Rama, Ángel - La aventura intelectual de Figari [11,6 MB]. Apéndice con inéditos de Pedro Figari. Edidciones Fábula, Montevideo, 1951.
A Héctor Massa
Representa Pedro Figari el caso muy poco común, especialmente en América latina, del artista que dedica la mayor parte de una larga vida a integrar una personalidad definida, organizando, merced a un cuidadoso análisis racional, una visión del mundo absolutamente nítida e inconfundible, antes de poner en práctica las ideas que ha hecho suyas en cerca de cuarenta años de reflexión y discusión sobre temas de arte. No quiero decir con esto que Figari se haya propuesto voluntariamente tal conducta. Diversos factores, unos temporarios como los económicos y sociales, y otros permanentes como su innata vocación ideológica o su convicción de que el arte es un recurso superior del hombre para adoctrinar a los demás hombres, lo que lleva implícita la obligación para el artista de articular una teoría destinada al mejoramiento de sus iguales, le hicieron posponer por mucho su natural vocación artística.
Cuando en 1921 abandona sus tareas públicas y profesionales radicándose en Buenos Aires, tiene sesenta años y en los diecisiete que le restan de vida realizará su vastísima obra pictórica y literaria, cuya mayor parte se ubica en los años que van de 1925 a 1933 y que señalan su residencia en París, así como la expansión armoniosa y la culminación de su temperamento creador.
Más aún: once años antes, en su plena madurez intelectual, sistematiza las conclusiones filosóficas a que había llegado y publica un libro que, como todos los suyos, es inusitado en nuestra historia literaria. Se trata de Arte, Estética, Ideal, 1) cuya importancia para la significación de su obra y su mayor inteligencia no ha sido vista por lo general y donde expone la teoría de la cual son muy exacta y fiel aplicación sus cuadros y ficciones.
Esta tardanza explica algunos aspectos de su obra, que en un primer momento sorprenden. Por una parte, la decisión, la seguridad con que Pedro Figari la inicia y desarrolla. Porque si bien testimonia las dificultades y aún las frustraciones que depara el esfuerzo por dominar una materia nueva, aprendiendo sus secretos, en cambio no hay en ella vacilaciones. Su autor sabe lo que quiere y se dirige sin timideces a lograrlo. Se le podría aplicar con leve variante la conocida frase picassiana: Figari no busca, se encuentra en su obra. De sus primeros cuadros y poemas a sus últimos cuentos y escenas de negros está presente la misma mano firme, el mismo espíritu resuelto. Por otra parte, se explica, la unidad profunda de todo lo que hizo, de tal modo que la misma clave espiritual liga, desde su nacimiento para Ia creación artística hasta su muerte en 1938, sus ensayos filosóficos, sus poemas, sus cuentos, sus piezas de teatro, sus artículos de crítica y sus numerosísimos cartones.
Es este sentido unitario el que trataré de desentrañar con estas páginas; determinar los propósitos de Figari y ver cómo los ha cumplido mediante el arte; restaurar su polémica; recalcar o que está diciendo en cada una de sus obras, literarias o pictóricas, con tan intenso deseo doctrinario, y en última instancia, recuperar lo que aún quede viviente en todas ellas.
En su vida de artista no es posible señalar épocas, transiciones, prehistoria, promesas. Sólo dos grandes tiempos: uno de preparación, creación de una personalidad robusta, determinación de propósitos, y otro, al imponerse su vocación, de cumplimiento de aquellos. No cuentan para estas apuntaciones los pocos cuadros anteriores a 1921, que ninguna relación guardan con lo que fué su pintura característica y que apenas trasuntan lo que sabemos: que poseyó una vocación constante y subyacente por ese arte. Pero cuentan en cambio los artículos anteriores a esa fecha, que van marcando la progresiva organización de sus ideas. En ellos no se hallan contradicciones, incluso remontándose a las primeras páginas, pero les falta el impulso de amplia sistematización, limitándose a ser breves apuntes, observaciones marginales, extremos de tapiz, que se organizarán más adelante en su libro de teoría estética.
