys, Daumier, el Aduanero Rousseau. Y no ha podido filiarlo categóricamente: pues ya lo considera un tardo epígono impresionista; o un postimpresionista vernáculo; o, más sagazmente, un representante del expresionismo.

Hechas esas salvedades sobre la ilusión que podría generarse en el tema, puede ensayarse una alusión mínima a los motivos de Figari: abarcables (sin incomunicaciones, pues son puntos de vista vigentes para un solo conjunto) por ambientes (en una variedad que lleva del feudo pastoril al salón colonial y federal); o por escenas (entre las cuales cabría rememorar los coloridos bailes criollos y los vertiginosos candombes); o por personajes (entre éstos –fuera del árido troglodita, el indio escaso o el compadrito superficial– el gaucho o el patricio, que descuellan con sus complementarias, y, sobre todos, el negro: eufórico y humilde, embajador de su radiante africanía, explosivo o circunspecto, dentro de sus galas postizas o de su patética pobreza, en el rapto de la danza o en la solemnidad del velorio y del entierro).

Antes de suspender esta mirada sobre orbe tan rico, podrían invocarse otros elementos de puntual concurrencia: como los animales (desde el suficiente perro callejero y el adhesivo gato doméstico hasta la vaca telúrica, el potro aguerrido y el atónito matungo), los objetos (desde el mate universal hasta el digitado tamboril) y otras presencias profundas: el prócer ombú, los cielos sobrecogedores o sedantes, memoriosos y memorables sobre la pampa desmedida. (O pormenores como los de “Rincón colonial”, donde la araña de caireles sólo aparece en el espejo; detalle que trasciende a manera de parábola: así, en el recuerdo de Figari, las imágenes, ausentes de lo inmediato, cobran mágica presencia).

Se integra al fin todo un mundo, que no decae en el realismo: porque está pintado desde adentro, al amparo de un hechizo en que se abrazan la virtud plástica y la virtud evocatoria, es decir, la pintura y la poesía.