El aprendizaje de Figari, en efecto, es esencialmente ideológico y se hace asistido por un tesonero don de observador y por una mentalidad racionalista que tiende a las grandes síntesis explicativas. El artista para ser tal debe tener algo que decir a los hombres. Son las ideas las que dan sustento y raíz al arte, incluso en un artista tan apegado al parecer al mundo concreto y pintoresco como Figari. Y la valoración crítica de la obra de arte se hará en gran parte considerando los beneficios de esas ideas para la vida de los hombres. Tiempo tuvo para asentar esas ideas y encarnarlas, para que le sirvieran de esqueleto conceptual sobre el que reposara su temperamento, para explicar la realidad circundante y ofrecer a sus contemporáneos un ideal de vida de validez universal. Por ello no hay contradicciones en su arte, que representa fielmente su personalidad, así como ésta se vierte cómodamente en aquél.
Pero esta preparación ideológica, esta larga tardanza en llegar a la creación artística —- pictórica o literaria — explica el hecho inusitado de que, de 1921 a 1938 se ejecute una obra que responde al ideario positivista formulado en la segunda mitad el siglo XIX. Porque si bien es habitual que en estos países las corrientes filosóficas renovadoras se impongan con retraso, no lo es menos que para la época en que Figari escribía su curiosa Historia kiria (1930) una revolución se había operado en las ideas y sentimientos de los escritores uruguayos; siguiendo el ejemplo de lo ocurrido en Europa se vivía una reacción espiritualista de nuevo cuño y el propio positivismo se presentaba superado.
La formación intelectual de Figari está presidida por firmes convicciones positivistas en la línea spenceriana que tanto éxito tuviera en nuestro país. Ocupa el primer término después de la generación de propagandistas e introductores del positivismo y de aquellos que lo impusieron en las últimas décadas del XIX. Sus ideas nacen en las aulas universitarias, siendo el típico egresado de la Universidad positivista que impusiera Alfredo Vázquez Acevedo en el 80. 2)
Como reconocerá mucho después, las enseñanzas que recibiera en esa Universidad, de la que egresó en 1886 con el título de abogado, fueron concluyentes para su formación ideológica. Allí aprendió los rudimentos de filosofía que pasados los años reconocerá como insuficientes, pero de cuyos principios generales no ha de apartarse.
Ardao, después de señalar las proximidades del 90 como fecha en que Europa concreta su reacción antipositivista, expresa refiriéndose a nuestro país: “A principios del siglo, al par que se consagra el nuevo clima filosófico anunciado por la renovación de fines del anterior, se cumple definitivamente la superación del positivismo en el país. El eco de Spencer — que es tanto como decir de la escuela — se apaga sin remedio en el primer lustro del novecientos”. 3) Si bien el positivismo spenceriano muere como escuela al iniciarse el siglo, seguirá alentando por obra de fuertes personalidades que, aunque admitiendo variantes o correcciones a aquella corriente, rescatan su esencia o enmascaran sus principios animadores con las nuevas tendencias filosóficas del materialismo. Entre estos epígonos talentosos se coloca Figari, que es su principal expositor en el campo de las doctrinas estéticas. (Es habitual observar en nuestra historia cultural que los mejores exponentes artísticos de una escuela aparecen una vez calmada su efervescencia polémica y cuando ha periclitado su acción social. Así con el romántico Acevedo Díaz o con el positivista Pedro Figari, el pintor.)
Sin embargo, no se puede tomar a Figari como un simple repetidor de ideas ajenas ya que su temperamento artístico establecía un pasaje del terreno de la abstracción y generalización al concreto y tan concreto como que estaba representado por gauchos, chinas, negros, patios de estancia, salones de la aristocracia montevideana. Este fué el problema que debió encarar y que no se planteaba a quienes debatieron las nuevas ideas en el terreno doctrinario, o político, o universitario. Figari, en cuanto artista, el cual está forzado a expresarse a través de lo concreto, y más particularmente aún, a través de lo concreto nacional, debió dictaminar sobre la posibilidad de aplicación práctica — social — de sus ideas positivistas, por lo cual pesó sus pro y sus contra, sometiéndolas a la prueba definitoria de ver cuáles serían sus consecuencias en el medio aldeano de su ciudad y el paisanaje. (El otro gran problema, el de la expresión artística de estas ideas, lo resolvió con optimismo, confiando en su éxito. Ya veremos si alcanzó a su obra, y en qué grado, la gran bancarrota artística del positivismo.) Salieron airosas de la prueba demostrando que efectivamente promovían un mejoramiento de las costumbres, una relación social más lógica.
Para su probidad intelectual no bastaba este análisis ni éste juego de pruebas. Debíase ir hasta sus últimas consecuencias, aceptarlas conscientemente, sin miedo ni pudores fuera de lugar y actuar en consonancia. En una época en que la negativa religiosa provocaba tibios sentimentalismos renanianos y la floración positivista originaba tan crueles paradojas en quienes admitían las ideas de su tiempo en franca discordancia con su sentir más íntimo o con las blanduras de una personalidad constituida sobre vaguedades, Pedro Figari es fiel a las ideas que hace suyas, que hace carne propia.
Debe repetirse que no es Figari simple repetidor de ideas ajenas, y que se lanzó a la aventura de reconstruir por su cuenta el pensamiento de la época, lo que explica la ingenuidad que demuestra en algunos de sus escritos. Por eso además debemos considerar y exponer extensamente algunos de sus principios, a pesar de haber sido formulados de modo parecido por los pensadores de más rango en el movimiento positivista. De conformidad con una especie de sino desventurado, que ha aceptado siempre al escritor latino-americano, redescubre laboriosamente, merced a un esfuerzo en que por iguales cantidades se combina la genialidad y la irrisión, lo que ha sido dicho con mayor fortuna en los centros culturales del mundo. Partiendo del “trasnochado bagaje universitario”, Figari va elaborando por sí solo su explicación de la realidad, para recurrir después a los textos donde pueden haberse expuesto ideas similares. En carta al Dr. Legnani de fecha 12 de marzo de 1919 y con ocasión de la próxima edición en francés de su libro Arte, estética, ideal, vuelve sobre el tema diciendo: “De tal modo fué mi propósito desprevenirme, que, al iniciar mi trabajo de observación y meditación, comencé por rehuir sistemáticamente toda lectura, dejando éstas para el momento en que ya creía haberme dado una explicación de buen sentido.” Y así habría de enrabar con las ideas del positivismo, aunque corrigiéndolas al vincularlas al ambiente sobre el que pensaba actuar, cumpliéndose lo que con frase sagaz le anunciara Vaz Ferreira: “Se expone usted a hacer una casa que ya está hecha”. 4)
Incluso en esta “desprevención” de que habla Figari, resuena un modo de ver de origen positivista, y no se puede menos que recordar el pensamiento comtiano por el cual “el verdadero espíritu filosófico consiste, únicamente, en una simple extensión metódica del buen sentido vulgar, a todos los temas accesibles a la razón humana”. Al recorrer la peripecia intelectual de Figari, deberemos recordar siempre estas palabras porque nos revelan con entera claridad su modo de proceder: cuando después de numerosas páginas haya afinado al extremo su pensamiento y crea haber agregado una profunda observación al conocimiento de la realidad, veremos que, frecuentemente, habrá repetido un pensamiento vulgar que emana directamente del buen sentido de los seres sencillos. Cuando Figari se da cuenta, lejos de apesadumbrarse o rechazar su creación, se sentirá más seguro de lo que dice v se vanagloriará de estar en el camino de la verdad.
Con todo me parece justa la observación de Désiré Roustan, quien reconoce la parte original que le corresponde a Figari dentro et evolucionismo positivista, cuando dice: “Me parece que la contribución personal de Figari a la teoría biológica del conocimiento, consiste en su esfuerzo por ensancharla a punto de transformarIa en una teoría biológica del arte a igual título de la ciencia”. 5) Al analizar su estética veremos cómo se cumple esta ampliación, determinando Figari los lineamientos de una teoría del arte positivista con mayor rigor y consecuencia que los principales expositores doctrinarios.
Es ejemplar ver cómo lleva sus consecuencias hasta el fin con mano firme y duramente, como traza un frío examen de la materia humana con que cuenta para su propósito de regeneración y mejoramiento de la especie.
En este sentido importa especialmente, porque alumbra su creación de personajes y escenas, su actitud ante el problema moral de fondo que plantea el dilema altruísmo-egoísmo, donde sigue más que a Spencer a sus divulgadores. Es posible ver como Figari pasa de las frases más o meno vagas, “conservación de la especie”, a la comprobación y justificación del “egoísmo humano”. “Cada especie, cada ser brega en favor de sí mismo fundamentalmente, esencialmente” 6) dice, registrando al mismo tiempo la indiferencia de